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Sábado, 16 de agosto de 2003

El pabellón de ayer

En los fondos del Moyano se alza el edificio Jakob, que guarda un estremecedor museo, un teatro de operaciones victoriano realmente único y un mensaje de cuando en este país se hacían bien las cosas. Se está estudiando su puesta en valor y restauración.

Por Sergio Kiernan
Había una vez una Argentina que hacía las cosas a lo grande. No era apenas cuestión de dinero –que lo había pero no en las cantidades orientales que ahora se presumen– sino también de inteligencia. Como se estaba construyendo un país, se erigían edificios para durar, especialmente si eran institucionales. Lo que se hacía era técnicamente moderno, estéticamente elegante y productivamente sensato. Vivimos rodeados de las ruinas de ese proyecto de país, y algunos de sus símbolos se transformaron, por la decadencia y el descuido, en sinónimos de miseria.
Uno es el Moyano.
El neuropsiquiátrico fue en su momento un orgullo: un hospital en el que se gastaron con largueza hectáreas, forestaciones, edificios y equipamientos, creando un polo médico en las líneas más modernas. Los edificios eran pequeños, rodeados de verde, con lugares para que las pacientes tomaran el sol y vieran follajes plantados como en un parque público. Todavía hoy, cuando el Moyano lucha contra la falta de presupuestos crónica en la crisis argentina, se percibe claramente la nobleza de planteo del lugar.
Al fondo del complejo, medio escondido entre los árboles, está el pabellón Christofredo Jakob, que fue en su momento un muy avanzado centro educativo para jóvenes médicos, y es hoy un curioso, valioso y –para el lego– bastante estremecedor artefacto patrimonial. El edificio es en sí un amable pabellón a la italiana, con su piano nobile de ventanas verticales, un acceso valorizado por peldaños que alguna vez fueron de mármol y un techo a dos aguas de ángulo bajo, con lindos dormers de hojalata afrancesados.
La planta es sencilla y se organiza a lo largo de un ancho pasillo de circulación iluminado por enormes claraboyas y ornado por brillantes barras de bronce que alguna vez funcionaron de percheros para los estudiantes. Los despachos y laboratorios dan todos a este pasillo y cada uno –tiempos idos– tiene en el dintel una placa de mármol que identifica su función. La mayor está apenas entrar y lee “Hic locus est ubi mors caudet succurrere vitae” –”aquí es el lugar donde los restos mortales ayudan a la vida”.
La inscripción no es casual: el pabellón Jakob está dedicado a las autopsias tomadas no sólo como trámite sino además como escuela. Entrando, en el extremo derecho, se abre el “auditorium”, un lugar francamente único: es el teatro-escuela de operaciones, un artefacto victoriano en herradura en el que los estudiantes trepaban la empinada gradería y observaban sentados en banquetas de roble al profesor, que autopsiaba en una mesada de mármol, con un pizarrón atrás. El lugar es ciertamente bello, está iluminado por enormes ventanales de doble altura y está casi perfectamente conservado. De hecho, se usa poco porque el sistema de calefacción central, viejo de un siglo, ya no funciona y el lugar es gélido. Quien busque bajo las graderías encontrará unas pagodas de hierro fundido en perfecto estado de conservación que tapan las salidas de aire caliente.
Exactamente en el otro extremo del edificio está el museo, donde formidables estanterías de roble guardan cientos de frascos con muestras anatómicas no aptas para estómagos flojos. Este ámbito está bastante deteriorado –humedades, desprendimientos, instalaciones eléctricas emparchadas– y las colecciones se mantienen gracias al trabajo voluntario de los estudiantes que cada tanto refrescan el formol.
Entre ambos salones, en mayor o menor grado de conservación, hay oficinas diversas, una suerte de capilla y una sala de disección que une heladeras modernísimas con una antigua mesa de operaciones de cobre. Por todos lados hay metros y metros de mayólicas blanco tiza con vivos y guardas griegas en verde que, como ocurre siempre con ese revestimiento milagroso, están en perfecto estado. El pabellón tiene otros dos niveles. Arriba, un altillo al que se llega por una inmensa escalera de madera que ya vacila en su estructura y que hay que subir de a uno. El otro es el sótano, donde se alojaban depósitos, un laboratorio de fotografía que todavía conserva los restos de su ampliadora de placa y hasta un estante de drogas, y un elevador de aceite que permitía llevar los cuerpos, ya adecentados y en un cajón, directo a la capilla atravezando el piso. El subsuelo fue arrasado por inundaciones regulares que destruyeron la instalación eléctrica y se comieron los revestimientos, excepto, claro, las impávidas mayólicas que en este nivel tienen destaques marrones.
El gobierno porteño, que es dueño ahora del Moyano, está preparando una restauración de algunos edificios del conjunto con valor patrimonial. Según la subsecretaria de Patrimonio Cultural, Silvia Fajre, y la directora de Patrimonio, Nanny Arias, un equipo de dos arquitectos y de arqueólogos está revisando el lugar, y el proyecto de puesta en valor comenzaría por un sector de los techos de la capilla y por dos pabellones, uno de ellos el Jakob. El doctor Felipe Monk, un experto en la intimidad estructural y material de los edificios de antaño, está realizando un diagnóstico de los edificios.
Y es Monk el que aclara una duda que surge de recorrer los sombríos sótanos del Jakob: “El edificio está estructuralmente a salvo. Es increíblemente fuerte y sólido. Hay que lavarlo profundamente y comenzar a trabajar”.

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El teatro de operaciones victoriano, digno de una película.
 
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