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Domingo, 6 de marzo de 2005

MúSICA > EL NUEVO DISCO DE MARíA BETHâNIA

Vinicius nâo tem fim

“Todo en ella es combustión”, dijo Vinicius de Moraes en 1965, cuando la conoció. Ahora, celebrando sus cuarenta años de carrera, una María Bethânia en su mejor forma devuelve el piropo con Que falta vocé me faz, un disco-homenaje en el que versiona los clásicos tristes del gurú de la bossa nova.

Por Sergio A. Pujol (desde Río de Janeiro)

La ciudad está empapelada con María Bethânia y Vinicius de Moraes. En esos rostros tan queridos, Río de Janeiro celebra una historia que permanece. Ella tiene 17 años y acaba de llegar de Santo Amaro para reemplazar a Nera Leâo en Opiniâo, un recital de protesta en el cénit de los ’60. Él es famoso, trocó el oficio de diplomático por el de poeta y, con camisa arremangada, se pasa horas contemplando el mar desde la playa de Ipanema. Ella lo admira, pero a la vez conspira desde un tropicalismo en cierne.

La foto, seguramente tomada por el hijo de Vinicius, captura un momento de intimidad musical, del que tal vez pueda sospecharse alguna derivación o extensión. María toca la guitarra y Vinicius escucha. Ninguno canta, aunque se intuye que la canción está presente en la foto, la sobrevuela. Tal vez ella esté tocando la introducción, o quizás él acaba de cantar la primera parte. Ella tiene el pelo recogido y una belleza poco convencional, discutible. Se la ve algo tímida, pero decidida a tomar la posta, a componer ella su propia historia. Ese Vinicius en segundo plano, de expresión evocativa, es un hallazgo arqueológico de 2005: está como esfumado, viviendo por adelantado su destino de fetiche cultural. Es la imagen ideal para una retrospectiva.

La foto del afiche que promociona los conciertos del Canecâo es la misma que ilustra la tapa del disco. Río está de fiesta en su post-Carnaval. El 24 de febrero, y por tres noches más, María Bethânia presenta Que falta vocé me faz, un álbum con canciones de su padrino, el gurú de la bossa nova. Después de la euforia del Sambódromo llega la expresión melancólica de aquellas canciones de tristeza sin fin y alegrías fechadas. Después del sentido colectivo de las escolas bailando sin desfallecer ante las cámaras de la tele, llega la expresión individualizada, la cantora número uno de Brasil, que interpreta, preferentemente, fuera de la tele.

Los diarios le dedican notas previas: imposible no enterarse de este recital, al que Bethânia ha decidido llamar Tempo, tempo, tempo, tempo, acudiendo así a una canción de su hermano Caetano. Ella dice que quiere festejar 40 años con la música, con los escenarios. Y la elección de Vinicius sintetiza mejor la idea. Aunque en el Canecâo el balance no sea del todo claro –¿es un recital para presentar el disco o un repaso por su carrera?–, el material grabado resulta contundente. Aguarda a sus oyentes en la vidriera de Modern Sound –ese paraíso de melómanos en plena Copacabana– y dialoga de modo extemporáneo con otros homenajes. (Por ejemplo, el que le hiciera en el ’63 Elizete Cardozo al grabar Elizete interpreta Vinicius, disco que compró usado un par de horas antes del recital para compararlo con el nuevo de Bethânia: la oportunidad daría para un cuento breve, pero me contengo.)

Versiones

María Bethânia está en su mejor forma. Nunca cantó tan bien. Con arreglos de su viejo amigo Jaime Alem, el cd produce un efecto sobrecogedor. Predomina la idea de una ascesis sonora, sólo contravenida en algunos temas con cuerdas. Dirigidas por el argentino Jorge Calandrelli, las cuerdas funcionan como pedal –notas mantenidas en el tiempo– o como entradas a los temas, breves introducciones que nunca darán sensación de lujo o fastuosidad. La guitarra de Alem –así como la del notable Víctor Biglione en las versiones más despojadas– sostiene sin alardes toda esa riqueza armónica de la bossa nova creada por Tom Jobim, pero no sólo por él. Los nombres de Baden Powell y Carlos Lyra también figuran entre los parceiros de Vinicius.

De cualquier modo, el toque original de este disco reside en acentuar la poesía por sobre la música. O mejor: asimilar toda la arquitectura musical a las palabras. Por eso el disco se subtitula “Músicas de Vinicius de Moraes”. Al principio, el subtítulo molesta un poco. ¿Músicas de Vinicius? Después de la audición se comprende mejor: las imágenes del Poetinha habitan la música de “Modinha” o “Bon día tristeza”, pero también el monólogo de “Orfeu”, que Bethânia dice casi en un susurro, sin amaneramientos ni declamación.

En todo momento, tanto en el disco como el show, la cantante (los brasileños prefieren hablar de cantora) hace que la música empiece y termine en su voz. No es que los arreglos no sean imaginativos –la sección de tambores en “Mulher sempre mulher” es formidable–, sino que evitan las digresiones y paráfrasis instrumentales. No hay solos ni batidas de guitarra que sobresalgan o sugieran caminos más abstractos que los planteados por esas letras panteístas y amorosas. Esto no significa que el disco suene mal; al contrario: suena perfecto. Pero suena literario y empuja al oyente al cuadernillo, a las letras de Vinicius. Y Vinicius también habla: su voz se escucha en “Poética” y, hacia el final, en “Nature boy”, una canción norteamericana a la que el poeta puso letra portuguesa. (A propósito: a Vinicius siempre le gustó el fox-cançâo. En su juventud, mucho antes de la bossa, supo escribir y adaptar unas cuantas canciones norteamericanas, en colaboración con Irmâos Tapajos. En la librería Argumento de Leblon encuentro un libro con fotos de Vinicius. Ahí están todos los Vinicius, incluso aquel del jazz y el fox y aquel otro que tradujo a Henry James.)

Esa voz

María Bethânia asegura haber aprendido a cantar, finalmente. Siempre lo hizo bien –“Todo en ella es combustión”, señalaba Vinicius en aquel primer encuentro del 65–, pero ahora aprovecha mejor los recursos de su tesitura –su rango es más bien ajustado– y trabaja su increíble expresión de modo acaso más sutil, sin por ello sacrificar esa marca teatral tan suya. Tanto en el escenario como en el estudio de grabación, Bethânia deja que las letras hablen (punto en el que se distancia claramente de la escuela más fluida y virtuosa de Elis Regina), pero ciñéndolas con firmeza y sin ornatos. Curiosamente, su voz es vibrante sin vibrato.

En “A felicidade”, el momento más luminoso del disco y la gran felicidad del recital, María se toma alguna libertad formal (el comienzo causa extrañeza al arrancar por la mejor parte) y canta cada estrofa como si se tratase de una canción autónoma, generando así una impresión de amalgama, de serie de temas unidos por un cierto carácter. La letra, claro, es bellísima, de las mejores de Vinicius: “A felicidade é como a gota/ De orvalho numa tétala de flor/ Brilha traquila/ Depois de leve oscila/ E cai como uma lágrima de amor”. Luego, como sabemos, “Tristeza nao tem fim/ Felicidade sim”. Una pena, pero así es la vida. Vinicius supo mejor que nadie –incluso mejor que el desencantado Noel Rosa– revelar en forma de canción el doble fondo de la alegría brasileña.

Ferreira Gullar decía que María Bethânia “canta por todos nosotros”. Se entiende la idea, pero podría decirse que, esta vez, María cantó por Vinicius, especialmente. Dejó un poco de lado la estética bahiana, su devoción por los orixás y las mezclas del tropicalismo y se sumergió en la bossa. A la salida del Canecâo, la gente seguía cantando suavemente “Tarde em Itapoâ” y “Samba da Béncao”. No podría afirmar que el disco es mejor que el recital. Sí que es redondo: una esfera con la cara de Vinicius. El recital, en cambio, fue una fiesta de la Bethânia: María es un poliedro que da fiestas de vez en cuando, y las del Canecâo, según dicen, son las mejores.

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El toque original de Que falta vocé me faz reside en acentuar la poesía por sobre la música. O mejor: asimilar toda la arquitectura musical a las palabras. Por eso el disco se subtitula “Músicas de Vinicius de Moraes”.
 
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