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Sábado, 17 de julio de 2010

Represión, honores y precios

Los vecinos de La Plata están aprendiendo duramente qué difícil puede ser defender su patrimonio edificado cuando los intereses económicos se mueven para demoler. El 9 de julio fueron reprimidos a los golpes durante los actos de la independencia: la custodia del intendente asumió que se trataba de un escrache, no atendió explicaciones y comenzó a romper carteles y pegarle a la gente. Entre los lastimados estaba un concejal de la ciudad.

Resulta que La Plata acaba de cambiar su código urbano, de modo de permitir la demolición de todo su centro viejo. Esto significa revertir el sistema creado por decreto y llenar el casco fundacional de la ciudad de torres y más torres. El sistema es lucrativo y fue votado a libro cerrado, sin debates previos ni audiencias públicas, y contradice el estatus histórico del casco fundacional.

Los vecinos se movilizaron y comenzaron a denunciar la sospechosa manera de cambiar la legislación, la dirección especulativa de toda la iniciativa oficial y la rapidez con que se quiere aprobar todo. Tanta que el intendente tuvo que vetar algunos aspectos menores del código, porque estaban formalmente equivocados.

El viernes de la semana pasada, los vecinos se acercaron a la plaza central de la ciudad con pequeñas pancartas, volantes, empanadas y mate, para expresar su protesta. Inmediatamente fueron rodeados de custodios y, según contaron al diario Hoy, los empujaron, les rompieron los carteles y comenzaron a golpearlos. Entre las víctimas estaba el concejal Daniel Caferra, que explicó que querían pedirle “un rol activo” al intendente Pablo Bruera en la preservación del patrimonio de la ciudad. Caferra agregó que había policías presentes, que se negaron a actuar porque era un acto oficial, explicación francamente misteriosa.

La Plata es la única ciudad planeada del país y tiene un patrimonio francamente único que trasciende por mucho sus edificios públicos centrales. Los especuladores inmobiliarios detestaban el decreto anterior, que prohibía las torres y alejaba del centro las zonificaciones de mayor altura. El experimento duró lo suficiente como para que quedara en claro que la ciudad no se iba a museificar o paralizar, pavadas repetidas por los interesados. Lo único que ocurrió fue que al vedarse los megaemprendimientos, de los que únicamente pueden disfrutar las grandes empresas con financiamiento bancario, el negocio se amplió a otros participantes. La Plata vio reciclados y reutilizaciones de menor escala, llevadas a cabo por arquitectos independientes, financiados por pequeñas sociedades de amigos o conocidos. Esa es justamente la única manera práctica de mantener el patrimonio vivo y en buen estado.

Cuánta plata debe estar corriendo en la ciudad para evitar que esto vuelva a ocurrir...

Mientras, en Pamplona

España es un buen ejemplo de trabajo con el patrimonio. O al menos lo es para los argentinos, ya que no se trata de un país realmente riguroso o con una historia de preservación, como Gran Bretaña o Francia, sino uno que descubrió el tema y está dando la pelea ahora. Como sabe cualquiera que visite ese país, los españoles custodiaban sus tesoros medievales, sus grandes edificios y sus catedrales, pero le daban rienda suelta a la piqueta en sus conjuntos edilicios comunes. Había centros históricos bien preservados, pero madrileños y barceloneses –para mencionar dos ciudades grandes– veían desaparecer calles enteras de un día para el otro. Las casas bajas, de planta baja y primer piso, con balcón al frente, que formaban la mayoría de lo construido en esas capitales, caían para ser reemplazadas por porquerías que parecían... bueno, argentinas.

Como para mostrar la nueva conciencia, Pamplona realizó este mes un foro de patrimonio en su museo Anzoátegui, y parte de la movida fue simbólica: se les entregaron unos chalecos oficiales a los “vigías del patrimonio” de la ciudad. Estos vigías no son empleados públicos sino miembros de una ONG, el grupo Enrique Rocherau, que se dedica a evitar obras ilegales, caminar la ciudad y ver que las cosas estén como se debe y avisar al gobierno local sobre irregularidades o peligros diversos. El grupo también promueve la participación de los vecinos para que custodien su patrimonio y canaliza pedidos y problemas. El gobierno local entregó los chalecos, que tienen un aspecto de lo más oficial, para reconocerles su tarea y para que se formen grupos así en otros pueblos y ciudades de Santander.

Es que, al contrario de nuestros gobernantes, los de por allá entendieron que tienen que estar con sus votantes en estas cosas y no con los especuladores.

Tres en venta

Y si alguien todavía duda de que el patrimonio es rentable, la revista Fortuna, insospechable de cualquier romanticismo, acaba de publicar una nota sobre los altísimos precios de edificios con historia, con estilo y bien preservados. Con un tanto de asombro, la revista de negocios avisa que hay tres propiedades a la venta que valen más que el promedio de sus barrios –Recoleta y Retiro– justamente porque son antiguas y hermosas.

Una es la “casa de los árboles”, al tope del edificio racionalista en las cinco esquinas, donde Guido se abre en Uruguay y Talcahuano, a la altura de Montevideo. El sobrenombre viene de un inmenso jardín plantado por años y años en la terraza del penthouse, justo sobre la esquina, que llegó a ser un frondoso bosque que tapaba los techos. El edificio de Alberto y Carlos Dumas fue inaugurado en 1936, y el penthouse, de tres pisos y 553 metros cuadrados, es de hace cinco años el hogar del norteamericano Andrew Klink. Ahora, lo vende por algo más de dos millones de dólares, bastante más de lo que lo pagó en 2005.

Lo mismo ocurre con el vecino petit hotel de la calle Junín, remodelado por María Julia Alsogaray y vendido recientemente por encima del millón de dólares. Vecinos y especialistas consideran el precio, de remate judicial, una verdadera ganga para tener una de los últimas grandes residencias de ese tipo en la zona que no está bajo amenaza de demolición o sirviendo de juguete para que algún arquitecto las arruine, modernizándolas.

Y en Retiro se vende el último piso del Kavanagh, que tiene la rara distinción de ser el edificio más caro de Buenos Aires pese a sus años. Comprar su piso catorce cuesta casi cinco millones de dólares.

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