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Jueves, 4 de julio de 2002

LAS HISTORIAS DE MAXIMILIANO KOSTEKI Y DARIO SANTILLAN, LOS PIBES ASESINADOS POR LA POLICIA

ELLOS QUERIAN UN PAIS MAS JUSTO

El miércoles 26 de junio, los dos y otros miles de anónimos militantes barriales sufrieron una brutal cacería policial que casi todos los medios, excepto Página/12, insistieron en camuflar al día siguiente. Con el paso del tiempo, y a partir de contundentes testimonios visuales, la verdad quedó al desnudo: hubo premeditación y alevosía de las fuerzas de seguridad. Mientras se aguarda por justicia, aquí se repasan trozos de vida y sueños de dos pibes del sur del Gran Buenos Aires, fanas de Hermética y Nirvana, que un día decidieron hacer algo por los demás y se jugaron en ésa.

 Por Cristian Vitale



Maximiliano firmaba todos los poemas que escribía con sus iniciales; también dibujaba. Su madre Mabel no lo sabía, pero tenía muchos dibujos: manos entrelazadas, rostros femeninos, laberintos, puertas al infierno, un mapuche, un Guevara, escaleras infinitas, Jesús, un ángel, una serpiente... Maximiliano se levantaba temprano. Tomaba un mate, se ponía un pantalón cinco talles más grande, una gorra negra, un chaleco verde con parches rojos y caminaba, todos los días, 40 cuadras por la vereda del sol (si había). Iba desde su casa de Glew hasta el descampado en donde estaba el barrio Yaya de Guernica. Allí estaba la casa del MTD. Maximiliano pasaba el día ahí, desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde. En la huerta, con las manos aún pintadas de la noche anterior, plantaba tomate y lechuga. Daba una mano en la construcción de un comedor para la barriada. A las 5 recorría el mismo camino hasta la estación, tomaba el tren y bajaba en Lanús para ir a la escuela: estaba en segundo año y lo suyo era el arte. Nunca tenía un peso.
Nadia tiene 18 años y estuvo con él, firme, al frente del piquete. Ella se salvó porque una familia desconocida la metió, llena de sangre, en su casa de Gerli para despistar a los policías que la perseguían. “Lo conocí el 1º de mayo en la estación de Glew –cuenta–. Estábamos con dos chicos y una chica, y se puso a hablar con nosotros. Venía con unas pelotitas haciendo malabares. Le contamos que íbamos a una marcha en Plaza de Mayo y se prendió, como si hubiera estado esperando la oportunidad. La primera impresión fue: ‘¿Qué le pasa a éste tipo?’. Venía, se sentaba, se reía, hacía malabarismos. Era un tipo muy distinto de nosotros... Pero enseguida fuimos descubriendo una personalidad sorprendente; con su andar cansino te transmitía una paz enorme. Hablaba despacio, reservado, pero claro y no decía malas palabras. Era lo que se dice un tierno.”
Nadia, prácticamente, pasaba todas las horas de todos los días con él. Trabajaban juntos en la huerta y comían, si había, si no, tomaban mate. Con ellos estaban los otros compañeros: Andrés de 19 años, un pibe que está por terminar el secundario; Victoria, militante de larga data y alma mater de la agrupación; Héctor, su pareja, un hombre de prominente barba; y Virginia, estudiante de Bibliotecología, de 36 años. Todos ellos, piqueteros. “A la primera asamblea que vino, le dije: ‘Vos, con esa barba, no serás afgano, ¿no?’. Y me contestó: ‘Yo no, pero vos... Vos no andás muy lejos’”, recuerda Héctor sobre el día que conoció a Maxi.
Con el tiempo, Nadia descubrió que lo discriminaban. Por su aspecto, no había mirada pacata que no lo mirara de arriba abajo. Es cierto, siempre iba “desaliñado”. Pero no le importaba. “Tenía amigos insólitos. En el velorio apareció una mujer que solía exigirte en malos términos que le dieras una moneda. La vi, llorando por Maxi, con un ramito de flores. ¡Era amiga suya! Los linyeras, los que dormían en la calle, también lo amaban. A todos sus amigos los había conocido en la estación, en la plaza o en la calle”, reseña Victoria.
De chico, Maximiliano había tenido una educación religiosa por su madre, que era catequista. Tomó la comunión y fue monaguillo en el oratorio de la Obra Don Orione de Claypole, donde pasó toda su infancia. Por ausencia de su padre, tuvo que hacerse cargo de su hermana, Mara, a quien cuidó como una hija. “Quería demostrar que no estaba encima mío, pero lo estaba. Cuando empecé a salir con Diego, mi novio, le dijo que tuviera cuidado o se las iba a ver con él. Era como un angelito que estaba ahí, como sinhacer nada. Pero te cuidaba”, recuerda Mara, de 17 años. Ya adolescente, formó una banda de rock a la que bautizaron él y sus compañeros Vacío Creativo. Maximiliano era el cantante. “Bah... Intentaba cantar –sonríe al recordarlo Mara–, lo terminé gastando muchísimo, pero se notaba que siempre estaba buscando algo distinto.” Cuando tenía plata, le gustaba ir a ver a Todos Tus Muertos o a 2 Minutos. Y adoraba a Nirvana. “Cuando no podía ir a los recitales, se dormía escuchando la Rock & Pop. Y leyó mucho al Che, ahora estaba terminando un libro de Horacio Verbitsky. En verdad, me siento muy orgullosa de mi hijo.”
Una de las últimas mañanas que se lo vio caminando por ahí fue con un tanque. Lo había conseguido para construir un horno y hacer cerámica, pero al enterarse de que los compañeros necesitaban uno igual para hacer pan, lo donó. “Vino pateándolo por la calle de su casa hasta acá. Tardó, pero llegó, él hacía todo tranquilo. A diferencia de la mayoría, disfrutaba cada segundo. Marcaba el ritmo de su vida, se imponía sobre él. Una vez habían traído unas cañas para la huerta. Pero parecía que no servían para nada. El las agarró en silencio, se fue al fondo y cortó cañita por cañita: las transformó en útiles... Era de esos tipos que construía desde otro lugar", dice Victoria. que, por su llegada a la Coordinadora Aníbal Verón, conocía a los dos por igual.
A Maxi se le adjudica también la capacidad de hipnotizar niños traviesos del MTD. Podía pasar horas transformando hojas de árboles en barquitos, y hacerlos correr por una zanja, llevando mensajes inconclusos a un lugar que sólo él y los chicos podían imaginar. O jugar a tirarse bolitas inocentes. “Cuando sentía que molestaba, se hacía a un costado, no quería ser una piedra en el camino. El quería pintar el camino. Pero hace un mes se había cansado de ser un espectador pasivo y quería ser piquetero.” Victoria destraba el momento en el que Maxi se decidió por la acción. Así, el trágico miércoles 26, fue uno de los seis que integró el grupo de seguridad piquetera, el que peor la pasó. Cuando la policía inició la represión, Maxi, que había pasado su vida escribiendo poemas de amor y pintando seres incomprensibles, tiró un par de piedras hacia atrás para contener aunque sea un poco la brutal embestida y ayudar a que sus compañeros escaparan.

 

En el barrio La Fe de Lanús se escucha un grito repetido tres veces. “¡Darío Santillán presente!”, grita al unísono un centenar de personas, dentro del local del MTD Lanús, en la asamblea homenaje a Darío. Hay camaradería, ganas y un encendido clima militante, que parece de los años ‘70. “En aquel tiempo había lucha con conciencia, hoy marginación. Muchos pibes –como yo en tiempos pasados– nos quemamos la cabeza con falopa, porque la sociedad no nos permite pensar. A mi hermano eso le dolía mucho. Le daba bronca y trataba por todos los medios de sacar la droga del barrio.” Leonardo Santillán gritó muy fuerte las tres veces. De golpe, le han quitado a su hermano. Se sintió solo, sufrió mucho, lloró en cámara y fuera de ella. Pero sabe que su misión es cosechar la semilla que sembró Darío en sus siete años de militancia. “Lo fui entendiendo de a poco. Su prédica central era el laburo social, desde abajo, desde donde se empiezan a construir los nuevos valores.” Leonardo entendió por primera vez a Darío cuando, a los 14 años, le pasó las obras completas del Che Guevara: “Sentir la injusticia ajena como propia es un don que pocos tienen. El era uno de ellos: iba al frente siempre, tanto para hacer alguna actividad en el barrio como para resistir. Era consecuente con lo que hacía y decía”.
La preocupación cotidiana de Darío tenía tres ejes fundamentales: el trabajo, la enseñanza y el consejo: “Toda tarea difícil la tomaba como un desafío. En el barrio, muchos pibes están re-mal, a él le preocupaba que se drogaran. El intento era integrarlos, valorarlos, sacarlos de su marginalidad. Su última idea era la Juventud Piquetera. Todo el tiempo pensaba en cómo darle un sentido a la vida de los pibes”, remarca Florencia, compañera de militancia. “Esos chicos se anotan para estar en los piquetes, pero veíamos que podía ser contraproducente. La combatividad sin conciencia no sirve. Por eso, Darío estaba preocupado. Hacíamos dos reuniones por semana –sábado y lunes– para tratar de integrarlos. Incluso logramos que uno de ellos comenzara a filmar con una cámara que nos prestaron. Y así se iban enganchando: uno se ocupaba de la bandera, el otro del bombo, el otro del afiche.”
Darío provenía de una familia, aunque no acomodada, sí de pasar tranquilo. Sus padres, enfermeros del Hospital Argerich, le habían proporcionado la posibilidad de terminar la secundaria sin sobresaltos. Fue la época en que descubrió lo que quería hacer con su vida. Y formó una agrupación llamada 11 de Julio. “Lo conocí cuando estaba en el secundario. Tendría unos 18 años. Estaba en una agrupación de estudiantes de una escuela de Solano, que se llamaba 11 de Julio, porque era el día que se habían juntado. Hacían pintadas y actividades para cada 24 de marzo”, refiere Florencia. Pero el punto de inflexión en su vida fueron los cortes en Florencio Varela, en 1997. “Cuando empezaron a surgir los movimientos de desocupados, a él le parecía que podía estar aportando desde su lugar con la gente de los barrios. Conocimos la experiencia de los cortes de Varela en 1997. A partir de ahí, empezó a ver cómo podía colaborar.”
Un día se fue de su casa –jamás se peleó con los padres– para vivir en la villa de Chingolo. Había encontrado su lugar y su amor allí, Claudia. Un zoom de energía que, de repente, lo convirtió en artífice principal de emprendimientos autogestionarios que le cambiaron el color al barrio:construyeron una guardería, una biblioteca popular (gracias a un terreno donado por un militante muerto en octubre del 2001) y, fundamentalmente, el obrador que da trabajo a todos los desocupados de La Fe. Cuando la militancia le daba tiempo, Darío se dedicaba a la música y al dibujo. Era fan de Hermética y del Cuarteto Cedrón, pero también le gustaban Pink Floyd, Peteco Carabajal y Mozart. “Ultimamente se estaba volcando a la música clásica. De más chico admiraba a Hermética. Nunca dijo nada acerca de las ideas de Iorio, para él era artista y nada más. Lo que no le gustaba mucho era el fútbol: además de ser de madera, decía que era un engaño, un factor de control social para distraer al pueblo. ¿Si tendría que elegir un tema para homenajearlo? Ese de Hermética que habla acerca de dos hermanos (“Evitando el ablande”), uno que se muere y el otro que sigue intentando continuar con sus enseñanzas. Su vida acabó, por principio y solidaridad, pero la mía no. Me estoy formando para seguir lo que él dejó”, detalla su hermano.
Cuando el MTD consiguió la computadora para el taller de educación popular fue una fiesta, cuentan sus compañeros. Darío era el único que sabía manejarla, se sentaba adelante y el resto seguía cada movimiento del mouse. Era como un ritual. Habla Florencia: “Hay compañeros que tienen voluntad de aprender, pero no sabían cómo organizar una planilla. El sabía manejarla y enseñaba. Tenía esa perseverancia que muchos no tenemos. Hay que aguantarse el día a día bajo magras condiciones. Nunca dudaba, a muchos compañeros el día a día los desanima, pero él no tenía dudas sobre lo que estaba haciendo. Yo, cuando me enteré de que iba a estar en el corte, en medio de una situación complicada...”. Florencia hace un gesto como diciendo “pensé lo peor”. Cuando tenía al escuadrón de policía enfrente, en el Puente Pueyrredón, Darío no cambió su actitud. Después de todo, era una consecuencia de su vida: los policías apuntaron, él los miró fijo, levantó el bastón y resistió lo que pudo. Quince minutos después, un policía lo fusiló por la espalda. Precisa Leo: “Antes de militar era un chabón muy decidido. Cuando era chico, había hecho un curso de primeros auxilios y de hecho, cuando lo mataron, no estaba haciendo otra cosa que tratando de curar a un compañero”.

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