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Domingo, 9 de noviembre de 2003

PáGINA 3

La ciudad de los muertos

POR LEONARDO MOLEDO
Hubo una época en que el cargo de Director del Cementerio fue codiciado, respetado y temido por todos en el Municipio de Miriápolis, que, como todos saben, queda lejos del mar y por esa razón tuvo siempre propensión a convertirse en una zona de leyenda, al borde de lo real. Lo cierto es que la Dirección del Cementerio llegó a ser el puesto más importante en la Municipalidad. Por aquel entonces, el Director del Cementerio hacía y deshacía a su antojo: era el poder detrás del trono del Intendente Municipal.
Los que conocen la Historia cuentan que en un principio, en épocas en que la Dirección del Cementerio era una ínfima dependencia de la Secretaría de Cultura, nadie daba importancia a una función que se miraba casi como indigna. Pero fue un Director audaz el que dio un giro decisivo a las cosas al conseguir, mediante una hábil maniobra burocrática, independizarse de la Secretaría de Cultura, pasar a la Dirección de Museos y Paseos Públicos y, diez años más tarde, erigirse en dependencia autónoma con rango de Secretaría, con capacidad de dialogar y hasta de enfrentarse con el mismísimo Intendente, ante la envidia y la impotencia del Secretario de Cultura, que tenía que conformarse con administrar un teatro o hacer méritos inaugurando una sala de ballet.
El Director del Cementerio imponía su voluntad. ¡Ay de quien se enemistara con él! Cualquier muerte en su familia terminaría convirtiéndose en una pesadilla difícil de superar. Los velorios podían llegar a prolongarse durante semanas hasta que –mediando alguna dádiva o la intervención de algún alto personaje– el Director concediera la autorización para el entierro.
Pero su poder no se detenía allí. Disponía a su placer del traslado de los ataúdes entre las bóvedas y no era infrecuente que en un solo panteón mezclara a familias mortalmente enemistadas entre sí, creando toda clase de problemas. Los permisos para visitar las tumbas se distribuían según una arbitraria cadena de influencias, y llegó el momento en que una entrada al cementerio se cotizó a precios elevadísimos en el mercado negro, ya que la gente, en forma obstinada, se negaba a olvidar a sus muertos.
Tamaños abusos de poder no tardaron en suscitar una respuesta popular, y florecieron en un tiempo los cementerios clandestinos. Cualquiera que dispusiera de un jardín moderadamente grande se avenía a enterrar a tres o cuatro familias amigas, arriesgándose a la represión más despiadada. La red de cementerios clandestinos llegó a tener una gran extensión –con la complicidad, hay que reconocerlo, de la policía, que por alguna razón estaba enemistada con el poderoso funcionario– hasta que fue descubierta y completamente destruida gracias a la delación de un enterrador. El soplón, según pudo comprobarse más tarde, era empleado del Municipio.
A partir de ese momento, el poder del Director del Cementerio fue absoluto. No había nadie que no temblase en su presencia. El pavoroso funcionario tenía sitios preferenciales en los espectáculos públicos y lugares especialmente reservados para estacionar su auto. El Teatro Municipal le dedicó un palco, de modo que asistía puntualmente al estreno de cualquier obra teatral y hacía palidecer a los actores con sólo mirarlos. No era infrecuente que interrumpiera una representación para anunciar, a través de micrófonos hábilmente distribuidos, la demolición de una bóveda trabajosa, costosamente construida, o la eliminación de una cantidad indeterminada de cadáveres –cuya lista exhaustiva jamás se proporcionaba– con el sencillo expediente de arrojarlos al río.
Con el tiempo, el cargo tendió a hacerse hereditario y la familia del Director del Cementerio pasó a ser la más opulenta del municipio. Se prohibió todo tipo de ceremonia privada o religiosa. Más tarde llegó a impedirse la asistencia a los entierros: los deudos debían despedirse de sus muertos queridos ante los portones custodiados por guardianes fuertemente armados. Nadie sabía lo que ocurría atrás de esos paredones herméticos, lo que dio pie para que se tejieran las historias más fantásticas y horripilantes.
Fue entonces cuando el Director del Cementerio alcanzó el cenit de su poder en el Municipio: las secretarías de Obras Sanitarias, de Energía y de Alumbrado Público cayeron bajo su férula. Ni siquiera pudo sustraerse a su influencia la propia Secretaría de Cultura, cuyo titular pasó a ser un funcionario de segunda categoría. El Director dejó de aparecer en público; su figura adquirió perfiles remotos y reverenciables, con grupos armados que le obedecían y se encargaban de su custodia personal.
Un asunto casual, según algunos –un asunto celosamente preparado, según otros, por la resistencia clandestina–, fue el que llevó a un Director al enfrentamiento fatal con un Intendente particularmente poderoso. El motivo: el traslado de un muerto remoto. Un incidente en apariencia banal, cuyos detalles nunca trascendieron a la opinión pública.
Lo cierto es que, al dar el Intendente una respuesta drástica al poder del funcionario y abolir lisa y llanamente la Dirección del Cementerio, subsumiéndola en la Secretaría de Artes y Vías Navegables, la fuerza pública no fue suficiente para doblegar al implacable Director y se requirió la intervención de los más altos poderes del Estado nacional. La población asistió azorada y ausente a la lucha sangrienta, hasta que con el triunfo del Municipio todo volvió a la normalidad, no sin antes dar pie a un breve período de precario y audaz libertinaje en el que cada uno podía enterrar a sus muertos como y donde quisiera.

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