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Jueves, 14 de octubre de 2004

TODOS TUS CELULARES Y DEMAS ENTRETENIMIENTOS

El rock del ringtone

Las jornadas ya vividas del Quilmes Rock 2004 dejaron, más allá de la música, otras imágenes que surgen de nuevos usos y costumbres de la joven grey rockera argentina. Hay teléfonos, promotoras, panchos y revistas para hojear, mientras unos tipos de raro aspecto tocan en cada uno de los tres escenarios.

Mientras los Ratones Paranoicos tocan Enlace, un chico con remera de Mancha de Rolando trepa la tribuna de tablón, con un brazo en alto. No tiene una bengala, una bandera ni una antorcha olímpica sino un teléfono celular para el que busca, en las zonas altas del estadio, “tener señal”. Ferro parece estar ubicado en cierto Triángulo de las Bermudas, al menos para los celulares con tecnología GSM; minúsculos hermanos plateados que dentro del estadio permanecen mudos, sin señal. Lo que constituye un verdadero problema para el nuevo público que asiste a festivales de rock. Las antinomias entre seguidores de distintas bandas y el lanzamiento de fango, monedas o botellas a los artistas no queridos parecen fósiles no entrañables de una conducta festivalera que ya fue. Ahora la antinomia se convirtió en fusión, y la falta de interés hacia un artista se expresa pacíficamente en la búsqueda de horizontes más convenientes, en otro escenario. Y para ello, los celulares también ayudan a sus portadores a amenizar esperas: mientras Luis Alberto Spinetta presenta un tema inédito e introspectivo, dos chicas –con impacientes remeras de Rey sol; y no Marquesi, sino Páez– esperan a Fito sentadas en el piso, de espaldas al escenario, jugando a un diminuto Tetris en su telefonito. La presencia de tamaña multitud de celulares en un festival como el Quilmes Rock no sólo parece refutar al paranoico auge general de la inseguridad sino también, en particular, desmentir el prejuicio marca Crónica TV que supone que un evento masivo, juvenil y –encima– rockero, puede ser un antro de peligros y latrocinio.
Los stands de celulares no son los únicos. El de Musimundo, envuelto en una carpa, ofrece uno de los escasos espacios cubiertos del predio, y es una de las postas preferidas tanto para gente-que-espera-gente como para el resguardo ante novedades climáticas. Unos chicos –remeras de Catupecu Machu y Ramones– en el stand de la revista Rolling Stone hojean un número viejo en cuya tapa aparece Outkast. “¿Quiénes son?”, pregunta uno. “Outkast, boludo; leé”, le responden. Unas promotoras del Gobierno de la Ciudad reparten profilácticos. Otras promotoras, de la marca cervezal que bautiza al evento, entregan folletería sobre el consumo responsable de la bebida, la gran ausente del Quilmes Rock, acaso junto a La Renga, Cerati y Karamelo Santo. En tanto, los músicos programados para el pequeño y lejano tercer escenario realizan una extensa caminata (a lo largo de todo el estadio y de la cancha auxiliar) y pasan entre el público, portando sus estuches e instrumentos, y mirando de reojo a los espectáculos de los dos escenarios mayores.
Mientras que la concurrencia en los balcones de los edificios linderos con el estadio funciona como téster incuestionable y cruel del poder de convocatoria de cada fecha (colmados con Bersuit, nutridos con Spinetta y Páez, a medias con los Wailers), la inusual nitidez de la pantalla central otorga al escenario principal un atractivo visual extra, y acaso compensa cierto volumen bajo general. Entre tema y tema, un murmullo rítmico -¿irrespetuoso?– brota a espaldas del público: en la zona alta de la platea techada, y como en una vidriera para los ojos de la gente que está en el campo, el VIP ostenta en paralelo su propia oferta musical; que resulta curiosa durante los conciertos principales de cada noche. Se parece a ir a la cancha a ver un River-Boca, y que al mismo tiempo que transcurre el partido, otros futbolistas jueguen un cabeza en el VIP.
Hay, en el Quilmes Rock, otra llamativa ausencia en el habitual público de festivales: la típica figura del padre con hijo pequeño en los hombros, o como abnegado tutor de flamantes adolescentes que debutan en el mundo de los recitales. ¿Acaso la abundancia de ciclos, festivales y shows de estadios de los últimos años haya despojado al rubro de cierta extrañeza/misterio, y les haya devuelto a jóvenes y adolescentes lasoberanía generacional y la jurisdicción familiar sobre los ámbitos rockeros?
Justo debajo de una columna de humo, dos clásicos con plena vigencia, los combos pancho-coca o paty-coca, acumulan una hambrienta muchedumbre en torno a la zona de puestitos. Que por su poder de convocatoria bien podría ser considerada un cuarto escenario, donde el riff más esperado es el chirrido de la grasa sobre la parrilla. Un chico con remera de Say No More, que permanece en la cola para recibir su hamburguesa, escruta un mensaje de texto recién llegado. Una chica –valiente remera de Marilyn Manson– lo intercepta: “¿Me prestás el celular un segundo? Te pago la llamada”. A la generosa oferta de stands de este festival, indudablemente, le faltó un locutorio.

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