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Jueves, 21 de marzo de 2002

La revolución del sabemos lo que hicieron

 Por Roque Casciero

En la Argentina post De la Rúa hay un nuevo léxico, en el que sobresalen palabras como corralito o cacerolazo. Pero una que ya se usaba desde antes cobra cada vez más fuerza: escrache. Cualquier político o economista al que se descubre en algún lugar público es un potencial escrachado, en manifestaciones tan espontáneas como mediáticas. Sin embargo, el escrache nació de otra forma. Fue el modo que la asociación H.I.J.O.S. encontró para denunciar la impunidad de los genocidas de la última dictadura militar (y a sus cómplices del poder económico), beneficiados por el indulto de Menem y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Para H.I.J.O.S., escrachar significa sacar a la luz algo que permanece oculto en la sociedad: generalmente, los vecinos de los represores no saben que los tienen tan próximos. “El escrache es una herramienta de lucha y lo que mejor que puede pasar es que la gente la use”, dice Mariano Robles, militante de H.I.J.O.S. Su compañera Florencia Gemetro, en cambio, plantea algunos reparos: “Nosotros reivindicamos la organización de una forma alternativa de hacer justicia que proviene de una toma de conciencia. Nuestros escraches son producto de un trabajo, de una reconstrucción social y de la necesidad de contar otra historia. Otra cosa es esta expresión de la impotencia multidirigida, en la que cualquiera puede ser escrachado. Cuando se le grita a un político en la calle, esos gritos no provienen de un modo de entender la justicia. Si el sentido del escrache no es conseguir justicia popular, corre el peligro de desvanecerse en el vaciamiento político: no queda nada después, porque no hubo toma de conciencia ni organización. Por otra parte, el escrache no está a favor de la apoliticidad, sino todo lo contrario: es político y se reivindica como tal. La lucha por conseguir la justicia o por desterrar la impunidad es política. En ese sentido, esto encuentra diferencias con el escrache utilizado como una forma díscola de denunciar cosas sin previa construcción”.
Cuando los hijos de desaparecidos por la última dictadura militar decidieron agruparse, allá por 1995, la Comisión de Escrache fue una de las primeras que armaron. Tenía otro nombre más serio (Comisión de Reconstrucción Histórica y Condena Moral), pero en la intimidad todos hablaban de escrachar, un término lunfardo que significa “poner en evidencia”. “La idea original era que el escrache actuara como una barrera y que fuera la respuesta frente a la injusticia y la impunidad. En el momento en el que comenzamos con los escraches, los genocidas salían por televisión hablando impunemente de los crímenes que habían cometido”, explica Florencia. “Es como decirles: vos estás libre porque te dieron impunidad, pero no te la vas a llevar de arriba”, completa Mariano.
El primer escrache de H.I.J.O.S. fue a Jorge Magnaco, un médico encargado de los partos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Una ex detenida fue a atenderse al Sanatorio Mitre y descubrió que Magnaco figuraba en la cartilla. Cuando se lo transmitió a los H.I.J.O.S., estos decidieron ponerse en marcha. Durante cuatro viernes seguidos, marcharon desde el sanatorio hasta la casa del médico represor. Resultado: Magnaco fue despedido de su trabajo y en una reunión de consorcio le pidieron que se mudara del edificio donde vivía. Antes de eso, como un antecedente del escrache, los H.I.J.O.S. se habían manifestado en un bar al que solía concurrir Alfredo Astiz.
Convencidos de lo positivo del escrache, los pibes se dedicaron a señalar a buena parte de los genocidas y cómplices de la dictadura que habían quedado impunes. Al principio hacían hasta dos escraches por mes, pero más tarde decidieron cambiar de metodología. Ahora, después de verificar con una investigación que los datos del futuro escrachado sean correctos, los H.I.J.O.S. y demás integrantes de la Mesa de Escrache (que nuclea a varias organizaciones, murgas, grupos de estudiantes o de artistas) se ponen en contacto con agrupaciones del barrio donde se va a realizar la actividad. Organizar cada escrache lleva varios meses: sehacen preescraches (en los que hay recitales u obras de teatro en las plazas cercanas), se volantea casa por casa y, una semana antes de la fecha elegida, la Mesa se traslada al barrio. “Cuando llega el día del escrache, todo el mundo sabe de qué estamos hablando”, asegura Florencia. “Generalmente nos convocamos en algún lugar a unas diez cuadras donde vive el genocida y marchamos haciendo un recorrido que pueda rodear la casa lo más posible por dentro del barrio. Cuando llegamos a la casa, hacemos alguna manifestación artística, leemos un discurso escrito por la Mesa y después se tira la famosa bombita de témpera roja, que simboliza que esa casa está manchada con sangre. Y después volvemos a hacer un recorrido hasta el punto de desconcentración, donde bailamos y cantamos como celebración de nuestra lucha. El baile también tiene que ver con apropiarse del espacio físico, de la ciudad contaminada. Si se tiene que convivir con un vecino torturador, está quitándonos parte del espacio físico en el que merecemos habitar. Entonces tomamos la calle y bailamos desenfrenadamente porque es nuestro lugar, donde queremos vivir liberados de esas cosas. Uno pone las cosas en su lugar: ese tipo merece estar en la cárcel y la calle es nuestra”. En cada escrache, los H.I.J.O.S. prometen que van a volver, que develar la impunidad de genocidas y cómplices no termina en ese acto. Y cumplen: cada tanto, organizan un escrache móvil, una suerte de caravana por los domicilios de los ya escrachados.
Para H.I.J.O.S., la elección de las bombitas de témpera roja es más que un símbolo. “Siempre explicamos que elegimos arrojarlas contra la casa de los genocidas como una forma de hacer justicia, que no tiene que ver ni con la venganza ni con la violencia física contra unos pocos, sino con una construcción de justicia para transformar la sociedad entera”, asegura Florencia. La idea que subyace en los escraches más recientes es que ese acto de desenmascarar a los genocidas no acabe con el simple acto. “Cuando termina un escrache, siempre queda la idea de nuclearse en torno de las necesidades del barrio”, dice Mariano. “En ese sentido, el escrache es la excusa para que los vecinos se conozcan. En San Cristóbal, Villa Urquiza y Floresta trabajamos con varias organizaciones y, después del escrache, hubo un espacio más sólido para generar las asambleas barriales que ahora se generalizaron”.

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