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Domingo, 6 de marzo de 2005

PáGINA 3

Ante la ley

“Una vez mi padre me dio un consejo
que nunca pude olvidar: ¡También los
paranoicos tienen enemigos!”
Ricardo Piglia, Prisión perpetua

 Por Claudio Zeiger

¿Cuántas veces deberá arder en el infierno la plata quemada de Ricardo Piglia? ¿Cuántas veces más deberá comparecer la Letra ante la Ley para desagraviar a los ciudadanos que participan de los concursos literarios, de esa lucha en la que alguien decide qué es bueno y malo en la literatura, qué vale cincuenta mil, treinta mil o diez mil? ¿Tiene precio la literatura? ¿Es un concurso literario una licitación? ¿Tienen enemigos los paranoicos?

Los premios. ¡Ah!, los premios. Siempre son un problema. Si un escritor gana muchos, empieza a quedar sepultado bajo el bronce y la sospecha, y además se inoculará en él el veneno de mayor circulación del mundillo literario: la envidia. Si los rechaza como Sartre al Nobel, pero ¿quién se cree que es? ¡Si no lo quiere, que igual agarre la plata y la reparta entre los pobres!, gritarán los indignados. Lo que pasa, amigos, es que los premios (los transparentes y los que no lo son) tienen la mala costumbre de poner al desnudo la relación entre la literatura y el dinero. Algo que Piglia sabía perfectamente: no por nada tituló su novela como lo hizo, del mismo modo en que Saer llamó La ocasión a la novela que ganó el Premio Nadal. Pareciera que hay algo obsceno en eso y la obscenidad suele alarmar a los austeros.

En diciembre de 1997, la extinta revista trespuntos tildaba a Plata quemada como “La novela del fraude”. El periodismo descubría “corrupción en la literatura” y por supuesto se rasgaba las vestiduras por descubrir que un escritor, un artista, en fin, podría ser una personalidad más bien vidriosa (como si nunca hubiesen oído hablar de, por ejemplo, Céline o Genet). ¿Qué iba a decir la gente? Lo cierto es que a Piglia lo trataron como a Yabrán, de moda en ese momento. Afiches con su caricatura como si fuera un reo. Interrogatorios. Tanto ayer como hoy, con el reciente fallo de la sala G de la Cámara Civil, cabe quizás pensar que Piglia se equivocó al presentar la novela al Premio Planeta de entonces. La verdad, yo (no sé usted) no soy nadie para juzgarlo. Soy periodista y escritor. Como periodista, en aquel entonces, sentí bastante vergüenza ajena por esas vestiduras rasgadas y lloriqueos bobalicones que pretenden que un escritor debe ser Heidi. Y como escritor, que no era entonces, creo que lo peor que uno puede hacer cuando alguien le gana, mal o bien, es ofenderse, sentirse perjudicado como esos ciudadanos que en las películas gritan “¡Yo pago mis impuestos!”, esos ahorristas que se creen patriotas que jamás especularon, uno de esos buenos abuelitos italianos.

Lamentablemente hay que decirlo: ni los Reyes Magos existen (en la vida real; en la literatura sí existen) ni la literatura es democrática. La “igualdad de condiciones” en un concurso o cualquier otra instancia editorial (empezando por la publicación en sí) es una quimera quizás no tan deseable. Hay que decirlo: un concurso no es una licitación. Fui jurado de preselección en varios concursos y puedo atestiguar que no se trata de entrar a opinar sobre lo mejor o lo peor, las modas o los gustos personales. La cruda realidad es que la mayoría del material presentado no cubre un mínimo de condiciones para ser tenido en cuenta. La idea de que detrás de una novela ganadora queda un tendal de Borges por el camino es un verso.

Desde luego, se puede argumentar que los matices del caso Nielsen vs. Piglia son otros, y yo no lo negaría. La novela de Nielsen llegó a finalista. Quizás estuvo cabeza a cabeza con Piglia y otras buenas novelas. El se sintió perjudicado en su buena fe, ofendido. Lo cierto es que Nielsen cree en los premios. Y esa fe, aparentemente, lo llevó a la desilusión y luego a la decisión de recurrir a la Justicia.

El hecho de que un escritor deba comparecer (y ya van dos veces en el caso de Piglia) ante la ley da la impresión de que estamos en los umbrales de la “judicialización” de la literatura. Algo extraño. Las editoriales muchas veces sufren juicios por libros periodísticos o de no ficción. La judicialización de Plata quemada suena más bien raro. Primero porque ofendía a una persona aludida en el libro, después porque ofendió a otro escritor. Es como si algún ultra que nunca falta se sintiera ofendido por ciertas escenas subidas de tono de la última novela de Nielsen y, bueno, ahora que está de moda llevar a la literatura a la corte, por qué no intentar hacer un escandalete. Parece esa moral pequeño-ciudadana a la que le cae simpático que un poeta sea maldito, pero cuando te vomita en la falda llamás a la policía: ahora la gente no quiere leer novelas de concursos poco transparentes, y que no vaya a ganarlo nunca más el sobrino del doctor del señor del jurado, ¿eh?

Bien mirado, hay algo positivo: los que se escandalizan porque la corrupción de la política llegó a la cultura se pueden ir dando por enterados. Sí: las Bellas Letras no son tan bellas. Sí, amigos; inclusive hay escritores que no quieren a su mamá y algunos que ni siquiera se bañan todos los días. ¿Y saben qué? Eso no los hace ni mejores ni peores escritores. Como, a decir verdad –y Piglia lo sabe mejor que nadie porque lo ha dicho–, un premio literario no te hace ni mejor ni peor escritor. Un enemigo no te hace más o menos paranoico. Los concursos, los premios y la plata (quemada) de los premios, al igual que las novelas, no son más que ficciones.

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