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Jueves, 23 de febrero de 2006

EL PASO DE LOS ROLLING STONES POR EL MONUMENTAL

No es sólo rocanrol, pero nos gusta

El martes pasado, convivieron las distintas clases sociales del imaginario stone: el aguante y la pose. A todos los unió una especie de dignidad imperial, de la que Mick Jagger -el gran emperador- abusó sin compasión.

 Por Fernando D´addario

La infalibilidad de la máquina stone seguramente calcará cada una de las imágenes reflejadas el martes por la noche, pero cada fan, sin embargo, las guardará como postales únicas e irrepetibles. Los Rolling volverán a viajar con su público desde el escenario principal hasta el centro de la cancha y Jagger, en el clímax de la épica rockera, les venderá el cuerpo y el alma con su interpretación de Miss you. En las inmediaciones de la cancha de River, cientos de buscas irán por su cuarto de hora en la fiesta: liquidarán remeras, pañuelos, gorritos, sandwiches de milanesa y cerveza recalentada; el hormiguero se desparramará exhausto y los taxis eludirán prolijamente la zona de riesgo. La aparente disparidad de las postales confluye en una entidad superior, que no sabe de clases sociales ni de status musical: es la patria stone, que está viviendo su semana de gloria.

La patria stone festejó arriba y abajo del escenario, en el campo y en los palcos vip, dentro y fuera del estadio. No se necesitaba ni flequillo ni jardinerito. Lo que se festejaba era un código de transgresión que cada cual canalizaba a su manera. Todavía hoy (miércoles a la hora de escribir esta nota) pone la piel de gallina “ver” a miles de pibes revolear desenfrenadamente su remera mientras los Stones se despiden con Satisfaction, aquel himno de rebeldía adolescente que sorteó indemne todos los cambios sociales y culturales de los últimos cuarenta años. El ritual es compartido por todos, aunque cambien los signos de exteriorización. En el campo, al costado, un pibe con el torso desnudo y síntomas de extenuación rockera, no canta ni revolea la remera: mira al cielo y se toma la cabeza con las manos; quién sabe qué ceremonia lo atraviesa, a quién le está agradeciendo, qué demonios internos convoca su estado de éxtasis. En la platea baja Belgrano, al mismo tiempo, Adrián Suar pega pequeños saltitos de satisfacción, mientras Pablo Codevila le saca fotos con su celular. Unos y otros están saldando cuentas –más grandes o más pequeñas– con la vida stone que les tocó en suerte. Pero hay que estar ahí, por los motivos que sean.

Si es tan flexible y abarcador el imaginario rolinga (en su acepción menos tribal), algo tendrá que ver su inspirado mentor. El gentleman que compartió un asado en Barrio Parque con la familia Gastaldi, y el magnate Daniel Hadad, pocas horas después se entregó a un aquelarre interactivo con un público que le reclamaba lo mismo de siempre: combustión sexual, desborde emotivo, furia felina al servicio del rocanrol. Nadie le pedirá rendición de cuentas por la presunta contradicción. El ideario stone predica, para todos los niveles, una especie de dignidad imperial, de la que Jagger, el emperador, puede hacer uso y abuso.

Esos miles de nietos adoptivos de Keith Richards, Ron Wood, Charlie Watts y Jagger tal vez hayan reparado en el detalle de cotejar la imagen de los músicos que estaban tocando para ellos It’s only rock and roll con el video de esa misma canción, de 1974, que transmitía la pantalla gigante. Lo que para cualquier otra banda podía significar una visión retroactiva de la decadencia y la decrepitud, con los Stones parecía ratificar un certificado de nobleza indeleble. Más allá de los pozos y las arrugas inevitables, no había otros síntomas de declinación que denunciaran el paso de 30 años (muchos de los que se apiñaban contra las vallas no habían nacido cuando se patentó aquello de que es sólo rock and roll...). Jagger se burló un poco de todos y de sí mismo cuando, al finalizar la canción, dijo en un castellano cada vez más profesional: “Pasaron ocho años (desde la última visita de la banda); los extrañamos; ESTAN IGUAL...” Más de uno habrá pensado: ¡qué pedazo de hijo de puta!

En medio de la adrenalina que disparaba Rough Justice, Jagger atajaba las remeras que le tiraba la gente y, cada tanto, desafiante, las volvía a arrojar a la multitud. Fuera de guión (es difícil que le vaya a pasar lomismo en Copenaghe) había algo de provocación punk allí, un resabio del peleador callejero que nunca fue. Los pibes intuían que ni siquiera los plomos de la banda terminarían usando esas remeras con mil batallas, pero las tiraban igual, como una especie de ofrenda dirigida al inalcanzable (como esos que llevan porros a las tumbas de Bob Marley o Jim Morrison). La eternidad no tiene un camino único: para algunos el salvoconducto era esa remera; para otros, alcanzaba con un mensaje de texto a la novia que sería testigo, así, de un momento inolvidable.

Cada vez que Richards y Wood se cruzaban con sus inconfundibles riffs de guitarra; cada vez que Jagger se contorneaba y abría bien grande la boca para volver a cautivar con Honky Tonk Women o Brown sugar, parecían avalar y reinventar ese universo stone que, antes y después, se desplegaba con previsibilidad anárquica. “Loco, dame un pesito para el vino, hacelo por los Stones” suplicaba uno, con pañuelito “Beggar’s banquet”, a la salida de la estación Scalabrini Ortiz del ferrocarril Belgrano. No tenía entrada ni calificaba para comprar de última en la reventa. Con su vinito, a cinco cuadras de la cancha, sentía que participaba del ritual. Lo mismo que quienes soñaban (y algunos lo lograron) con entrar de garrón, o los que revendían a metros de la policía en las puertas de acceso; los que cobraban cinco pesos por una gaseosa chica rebajada con agua, los que salían de River en estado de trance y caminaban cuarenta cuadras con destino incierto, los que ponían bien fuerte Sympathy for the devil en el estéreo de la 4x4. La patria stone, generosa y voraz, paseó sus contrastes por un efímero e inolvidable recital de rock, en la noche más caliente del verano porteño.

Más sobre los Rolling Stones en la sección Espectáculos de Página/12.

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Imagen: Daniel Jayo
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