El libro de Belén Carballo y Ricardo Paz encuentra una manera de contar quiénes somos desde una tradición criolla, mínima y luminosa.
› Por Luján Cambariere
Lina Bo Bardi solía decir que “es necesario recomenzar por el principio, donde al arte se funde con la antropología, y grita o reprime su indignación”. Ricardo Paz, un enamorado de nuestro Norte, hace 25 años que anda trabajando con el diseño y arte popular como anticuario, especialista en arte étnico argentino, dueño de un local en Palermo. Para llegar a ser hoy narrador, comunicador, vocero a través de estas piezas de nuestra tierra que reúne en el libro Monte. Muebles de la tierra argentina, el tercer y último de una serie. Hablando de estos diseños, habla de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde todo indica que vamos, que es una lamentable serie de atropellos, desarraigos, desmontes y avances de la soja.
“Este libro pretende rescatar algunos vestigios de aquel saber arrasado e iluminar algunos frutos de aquella cultura montaraz. Sirva al menos como agradecido homenaje a aquellos criollos que forjaron una identidad sin buscarla y, aunque hecho añicos, un espejo todavía fiel y verdadero. Estas piezas, con toda su belleza, no son más que el dedo que señala la Luna; apuntan en una dirección, nos recuerdan un sentido. A mí me remiten a un tiempo y a una gente que supo vivir en armonía con la naturaleza. A mi criterio no tiene sentido defender acaloradamente una cultura si calladamente se permite la destrucción del ambiente que la vio nacer, crecer, vivir y hacerse sabia. Una cultura sin su tierra es apenas gente desgajada, material de biblioteca o de museos. Yo que alcancé a conocerla feliz en sus parajes, no voy a andar hablando así de aquella gente”, relata Paz en su texto final, que elegimos como comienzo, porque evidencia de un modo bello y contundente la razón de ser de estos objetos.
Este libro debiera proponerse como lectura obligada en los claustros. No sólo por la maestría, economía en el manejo de recursos y virtuosismo en el empleo de color de estas manos artesanas que se hicieron carpinteras a fuerza de necesidad, sino porque en esa descripción de estructuras, detalles, herramientas y materiales, se habla de nosotros. Un nosotros real, ni impuesto, ni imaginado.
Porque como vuelve a la carga Paz: “Si como base de identidad aceptamos algo que todos nosotros, argentinos, tenemos en común, sin dudas lo común a todos nosotros es esta tierra. Este preciso lugar en el planeta. Esta geografía y esta particular naturaleza. En definitiva, este espacio que algunos, en la confusión de los mapas, se acostumbraron a ubicar en un lejano sur aislado, olvidando que, para nosotros, éste es el centro del mundo. De nuestro mundo”.
“Cuando el criollo dice monte”, arranca en la introducción del ejemplar Belén Carballo, licenciada en Psicología, gestora de proyectos de desarrollo social y cultural en el monte santiagueño como la Asociación Adobe y actual directora de Arte Etnico Argentino (plataforma para el rescate, la puesta en valor y la difusión de mobiliario y textiles criollos), “habla de árboles de maraña, de espesura. El monte en el imaginario popular es el lugar donde perderse o donde encontrarse con lo más primitivo y esencial, aquello que nos remite al misterio de lo instintivo, al origen. El monte, continúa líneas abajo, rodeaba las ciudades como un mar de árboles y en su interior prosperaba un mundo lleno, impregnado de misterio, de música, de fábulas, de saberes”.
Las mesas, sillas, camas, hasta cunas, mecedoras y roperos que pueblan estas páginas son los que los habitantes de esta región usaron para su vida cotidiana y fueron hechos con las maderas de la zona, y según una antigua tradición artesanal que amalgamó al indio y al español en el criollo. Cruces que hoy se proponen en la disciplina, pero que ya existían desde entonces en los más genuinos intercambios. “El indio aportó su hermandad con el árbol –explica Belén–, y el español, la técnica. Y de esta unión salieron estos primeros muebles.”
“La mayoría de los muebles que aparecen en este libro fueron realizados durante la primera mitad del siglo XX en la provincia de Santiago del Estero, la más antigua de nuestra Nación”, cuenta Paz. Todos fueron fabricados a mano por carpinteros rurales y para su uso personal o por encargo de sus vecinos.
“El rasgo común es haber sido realizados con un criterio de economía propio de la cultura del monte. La inteligencia aplicada al diseño se manifiesta en la sabiduría con la que se administraron los recursos, utilizando siempre la menor cantidad de materia prima posible sin renunciar a la calidad constructiva, la solidez y la funcionalidad. Es esta simpleza la que otorga a estos muebles un carácter propio e inconfundible.”
Por otra parte, Paz remarca el carácter manual de la hechura de estas piezas. “El criollo se fue haciendo carpintero por necesidad, empujado por la escasez que imponía el aislamiento, en una naturaleza donde la severa aridez brindaba, sin embargo, una generosa variedad de maderas. Algarrobo (blanco y negro) para las mesas, chañar y huiñaj para sillas y sillones, y mistol, vinal, el ancoche y hasta el cardón sirvieron también para los primeros muebles.”
¿Herramientas? “Además del ojo alerta para aprovechar las formas de la naturaleza, el carpintero del monte dispone, hasta hoy, de algunas pocas herramientas para trabajar la madera: el hacha o una sierra para enfrentarse al árbol y a veces una hachuela, un serrucho, un cepillo o apenas una azuela para hacer las tablas y dar forma a las patas y brazos de las mesas y las sillas; un taladro o algún formón para las escopladuras, y para las terminaciones, un machete o un cuchillo, las dos herramientas esenciales, siempre a mano. Para el lijado podrá emplear algún hierro rescatado de un arado o un pesado de vidrio de botella. Y finalmente estará el color (según Paz heredado del indio) para dar vida y alegría.”
En el monte, los ambientes de las casas son pequeños, con muy pocos muebles. La mesa sirve para múltiples tareas. Como en ella se trabaja, suelen ser altas y fuertes, aunque livianas para transportarlas. Construidas generalmente con travesaños inferiores que aseguran su rigidez, fueron pensadas para ser usadas de pie para amasar, lavar o carnear.
Esta necesidad de multifuncionalidad, continúan narrando en el libro, es la que explica también el diseño de las sillas. Livianas, moviéndose de la intimidad de las casas a la hospitalidad del alero o buscando la sombra fresca de los árboles del patio. De una altura promedio baja (42 cm), ya que se relaciona a la altura de la gente. Entre todas ellas, la matera se destaca por su belleza. Ideal para el fogón, la parrilla o el viaje. Igual de bellas que las alacenas y roperos de unos tintes absolutamente sorprendentes.
Monte incluye dos artículos breves de Norberto Chaves y Gui Bonsiepe, fotografías de Andrés Barragán y fichas de la piezas. Este, además, vale resaltar, es un libro dedicado al patrimonio de los varones carpinteros. Cuenta Paz que por eso es el mejor cierre de su tríada editorial, ya que fue a través de ellos, charlando en los aleros de las casas, que él pudo hace muchos años comenzar a acceder al saber más secreto, el tesoro mejor guardado, el patrocinio de las mujeres –sus tejidos en telar y sus hilados– que también bellamente plasmara a su tiempo en Un arte escondido, objetos del monte argentino (1998) y Teleras, memoria del monte quichua (2006). “La belleza aconteció y pudimos contar el final desde el principio”, remata.
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