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Domingo, 11 de enero de 2015

EL DOS CARAS

PERSONAJES Se estrena Una noche en el museo 3 y quizá lo más relevante de la película es que se trata de uno de los trabajos póstumos de Robin Williams, el gran comediante que exactamente hoy, hace cinco meses, se suicidó. Desde Mork y Mindy hasta Buenos días Vietnam y La sociedad de los poetas muertos, pasando por las poco vistas películas en las que actuó los últimos años de su vida, Williams fue amado y odiado; admirable e irritante, su estilo de comedia que alternaba el frenesí y el sentimentalismo en una especie de bipolaridad enloquecida resultaba genial y delicioso en ocasiones, pero en otras causaba rechazo. Ahora, que su muerte lo ha alejado de las pasiones y los críticos, es el momento de valorar su talento único, su condición de icono generacional y su don irrepetible para la comedia.

 Por Mariano Kairuz

Hubo un momento, en la última parte de los ’90, en el que se puso de moda, entre la crítica de cine, detestar a Robin Williams: odiar su unipersonal de morisquetas e imitaciones irrefrenable, sólo interrumpido por su sentimentalismo o por su tendencia más reciente y en apariencia forzada a ponerles la jeta a personajes más oscuros.

Es innegable que parte de ese estilo arrasador que irritó a muchos provino de aquello que originalmente fascinó a muchos más. Para una generación, la de quienes hoy andan entre los 30 y muchos y 40 y pico, Williams fue primero Mork, de Ork, el alienígena de la sitcom Mork & Mindy, que llegó a la Tierra para observar, estudiar e imitar, y que terminaba aprendiendo buena parte de lo que sabía acerca de la humanidad a través de la televisión. En las cuatro temporadas del programa, Robin McLaurin Williams (Chicago, 1951 - San Francisco 2014) se convirtió en una superestrella; en el “rey de la improvisación”, al que los guionistas del programa le daban espacio para incorporar parte de sus alucinantes rutinas de stand-up, que en 1987 trasladaría también a su personaje en Buenos días, Vietnam –la actuación por la que obtuvo la primera de sus cuatro nominaciones al Oscar–, un monologuista vertiginoso zambullido en una secuencia continua, y asociativa como el fluir de la conciencia, pero no el de cualquier conciencia, sino el de una conciencia acelerada y químicamente sobrestimulada. Para sus fans ya convencidos, eso convirtió a la película en una experiencia insuperablemente divertida sobre un tema siempre difícil; para otros, fue el one-man-show de siempre en nuevo envase. Cuando una década más tarde finalmente ganó un Oscar por su papel secundario en En busca del destino (Good Will Hunting), la película de Gus Van Sant que hizo famosos a sus guionistas y coprotagonistas Matt Damon y Ben Affleck, sus detractores ya llevaban un tiempo hablando del Williams forzosamente “contenido” de algunos films.

Hoy mismo se cumplen cinco meses desde que se suicidó, colgándose en su casa de San Francisco tras lo que su viuda (su tercera esposa, Susan Schneider) definió como “una larga lucha contra la depresión y el diagnóstico de unos primeros síntomas de Parkinson de los que aún no estaba listo para hablar públicamente”; y desde este mismo fin de semana puede verse en los cines locales Una noche en el museo 3, la primera de cuatro películas póstumas; una que no será especialmente memorable pero seguramente sí –como las dos anteriores de la saga– uno de sus últimos éxitos masivos de público, y también una que le guarda un espacio significativo, que habla del aprecio que le tenía la comunidad de comediantes de Hollywood, los de su generación y los que vinieron un poco después. Decenas de estrellas que declararon públicamente (bueno, en general por Twitter) haberse sentido shockeados por la noticia de que un hombre que no sólo nunca había ocultado sus múltiples sufrimientos y amarguras al mundo sino que los había empleado abiertamente para darles forma a sus actos de comedia, riéndose de sí mismo a cada paso, finalmente no había podido encontrar terapia alguna en su inagotable sentido del humor, y dijo: basta para mi.

EL UNICO ALIENIGENA EN LA SALA

A fines de los ’80 o principios de los ’90, cuando Williams alcanzaba el pico de su popularidad, alguien en la revista Humo(R) lo definió como un actor que “no interpretaba personajes sino a actores”. En su reseña de El pescador de ilusiones, el crítico Aníbal M. Vinelli escribió (la cita es de memoria, pero era algo así como que) era el único actor capaz de pasar de la comedia a la tragedia sin solución de continuidad, en hacer la transición una y otra vez en el interior de una misma escena; lo cual funciona como un elogio de doble filo; el perfil de un talento esquizoide que maravilla un momento y puede llegar a irritar al siguiente, y sencillamente saturar por acumulación. Pero no se puede negar lo evidente: que lo que hacía Williams era único, y cuando fue como invitado al programa de James Lipton Desde el Actors Studio, en 2001, volvió a montar, como era de esperarse, un show como los que hizo con mucho éxito en el Metropolitan y en Broadway y que trasladó a tantos de sus personajes, sin por eso dejar de permitirse pequeños momentos de tranquilidad que le alcanzaban para dejar perfectamente claro, en unas pocas palabras, que era muy consciente de eso que hacía y de lo que eso que hacía podía llegar a provocar en otros. Y también del precio que se paga por pasar tanto tiempo en la vida en modo “encendido”. “Esto mismo –decía, sentado en el escenario de Lipton, frente a un público herniado de la risa, refiriéndose a su vendaval de voces e imitaciones–, cuando la risa del otro lado no aparece, puede ser duro.” Los múltiples personajes, contaba, habían sido su manera de combatir una infancia solitaria; el humor, la estrategia para ganarse a su madre cuando la tenía cerca, y para evitar seguir siendo el gordito al que todos burlaban y empujaban en la escuela primaria, cuando no encontraba un lugar ni entre los deportistas ni entre los nerds. Su estilo demente fue estimulado por sus profesores cuando empezó sus estudios de teatro en los años ’70, y un docente de la prestigiosa escuela de Juilliard lo alentó a que abandonara y se dedicara a explorar el universo del stand-up, diciéndole que no había nada que pudieran enseñarle ya en las aulas. Pero fue justamente cuando se encontró de pie en los escenarios de los comedy clubs, liberando sus personalidades múltiples frente a un público no siempre expresivo y en medio de un ambiente competitivo, que enfrentó algunas de sus experiencias más arduas: un traspié, un silencio demasiado prolongado del otro lado podía sumir una de esas cadenas psicóticas que fueron la marca de Robin Williams en un profundo ridículo, la humillación y la desazón. Alguna vez Williams dijo que empezó a tomar cocaína –el primero de los grandes “temas” que puntuaron su biografía pública y que él no dudó en integrar a su discurso abierto sobre sí mismo– para afrontar el estrés de esas situaciones; sin embargo, su etapa dura de cocainómano llegó con la fama internacional que le trajó Mork & Mindy. Pero no, aclaraba, el estilo hiperkinético y verborrágico no era producto de la cocaína sino un invento suyo; la cocaína, por el contrario, había empezado a servirle para asimilar el éxito.

El personaje de Mork lo había obtenido en un casting al que se presentó sin grandes expectativas. El casting era idea de Garry Marshall, productor y guionista de la sitcom ambientada en los años ’50 Los días felices. Necesitaban un extraterrestre para un único episodio, y Williams entró haciendo lo suyo: lo invitaron a tomar asiento y se sentó de cabeza. “Fue el único alienígena que se presentó”, dijo Marshall, y lo contrató en el acto; el episodio tuvo un rebote enorme, y menos de un año después le había creado su propia serie. Dos años más tarde, Mork era la estrella de todas las fiestas de Hollywood: “Te ofrecían todo: mujeres, merca –dijo–, y la cocaína empezó a ser el medio que encontré para tranquilizarme un poco; no para hablar como un loco al estilo Mork, sino para poder permanecer callado.” Un día en 1982 llegó al set de la serie –que grababa su cuarta y última temporada– y se enteró de que su amigo John Belushi, una bestia de vitalidad y gracia a quien había visitado brevemente la noche anterior, habia muerto de sobredosis. Este incidente, sumado a su inminente paternidad (“y el Gran Jurado también ayudó”, decía) lo llevaron a dejar, del todo, por su cuenta; y hasta su muerte dijo que nunca más había tomado drogas, pero sí tuvo dos grandes etapas de alcoholismo, la primera originada en el frío y la soledad durante el rodaje en Alaska de Insomnia (Noches blancas, 2002, donde compuso a un oscuro villano para Christopher Nolan); la última lo llevó a rehabilitación el año pasado.

De algún modo, y aunque de esto parecía hablar menos directamente que de sus otros problemas, uno de sus mayores demonios acaso fue el de ser o no ser aceptado, por el gran público y la crítica. Su carrera fue una montaña rusa.

INTERPRETAR A UNA PUERTA

Su carrera en el cine se inició con Popeye (1980), que a pesar del talento involucrado (la tira de Segar adaptada por el humorista Jules Feiffer, la dirección de Robert Altman, la producción de Robert Evans y la música de Harry Nilsson) fue un tremendo despropósito, y sin embargo ofrecía el tipo de desafío que solo Williams –en plena popularidad de Mork– podía afrontar: el de convertirse en una caricatura capaz de mantener la simpatía y el foco mientras habla y hasta canta con unas prótesis deformes en los brazos, un ojo permanentemente cerrado y la pipa casi todo el tiempo en la boca. En los ’80 también hizo El mundo según Garp (1982), no del todo recordada pero en general bien recibida adaptación de la novela de John Irving, y la muy buena Moscú en Nueva York (sobre un músico ruso que desertaba, en los años previos a la Perestroika), pero la mayoría de sus comedias no trascendieron. Fue recién con Buenos días, Vietnam (1987), donde Barry Levinson le dio pista para improvisar febrilmente, que los personajes parecieron empezar a buscarlo, a adaptarse a él. Con La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir, empezó a decirse aquello de que algunas películas eran buenas “a pesar suyo”. “Primero dijeron que en una película estaba contenido, en otra más contenido que de costumbre. En la próxima voy a interpretar a una puerta. Y en la siguiente, un agujero negro”, decía Williams asimilando la crítica con su humor habitual, pero notablemente molesto con la idea de que a él era necesario “contenerlo”. La película fue una suerte de hito generacional y el “Oh Captain My Captain” con que los estudiantes despedían al profesor en la película fue la frase que usaron muchos fans –incluidas actuales estrellas de Hollywood que vieron la película en su adolescencia– para despedir al actor el año pasado.

La secuencia de películas que componen Despertares (en la que interpretó a Oliver Sacks), El pescador de ilusiones (de Terry Gilliam, en la que hizo de un hombre trastornado por la tragedia, y que sin embargo conserva un optimismo vital, ese rasgo reiterado en sus personajes –la mejor cara ante la adversidad– que enervaba a muchos de los detractores del actor), Hook, y hasta Papá por siempre (Mrs Doubtfire, la del padre divorciado que se traviste para hacerse contratar como niñera de sus hijos), Jumanji y La jaula de los pájaros (remake de La jaula de las locas) son la parte más exitosa de su carrera, porque no sólo fueron éxitos enormes de público sino que todas apelaron a esos aspectos específicos de su personalidad. En todo ese tiempo, fue una película de animación la que puso su talento al descubierto como ninguna otra: con Aladdin (1991) Williams inauguró el empleo de estrellas reconocidas en películas animadas, pero lo suyo, prácticamente liberado a sus propios instintos, como el genio de la lámpara de Aladino fue inimitable. “Mis dibujos animados favoritos siempre fueron los clásicos de la Warner”, le dijo Williams a Lipton, y parece obvio: Bugs Bunny como el mejor antecesor de su energía desenfrenada, liberada en mil voces y gestos, moviéndose como un demente y mareando a su interlocutor hasta tenerlo atrapado en su red. “Y Aladdin era como un dibujo animado de la Warner, disfrazado de Disney.”

El fracaso comercial de algunas producciones grandes que siguieron por esos años –caso de Juguetes, que lo reunió con Barry Levinson, o de Jack, de Coppola, dos vehículos para el niño-en-cuerpo-de-adulto que llevaba a todos lados; o de El hombre bicentenario– tal vez marcaron el agotamiento de un sistema que supo arder con fuerza pero dependía de la energía de un solo hombre. También hubo algo, inevitable, de recambio generacional: cuando apareció Jim Carrey enseguida se lo consagró como su relevo y pareció ser el tipo destinado a quedarse con sus papeles. En 2002 Williams estrenó una gran película, no del todo vista, sobre estos relevos generacionales forzosos, en la que un animador infantil intenta liquidar a su joven reemplazante (Edward Norton): Maten a Smoochy, dirigida por el gran Danny DeVito. Pero si es cierto que la juventud cotiza en Hollywood y que de los 30 a los 50 una supernova puede convertirse en agujero negro, Williams no escupía veneno sobre el trabajo de comediantes más jóvenes; alguna vez sí dijo, cuando se lo mencionaba para hacer de El Acertijo en el tercer Batman de Nolan, que “sería muy difícil superar lo que hizo Heath Leadger con un villano, y de todas maneras la serie Batman ya me jodió dos veces: me ofrecieron el Guasón y se lo dieron a Nicholson, luego me ofrecieron El Acertijo y se lo dieron a Jim Carrey”.

Williams se volvió particularmente antipático para la crítica con papeles que de alguna manera parecieron tocar la misma tecla de personajes que antes había hecho con éxito el payaso indoblegable que mira con optimismo en la cara de la tragedia, particularmente Patch Adams, y el drama sobre el Holocausto, Jakob the Liar (Una señal de esperanza), aunque la verdad es que ahí estaba en su modo, ejem, “contenido”. Pero a principios de este siglo, con 50 años, Williams aseguraba sentirse mejor que nunca: “Tuve mi crisis de la mediana edad cuando tenía unos 30 años, y la superé. Cuando cumplí 50 me dije: es el mejor momento de tu vida, literalmente. Llegaste a un punto en el que ya no es una lucha. El propósito es seguir trabajando, encontrar papeles interesantes y a mi edad obviamente es más fácil para los hombres que para las mujeres. Y, ey, los papeles de reparto son tan interesantes como los protagónicos”.

Una actitud que explica la lista de películas pequeñas y poco vistas (Retratos de una obsesión, The Night Listener, la rarísima The Final Cut, World’s Greatest Dad, House of D), y también de algún modo su participación secundaria pero significativa en la serie de películas de Una noche en el museo, que están dirigidas por Shawn Levy pero que parecen por alguna razón una suerte de producto personal de Ben Stiller. El mismo perteneciente a una familia de comediantes aparece rodeado de un casting armado de varias líneas generacionales de comediantes; un esquema en el que él pertenecía a la guardia más joven, cuando la saga empezó nueve años atrás, junto a Owen Wilson, y los ingleses Steve Coogan y Ricky Gervais, y daba lugar a cameos de la guardia más veterana, como el vitalísimo Dick Van Dyke, Mickey Rooney y Bill Cobbs, reservando un espacio en la línea del medio para Robin Williams, como la figura a caballo de cera de Theodore Roosevelt, que, como el resto de las exhibiciones del museo, cobra vida durante la noche. Su papel es lateral, más simbólico que activo a la hora de hacer avanzar las “tramas”, pero su inclusión consolida la idea de un casting donde lo que para muchos (ejecutivos en Hollywood) son piezas de museo (los viejos comediantes) para otros, como el afectuoso y siempre amable y agradecido Stiller, son la más viva fuente de inspiración y todos tienen aún mucho para dar.

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