Sáb 25.04.2009
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Por fin, la 2548

La ciudad tiene un nuevo sistema para custodiar su patrimonio. Nada edificado antes de 1941 puede ser demolido sin un trámite especial.

› Por Sergio Kiernan

Para ser el final de un largo, largo proceso, resultó anticlimático. Primero, seis horas de debate sobre la renuncia de la vicejefa de Gobierno Gabriela Michetti a su cargo para ser candidata. Bien pasada la medianoche, con el plenario de diputados luciendo pálido y ojeroso, tres votaciones en bloque, de esas en que salen “paquetes” de leyes ya acordadas. Sin más vueltas, sin disidencias ni debates, alzando todas las manos, la Legislatura porteña sancionó la Ley de Patrimonio de Buenos Aires. La 2548 ya está extendida a toda la ciudad y por dos años. Lo único que lograron los fuertes lobbies que intentaron frenarla fue una ambigüedad en los plazos, algo que habrá que vigilar de cerca para que no se transforme en un lucrativo peaje.

Lo que este jueves votaron los legisladores fue una variante del proyecto original de Ley de Patrimonio presentado por Teresa de Anchorena (CC) el seis de julio de 2006. Fue hace menos de tres años, pero resulta otro planeta en cuanto al valor político del patrimonio. En ese entonces, el proyecto era una utopía que la presidenta de la Comisión de Patrimonio buscaba impulsar. Para fines de 2007, la situación era completamente distinta, gracias a la herramienta del amparo judicial. Basta de Demoler acababa de lograr uno vital, que salvó la casa Bemberg en la calle Montevideo y sentó una jurisprudencia notable. La Cámara porteña decidió que si el Ejecutivo seguía usando el viejo truco de autorizar rapidito la demolición de un edificio cuya catalogación se estaba tratando en la Legislatura, impedía que los diputados cumplieran su función. Es decir, había un conflicto de poderes, tema de rango constitucional.

Esto generó una crisis, que se solucionó cuando el flamantísimo gobierno Macri aceptó adaptar la Ley Anchorena al polígono del pernóstico Paisaje Cultural que Ibarra y Telerman le quisieron vender a la Unesco. El bicho terminó sirviendo para algo, finalmente, aunque la ley 2548 servía por un año. El corazón de la ley fue invertir el bizantino sistema actual de protección de un edificio patrimonial. La única manera es catalogarlo por ley, trámite diseñado para ser complicado en el que el ciudadano tiene que hacer una carpeta, llevarla a un legislador interesado, seguirla por audiencias públicas y legislativas, esperar que la voten y luego volver a empezar todo. Esto es lo que se llama doble lectura y la ciudad podría imponer la pena de muerte con menos trámite. Bajo la 2548 la carga de la prueba se invierte y es el que quiere demoler un edificio construido antes del primer día de 1941 el que tiene que hacer un trámite especial. El expediente entra normalmente por ventanilla pero tiene que ser enviado al Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, CAAP, antes de que se emita el permiso de demolición o remodelación. Si el CAAP considera que el edificio no puede ser preservado, el trámite vuelve a ventanilla. Si el predio es valioso, la carpeta va a Legislatura para su catalogación. En el año en que se probó este sistema no hubo crisis ni diluvios ni Jehová destruyó la industria de la construcción ni quebraron en fila los estudios, como los lobbies habían advertido. De hecho, no pasó demasiado, y eso que el Paisaje incluía los barrios más suculentos del mercado inmobiliario.

Para diciembre de 2008, todo parecía listo para renovar la ley sin mayores sobresaltos, pero resultó complicadísimo. El gobierno porteño hasta propuso, con comunicado de prensa del Ministerio de Planeamiento y todo, extenderla por dos años y a toda la ciudad. Este cambio de actitud se debió a una cuenta política de lo más simple: a todos los problemas que tiene un Jefe de Gobierno por el sólo hecho de serlo, se le había sumado una guerra sorda con vecinos y ONGs por temas como adoquinados, farolas y preservación de patrimonio. Algo estaba fallando en las políticas culturales de la ciudad, donde se tocan con las de Planeamiento y Espacio Urbano.

Pero ni eso logró que la ley se sancionara y apenas alcanzó para renovarla por seis meses. Fue entonces que el joven diputado del PRO Patricio Distéfano tomó el tema y presentó como suyo el proyecto de extenderla y renovarla por dos años. El verano mostró una serie interminable de idas y venidas, reuniones, intercambios y zigzags, con lobbies abiertos y patéticos, como el del CPAU, intentando aterrar a los diputados. El proyecto pasó de comisión en comisión y estaba listo hace un mes. Fue un mes largo, en el que entre feriados y lanzamiento de campaña no hubo sesiones.

Lo que sí lograron los lobbies fue difuminar los plazos. Martín Ocampo y Silvia Majdalani, tal vez pensando en los fondos de campaña, modificaron el artículo tercero de la nueva ley e introdujeron la trampita. En el sistema que se usó en este año de prueba, el Ejecutivo enviaba el trámite al CAAP para que aprobara o no. El CAAP tenía dos semanas para pronunciarse. Todos los trámites tenían obligatoriamente que pasar por el Consejo. En la modificación de Majdalani y Ocampo, el trámite tiene 45 días corridos desde que entra a mesa de entradas –en el Ejecutivo– hasta que vence. Cuando vence, se considera que el edificio queda liberado para ser demolido. La única obligación del Ejecutivo es hacerle llegar el expediente al CAAP “en la primera reunión posterior a la recepción de la misma”. Esta ambigüedad crea el potencial de un jugoso peaje para que ciertos expedientes queden cajoneados hasta que sea demasiado tarde. Basta esconderlos para que a los 45 días se pueda demoler.

Pero hasta en Buenos Aires este tipo de dolos no puede ser la norma, con lo que ahora tenemos una ley que permite crear un sistema de preservación en serio, una política pública.

Esto es, tenemos algo para festejar.

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