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Sábado, 6 de noviembre de 2010

FAN › UN CINEASTA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA: JOSé A. MARTíNEZ SUáREZ Y EL CIUDADANO, DE ORSON WELLES

La Rosebud púrpura de El Cairo

 Por Jose A. Martinez Suarez

Una de mis escenas favoritas de todos los tiempos es la que aparece en pantalla sobre el final de El ciudadano, cuando en un tenebroso galpón la cámara nos hace creer que estamos viendo una ciudad desde la altura. Son los numerosos objetos apilados por Kane a lo largo de su vida. Luego la cámara avanza sobre la boca de fuego donde están arrojando los elementos que consideran innecesarios. Un hombre se acerca y deja, entre las llamas, un trineo que ya habíamos visto anteriormente, pero ahora leemos en su madera, que ya comienza a consumirse, el nombre: “Rosebud”. Es el momento en el que el espectador descubre el significado de la última palabra que susurró Kane antes de morir.

Críticos franceses arguyeron que era una falacia, por cuanto al morir el magnate, se encuentra solo en la habitación, lo cual es cierto. Pero posteriormente el mayordomo (Paul Stewart), en diálogo con el periodista que investiga la muerte de Kane, le informa sobre dicha palabra. Y evidentemente se refiere a la secuencia en la que la mujer del millonario le anuncia su separación. Kane entra en un estado de ira, destroza el cuarto, los sirvientes se agolpan azorados en la puerta, él se tambalea, sale, y al pasar junto al tocador toma la esfera de cristal al tiempo que musita “Rosebud”, mientras se aleja por un pasillo espejado en el que se refleja eternamente.

La historia de dicha palabra, Rosebud, parte de un hecho verídico. Rosebud (pimpollo de rosa), es sabido, era el código que utilizaba Hearst para invitar a su amante, la actriz Marion Davis, a hacer el amor: “¿Cuándo me vas a dar tu rosebud?”. Este dato lo descubre Herman J. Mankiewicz, colaborador de Welles en el guión. Mankiewicz había sido amante de la actriz mexicana Lupe Vélez, amiga íntima de Marion Davis. Lo que más golpeó a Hearst fue, precisamente, esa palabra: ahora el mundo entero sabía de Rosebud, vulnerando su privacidad.

El ciudadano, junto a 8 y 1/2, es una de las dos películas que más veces he visto en mi vida. La primera vez que vi El ciudadano fue para su estreno en el Cine Ideal de la calle Suipacha, en Buenos Aires, función de la que aún conservo el programa. La segunda, en ocasión de un viaje que en aquellos tiempos hacía casi mensualmente a Dolores, provincia de Buenos Aires, pues colaboraba con escritos y críticas cinematográficas en El Nacional, uno de los diarios de esa ciudad. Debe haber sido en el ‘42, yo andaría por los 16 años y me enteré de que en uno de los cines se proyectaba –sin duda, en todas las acepciones de la palabra– El ciudadano. Me habían quedado muchas dudas luego del primer visionado. Recuerdo haber llegado a mi barrio, La Paternal, a tiempo para reunirme con los amigos a la caída de la tarde, en la vereda de un edificio en –aún inconclusa– construcción, sitio de encuentro. Uno de ellos, Ricardo Pezutti, que murió sin saber que su nieto iba a ser arquero de la primera de Racing Club, equipo de nuestros amores, me preguntó, luego de que yo le hubiera contado la película, si la había entendido “porque yo no entendí nada de lo que me contaste”. Le respondí que me había gustado, incluso que me había gustado no entenderla, porque superaba mis capacidades de espectador.

Después fue, por supuesto, una película que seguí viendo continuamente. Si leía la programación de la Cinemateca Argentina para todo el año, y veía por ejemplo que el 14 de junio se iba a proyectar El ciudadano, anotaba esa fecha en la agenda para no dejar de cumplir con ese compromiso. El Negro Sammaritano –inolvidable y querido amigo– la pasaba en el Cineclub Núcleo, por lo menos una vez al año.

Tengo mucha literatura sobre El ciudadano y creo que todas las películas relacionadas con ella. De Greg Toland, su director de fotografía, aprendí el valor que tiene descubrir que los decorados cinematográficos están techados, o que podemos tener a foco un personaje o elemento a 50 cm del lente de la cámara y a la vez otro a 20 metros, lo que se conoce como profundidad de campo.

Al igual que 8 y 1/2, El ciudadano es, esencialmente, una película que tiene que ver todo con mi vida y el cine, que comencé a frecuentar en el sala Dante de Villa Cañás, cuando debía tener cuatro o cinco años, llevado de la mano de mi madre, una cinéfila que nunca supo que merecía esa bella categorización.

Tal vez la primera película que vi con ella y que recuerdo sea Entre los platos del día, un filme en dos rollos de cowboys (a los que los chicos llamábamos convois).

Ese cine, que dependía de la Sociedad Italiana, fue también mi ámbito de juegos. El empresario, don Humberto Bianchi, sólo pasaba películas los sábados y domingos y por el afecto que se tenían su familia y la mía –en un pueblo esas relaciones se dan muy intensamente– yo, con Carlos (a quien llamábamos El Soio), hijo de don Humberto, jugábamos en la casilla, que era como se llamaba a la cabina de proyección ubicada en la terraza. Todavía conservo en las pituitarias ese aroma, ese olor que en aquel tiempo no sabía que se llamaba celuloide y era el soporte del material positivo de las películas.

Mi experiencia con el cine, por fortuna, ha sido única. Hace unos 20 años leí un libro sobre Woody Allen en el que recordaba que al salir del cine en el Bronx, se le hacía imposible creer que afuera de la sala hubiera una ciudad funcionando. Esa misma fue mi sensación la tarde que vi Cumbres borrascosas, por los años ‘40, en el Cine Oeste de la Paternal, que quedaba en la Avenida San Martín entre Fragata Presidente Sarmiento y Paysandú. Salí del cine, era verano, seis de la tarde, el sol caía sobre el oeste y yo parado ahí, en la vereda, junto a un árbol me pregunté: “¿Cuál es la realidad? ¿Estos tranvías, estos autos, estos colectivos, estos ruidos y esta gente que pasa? ¿O Heathcliff gritando en los páramos de Yorkshire por su amada Cathy?”.

He visto muchas películas de esta manera: El halcón maltés, El puente sobre el río Kwai, Los siete samurais, Apenas un delincuente...

Películas que me han producido la sensación de perderme –¿o encontrarme?– en ellas.

El verano del ‘38 al ‘39 –yo acababa de cumplir 13 años–, durante los 100 días de vacaciones en Rosario, vi 700 películas: cuatro cada tarde, tres cada noche. Fue un verano de gloria, pero de aquel momento hasta hoy, puedo decir que no hay ninguna que pueda superar a El ciudadano.

Soy muy afecto a los animales. Y uno de mis grandes, íntimos diálogos internos, me hace sentir lástima por ellos, que no pueden comprender la gloriosa experiencia, más grande que la vida, que depara una sala en la cual se apagan las luces y comienza la función.

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