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Domingo, 7 de marzo de 2004

PáGINA 3

Un hombre importante

 Por Leonardo Moledo

Una vez asistí al cumpleaños de un hombre importante. Había sido ministro o algo así. Estuve de pie junto a la mesa cuando se realizó el primer brindis, muy serio y circunspecto pero, en el momento de levantar las copas, derramé el champagne sobre el mantel. Un criado impecable se apresuró a limpiar, pero el hombre importante frunció imperceptiblemente el entrecejo. Después de este episodio me aparté a un rincón, tratando de pasar inadvertido. Habría querido irme, pero no podía hacerlo; en realidad estaba allí porque quería hablar con el hombre famoso para que me diera una recomendación. Sentí pánico, pensando que el pequeño error que había cometido podía arruinar mi carrera para siempre.
Dos mujeres jóvenes pasaron cerca de mí, hablando animadamente. Una de ellas decía: “Es que ahora hay que tener en cuenta las nuevas disposiciones”. La otra contestó: “No será para tanto”, y se dio vuelta buscando a alguien que confirmara su afirmación. Me miró de arriba a abajo y yo dije: “No, claro, no ha de ser para tanto”. La primera de las mujeres me dirigió una mirada que a todas luces significaba: “¿Quién es usted para contradecirme?”, y se alejaron. En ese momento estaba ya decidido a irme, pero mi amigo –el que me había llevado a esa fiesta– me tomó del brazo diciéndome: “El funcionario está disgustadísimo por lo que ocurrió durante el brindis, y por ahora no quiere hablarte. Además dio órdenes para que no te dejen salir de aquí”.
Era humillante estar a merced de otra persona, a quien casi no conocía, pero pensar en su importancia me producía cierto alivio. Me quedé sin moverme en un rincón, y cuando algún criado se acercaba con una bandeja ofreciéndome algo, negaba con la cabeza, sin estar muy seguro de si tomar algo o no era lo mejor para ganar nuevamente los favores del funcionario. Al rato, vi que él se detenía, en medio de un corrillo en el que estaba explicando no sé qué cosas, y me miraba fijamente. Todos sus interlocutores se volvieron hacia mí, y yo no pude resistir esas miradas que me ponían en descubierto; entonces, con pasos muy cortos fui hacia un corredor que se alejaba del gran salón. Mientras caminaba, sentía la mirada del funcionario clavada en mi espalda. Llegué a un vestíbulo adonde se abrían dos puertas, crucé una de ellas, y me encontré en una pequeña habitación donde había tres grandes divanes y una pequeña mesita con adornos. Me senté en uno de los divanes y pensé con amargura en el pequeño error que me había granjeado para siempre la enemistad del funcionario. Sin darme cuenta, me quedé dormido.
Me despertó mi amigo, sacudiéndome un hombro: “Hombre, ¿qué cosa nueva hiciste ahora? El Gran X estaba dispuesto a recibirte (todos lo llamaban el Gran X porque nadie conocía su nombre verdadero), pero ahora con esto, con esto...”. Yo intenté disculparme, pero leí desprecio y desilusión en la cara de mi amigo, como si mi comportamiento hubiera traicionado de alguna manera irremediable su confianza. En ese momento entraron dos criados, que me condujeron primero por un corredor, y luego escaleras abajo y me introdujeron a través de una puerta de madera, con el pestillo ligeramente falseado, en la cocina. Allí me señalaron un banquito, cerca de una mesa donde se apilaban montones de harina, y me ordenaron que me sentara.
En la cocina de la gran mansión, y pese al movimiento, reinaba el mismo silencio que emanaba del Gran X. Ya pensaba que mis esperanzas de conseguir una palabra del funcionario se habían esfumado por la serie de inexplicables errores que había cometido, pero no pude menos que reconocer que en verdad, cuando me recosté, tenía verdaderamente mucho sueño. Y hambre, porque desde mi llegada no había probado un bocado por temor a una nueva equivocación, pero no me atreví –aunque tuve el repentino impulso de hacerlo– a tomar un puñado de harina o un pedazo de carne a medio cocinar de los que estaban sobre la mesa y llevármelo a la boca. La cocinera, una gorda afable y maternal, se me acercó y me acarició lacabeza. “No me extraña que haya tenido problemas con el Gran X –me dijo-, todos los tienen.” “En verdad, no resulta muy simpático aquí”, agregó, haciendo un amplio ademán que abarcaba la cocina, y todos se detuvieron a mirarme, haciéndome sentir tan incómodo como cuando las miradas del Gran X me habían obligado a abandonar el salón. Pero de todas maneras, la cocinera me asignó la tarea que le pareció más humillante: me puso ante una pileta y me indicó que lavara los platos con los restos de comida que provenían de arriba, para que pudieran ser utilizados nuevamente. Me aboqué a la tarea, tratando de complacerla, pero mis dedos son torpes, y cada tanto dejaba resbalar un plato que se hacía trizas contra el fondo de la pileta. La cocinera sacudió la cabeza y me ordenó que ayudara a los que sacaban los residuos para depositarlos en la puerta trasera. Cargué un pesadísimo tacho y seguí a dos mozos vestidos con ropas de fajina hasta una puerta disimulada detrás del horno, donde hacía un calor tremendo. Cuando salí al aire libre, deposité el tacho en el suelo y me recosté sobre una pared, agobiado por el esfuerzo. A partir de la puerta, se extendía un inmenso baldío, y junto al umbral terminaban las vías de un ferrocarril, algo herrumbradas, de otrora. Dos hombres harapientos se acercaron y revolvieron el tacho que yo había dejado, sacando algunos bocadillos y restos de tortas. Seguí a los dos hombres hasta un extremo del baldío, pero cuando les pedí una parte de lo que habían obtenido, se negaron. Entonces les ofrecí mi reloj, y me entregaron a cambio un suculento sandwich, que había sido mordido a lo sumo dos veces por unos dientes levísimos, tal vez los de aquella mujer que había dicho “no será para tanto”, y que de alguna manera había sido mi amiga.
Me senté en el pasto y saboreé mi comida con verdadera satisfacción. Por un momento se me ocurrió que tal vez, desde una de las ventanas del piso alto, el Gran X me estuviera observando, pero en ese momento no me importó en lo más mínimo.

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