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Domingo, 1 de marzo de 2015

LA LEY Y EL DESORDEN

TELEVISION Los fans de Breaking Bad celebrarán esta idea que viene a calmar ansiedades y también a confirmar a Vince Gilligan como maestro narrativo televisivo y hombre de ideas brillantes: se trata del estreno de Better Call Saul, precuela y spin-off de la serie del profesor de química devenido narco Walter White. Pero esta nueva serie está centrada en Saul Goodman –abogado de White– cuando todavía se llama Jimmy McGill y se estaba abriendo paso en el mundo de los leguleyos con pocos recursos materiales pero un arma mortal: su lengua, su poder de convencimiento y su gusto por el espectáculo, todo lo que lo convierte en un gran personaje, en el mejor canalla locuaz de la televisión, interpretado por ese actor imbatible que es Bob Odenkirk.

 Por Alan Pauls

Es difícil calcular cuántos pájaros mata Vince Gilligan con Better call Saul, pero dudo de que en el Mundo Serie haya puntería como la suya. Excavando una de las jugosas canteras laterales de Breaking Bad (el personaje del abogado Saul Goodman, brazo jurídico del pujante entrepreneur químico Walter White y lavandero estrella de su fortuna), Gilligan no sólo sobrevive a la serie que lo encumbró (algo ya bastante milagroso en el mundo sin segundos actos del éxito norteamericano); también resuelve el drama que desde los Dumas y los Sue ha desvelado siempre a los fabricantes de ficciones en serie: cómo terminar. El ardid de la precuela ya era un paso, pero con eso solo no habría bastado. Volver al pasado nos habría distraído un poco del presente –de ese presente devastado, al final de Breaking Bad, en el que White terminaba agonizando y Saul haciéndose humo en busca de una vida más imperceptible, con bigotes, lentes y un puesto en una panadería de shopping–, pero sólo para hacérnoslo desear más, más intensamente, más desconsoladamente también. Era preciso combinarlo con otra cosa, una torsión radical, que tocara la estructura misma de la forma serie y afectara la lógica misma de su lógica. Esa torsión es el spin-off (que se traduce como “derivado” o, más líricamente, como “salpicadura”), un modo de optimizar la explotación de un blockbuster televisivo que a veces, en manos inspiradas, puede convertirse también en arte.

Promoviendo al rango de protagonista a un personaje que antes era secundario, Better Call Saul es el certificado de defunción de BB al mismo tiempo que su inesperada acta de resurrección: BB ha terminado, no avanzará más, no acumulará ni agregará más episodios, pero cada episodio de BCS abrirá los pliegues que todavía palpitaban en ella, pequeñas bombas de tiempo narrativas que la nueva ficción no tardará en activar. Nada sigue pero todo vuelve, y el desplazamiento del margen al centro funciona como un clic de pasaje al otro lado del espejo, a un mundo extraño y familiar a la vez. Ahí está Tuco, el narco bestial que en BB coronaba cada saque de metanfetamina con carcajadas homéricas, ahora reblandecido por la devoción filial; ahí está Mike, el killer-cleaner lacónico que en BB resolvía las peores galletas sin pestañear, ahora confinado a la garita de la playa de estacionamiento judicial. Y pronto, sin duda, pasarán por ahí Jesse, Gus Fring, Hank o el mismo Walter White, figuras que nos extrañará ver aparecer idénticas pero tocadas en su escala, como los espectros menores del déjà-vu donde fueron centrales.

BCS empieza seis años antes que BB. El desierto está igual: la misma luz cruel, las mismas nubes de western cruzando el azul saturado del cielo. Pero Saul no es todavía Saul; por el momento es Jimmy McGill, un abogado que galguea aceptando casos de oficio por setecientos dólares, atiende en la trastienda de un salón de manicura vietnamita (el escritorio está pegado al termotanque), usa mocasines con hebilla y trajes baratos, maneja un Esteem (!) de tercera mano y rumia venganza contra Howard Hamlin, el colega próspero que le arrebató la fama y el dinero y los clientes y los trajes caros y hasta el derecho de usar su propio nombre. A Walter White le llevó cinco temporadas pasar de profesor de química de escuela secundaria a zar del cristal de Baja California. ¿Quién puede decir cuántas le llevará a Jimmy hacerse un nombre, es decir: convertirse en Saul Goodman? Lo que sabemos, sí, porque los cuatro episodios que ya pasaron lo pusieron blanco sobre negro, es cómo lo hará: hablando.

Porque aun pobre y ávido como se lo ve, con su símil bisoñé, su celular de cuarta y sus medias de nailon, Jimmy ya es lo que alguna vez será: un logorreico, un artista de la retórica, alguien que hace cosas con palabras, en particular una, decisiva (para el derecho tanto como para la ficción): convencer. Puede que el vicio sea endémico de su gremio, pero el regocijo con que lo ejerce él tiene a la vez la compulsión de un tic y la gratuidad de una diletancia gourmet y excede largamente las necesidades coyunturales de un caso o una audiencia. No es el ceño incrédulo de un juez ni un jurado peligrosamente en babia lo que lo estimula a hablar hasta por los codos, sino una pasión más americana y bastarda: el gusto del espectáculo, la idea de que un tribunal es un escenario y toda defensa, una fantástica oportunidad performática. Sólo esa fe puede moverlo a ensayar sus alegatos frente al espejo del baño de la corte (“It’s show time, folks!”, repite, citando al coreógrafo anfetamínico de All That Jazz) y a recitarlos –tanto dentro como fuera del tribunal– con esa especie de regodeo multívoco, pícaro y amenazante, cómico y ultrametafórico, argumentado y sentimental, como si en el fondo hablara menos para los mortales que lo escuchan que para ese destinatario anónimo, informe, masivo, que es una cámara.

Estamos lejos del próspero Saul Goodman de BB, que se autopromociona en estridentes infomercials de trasnoche y decora su oficina a prueba de luz natural con falsas columnas romanas y un wall paper con el texto de la Constitución norteamericana. Pero el letrado-actor, esa mezcla de vendedor de coches, predicador desencantado y pícaro de callejón, ya está perfectamente formado y en gateras, al acecho, debatiéndose todavía en las redes paradójicas de la identidad. Si usa su propio nombre –como le dicta el orgullo–, está condenado al fraude, porque el único modo que se le ocurre de ser él mismo es imitar a su bête noire Hamlin, usurparle su ropa cortada a mano y replicar sus maneras de burgués infatuado. Sólo cuando asuma una identidad falsa (un nombre judío, perfecto para un abogado con aspiraciones, como le dirá alguna vez a Walter White en BB, pero que ya estaba implícito en un latiguillo de satisfacción de sus años de timador callejero: It’s all good, man!), sólo entonces será singular, inconfundible, único.

A la espera de ese momento bisagra, Jimmy predica en la corte y en el desierto, los dos decorados entre los que presumiblemente estará yendo y viniendo en los próximos tiempos. En la corte hace lo que puede, lo poco que le permite su propia cara, que es –como argumenta una pareja de clientes al rechazar sus servicios– la cara de un “abogado de culpables”. En cambio, en el desierto –que en Nuevo México es como decir la calle: una jungla de polvo y cactus y pistas de aterrizaje clandestinas–, sus logros son evidentes, aunque algo difíciles de evaluar para la moral media del derecho. Que el temible Tuco acepte castigar a un par de estafadorcillos en skate rompiéndoles las piernas (y no amputándoselas, o despellejándolos vivos, o disolviéndolos en ácido) no será una victoria digna de los anales jurídicos de la Baja California, pero sin duda es un hito auspicioso de la filosofía jurídica McGill, para la cual litigar es una versión discursiva del regateo económico.

A diferencia de Walter White, áspero como la lija, Jimmy/Saul es un personaje contagioso, que tiñe todo lo que toca con su cromatismo chillón y su teatralidad. Me gusta esa dimensión farsesca, casi argentina, de BCS, pero confieso que espero con impaciencia el momento en que esos pasos de comedia viren hacia la negrura total. Tarde o temprano sucederá. No en vano Saul Goodman desciende directo de la gran familia de canallas locuaces inaugurada por Quentin Tarantino, para quienes hablar, y sobre todo hablar mucho, y sobre todo hablar mucho porque sí, por el simple goce de oírse y oír cómo las palabras salen y viajan por el aire y de golpe precipitan y se vuelven acontecimiento puro, no es lo contrario de la acción ni su ersatz pusilánime, sino su vía posiblemente más regia y sin duda más elegante, o su civilizadísimo prólogo. Esa reivindicación de la elocuencia –en un mundo audiovisual cada vez más afásico– es otro de los pájaros que mata Gilligan con Better Call Saul, una serie que, por lo demás, irradia algo que en Breaking Bad hubiera sido impensable, cuando no un escándalo: emoción. La emoción que inspira un puñado de buscavidas que, caídos de una serie, acechan en otra una oportunidad. Es la emoción específica del spin off, que rescata y promueve segundones de ficción (personajes laterales) y de carne y hueso (actores como el gran Bob Odenkirk, Jonathan Banks o Michael McKean) y resucita una consigna democrática antigua, casi olvidada, que sólo parece sobrevivir en ciertos nichos de la cultura popular norteamericana: la consigna (y la emoción) de la movilidad social.

Better Call Saul estrena un nuevo episodio cada martes por Netflix.

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