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Domingo, 29 de mayo de 2016

MúSICA, DICTADURA Y RESISTENCIA

SINFONÍA DE UNA SOLA NOTA

En junio de 1980, en plena dictadura militar, la visita de la Orquesta de París dirigida por Daniel Barenboim generó un incidente diplomático que revolucionó al mundo de la música clásica local. Música, dictadura y resistencia rescata ese altercado olvidado, que incluyó una visita secreta a las Madres de Plaza de Mayo por parte de los músicos franceses, y la propuesta de no aplaudir en sus recitales por parte de la prensa porteña, al considerar que los integrantes de la Orquesta eran parte de la llamada campaña anti-argentina. Esteban Buch recupera el clima de aquellos días en un libro a medio camino entre la sociología, el informe periodístico, la crónica y la musicología.

 Por Fernando Bogado

La idea de que la “música clásica” no tiene ningún componente político y es el mejor ejemplo de lo que podemos llamar “arte puro” existe como un lugar común desde hace bastante tiempo. Hasta tal punto que pocas veces nos detenemos a pensar que, quizás, el antisemitismo de Wagner no es un dato externo a sus propias composiciones, o que el romanticismo de Beethoven prefigura, de una manera u otra, la pátina de heroicidad que deriva en la supuesta “gesta” nacionalsocialista. Ni tampoco parece considerarse ese vínculo entre política y arte en composiciones propias del siglo XX, como la música dodecafónica de Arnold Schönberg o las del principal representante del posromanticismo, Gustav Mahler, ambos judíos, ambos signados por el exilio. Pero no sería solamente la compleja interrelación entre forma y contenido de una obra lo que hace que ella responda a un acontecimiento histórico, lo señale, reflexione sobre él, aporte material para pensarlo, discutirlo y sentirlo. También importa su ejecución, el lugar y tiempo en donde una obra se encarna, con ese carácter tan evanescente como persistente que tiene la música en general. En julio de 1980, todos estas circunstancias parecen haberse dado cita en la visita de la Orquesta de París a Buenos Aires con el objetivo de cerrar una gira por Latinoamérica (que sólo incluyó Brasil y Argentina), orquesta dirigida por Daniel Barenboim y que despertó, en una escala tan grande como (aparentemente) secreta, un altercado internacional que tenía como trasfondo la represión ilegal de la última dictadura y la compleja posición de los músicos visitantes frente a los hechos. En el flamante Música, dictadura y resistencia (Fondo de Cultura Económica), Esteban Buch logra recuperar el clima de esos días para ponerlo en perspectiva en relación a problemas de índole teórico-crítica, histórica y, sobre todo, ética: ¿puede la música quedar al margen del horror?

CAMARILLAS

La visita de la Orquesta de París no fue una mera casualidad ni un gesto inmediato de “buenas relaciones” entre Francia y Argentina. Luego de un viaje a diferentes ciudades europeas realizado en 1977 por la presidente del Mozarteum local, Jaenette Arata de Erize, se programó –con esas dificultades propias del mundo de la diplomacia– la agenda de conciertos de los años por venir. La Orquesta Tonhalle de Zúrich pasaría por Buenos Aires al año siguiente, mientras que la Filarmónica de Hamburgo lo haría en 1979. Pero el verdadero centro de la cuestión residía en la visita de la Orquesta de París, dirigida en ese momento por Barenboim, músico de cámara argentino nacionalizado israelí. Barenboim sucedió en 1975 a Georg Solti, y no visitaba a su país natal desde hacía 20 años: a las diferencias profundas que sentía con los avatares políticos de la Argentina se sumaba el hecho de que, para el Estado nacional –controlado por Videla y cía.–, Barenboim era un desertor por no haber hecho el servicio militar obligatorio. Además, el fuerte “patriotismo” y antisemitismo que recorría al país no veía con buenos ojos que el músico haya renunciado a su nacionalidad argentina y, para colmo de males, haya adoptado la israelí.

Yendo al plano más general, las cosas tampoco estaban muy bien entre los dos países implicados en la supuesta visita. En la Argentina, la creación de ese fantasma llamado “campaña anti-Argentina” disfrazaba los reclamos hechos por diversos países extranjeros en torno al atropello de los derechos humanos en el país. Durante la gestión del presidente demócrata Jimmy Carter, por ejemplo, se hacía bastante palpable la ruptura de vínculos explícitos con Estados Unidos, cosa que se revertiría con el cambio de gestión una vez arribado Reagan al poder. En Francia, Giscard d’Estaing mantenía una posición ambigua con respecto a la dictadura local. Por un lado, denunciaba como “ideológica” la política de derechos humanos de Carter y su oposición a la dictadura argentina, pero luego, en ese mismo 1977, año de la visita de Arata de Erize, protestó ante Videla por la desaparición de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, secuestradas por Alfredo Astiz junto a otras diez personas vinculadas a las Madres de Plaza de Mayo. Todo esto sin dejar de recibir, en los años posteriores, a Massera y a Martínez de Hoz, un poco, para asegurar la venta de armamento a la dictadura local.

Pese a todos los obstáculos, la visita quedó confirmada: la orquesta con su director partiría de París a Río de Janeiro el 5 de julio para iniciar allí las dos partes de una breve visita latinoamericana, que tendrá su cierre en Argentina. Barenboim obtiene un permiso especial que lo exime de sus obligaciones militares, tal como asegura el por entonces Ministro del Interior, general Albano Harguindeguy. Con sólo dar un rápido vistazo a los hechos, queda en claro que en esa visita, de una manera u otra, se jugaba el destino diplomático entre la dictadura y una Francia ambivalente, que critica en la ONU pero sigue proveyéndole armas a los militares argentinos. Este clima tenso no haría sino explotar una vez arribados los músicos a nuestro país el 11 de julio de 1980.

SILLAS VACÍAS

La Orquesta de París llevó adelante dos conciertos en Buenos Aires. El primero fue el día 13 de julio, previo al 14, aniversario de la toma de la Bastilla. El segundo, el miércoles 16, fue mucho más cargado de tensiones y harto más significativo que la primera fecha, no sólo por la fuerza de los hechos en desarrollo, sino también por las piezas musicales ejecutadas. Además, en esa segunda fecha se produjo una notable ausencia de miembros de la alta jerarquía de la dictadura, una especie de crítica velada a las actitudes y declaraciones de un grupo de músicos de la orquesta que llamaron a la no participación de los eventos especiales organizados por los militares, encuentros que tenían como objetivo “estrechar lazos” con el país europeo y, básicamente, sonreír para la foto. Ninguna de esas cosas ocurrieron.

Quizás una de las figuras que más se destaquen en los sucesos de esos días sea la de Bernard Destremau, embajador de Francia en la Argentina, quien buscará promover diversos eventos culturales con el objetivo de presentar esta suerte de hermandad apolítica y cultural a través de muestras, encuentros o recitales. No es totalmente inocente la relación de Destremau con la Argentina: ex tenista, ganador del Roland Garros en 1941 y 1942, estuvo en la cena de visita a su país natal de Juan y Eva Perón en 1947 y hasta asistió a los funerales del General en 1974, en donde conoció a Isabel y a López Rega. El embajador lleva adelante, en 1980, una “Semana del Cine Francés” que es duramente criticada por la AIDA (Artistas Víctimas de la Represión en el Mundo), un organismo que endurecerá su postura a la hora de confirmarse el viaje de la Orquesta de París a Buenos Aires. En un comunicado especial, aseguran: “Los músicos de la Orquesta de París no pueden ignorar que van a sentarse en las sillas vacías de los músicos argentinos desaparecidos, y que se les hará tocar música para cubrir el silencio de la muerte”. La respuesta de los músicos no se hace esperar. Luego de una reunión especial, aún en Francia, sin la presencia de Barenboim ni de ningún otro directivo, firman un comunicado en donde declaran que su objetivo no es el de servir como aval moral de la dictadura, sino que van a “hacer oír las voces que se intentan acallar”, y que quedarse en Francia sería contribuir a esa soledad, ese desamparo del detenido-desaparecido.

Ya en el país, dos son las situaciones que molestan a la prensa y a los jerarcas de la dictadura. En la mañana del domingo 13 de julio, durante el ensayo, se colocó un cartel en donde se prohibía a los músicos participar en eventos oficiales en nombre de la Orquesta de París debido a “las causas ya conocidas”. El comodoro Gallacher, responsable del manejo del Colón, acusa a la famosa “campaña anti-Argentina”, con su principal sede en Francia, de este tipo de errores diplomáticos y falsas acusaciones. Gallacher vincula rápidamente a los miembros sindicalizados de la orquesta con el comunismo y cierra asegurando que “la libertad no nos falta a nosotros, sino a ellos”. Algunos diarios, como El Cronista Comercial, con el crítico César Magrini a la cabeza, propone para el recital del 16 de julio “no aplaudirlos” como represalia por esta declaración. A esto hay que sumarle que, al encuentro por el “14 Juillet” en la embajada francesa, los miembros de la orquesta son invitados a las 12 horas, mientras que el resto de los invitados argentinos podrán hacerlo sólo a partir de las 13. Los medios locales y los militares interpretan este gesto como un intento de evitar que se crucen músicos y oficiales.

Nadie sabe, sin embargo, que ese mismo 16 por la tarde, día del segundo y último concierto de la orquesta, el grupo de músicos más decididos en su crítica a la situación política y social en el país, visita a las Madres de Plaza de Mayo en su departamento de la calle Uruguay, en pleno centro de la Capital. Entre los presentes están el cornista Michel Garcin-Marrou, la violinista Mireille Cardoze, el violinista Nicolas Risler, el fagotista André Sennedat y, posiblemente, el arpista Francis Pierre, el único ya fallecido de la lista. Las palabras de la violinista Cardoze acerca del encuentro permiten entender el vínculo que varios de los músicos sentían con respecto al viaje a la Argentina y las asociaciones que encontraban con otros acontecimientos funestos de la historia del siglo XX: “Tuve que esforzarme para no llorar. Porque claro, una ve a su madre, su abuela, su tía, su prima… es mi carácter, hice asociaciones, se veía que ellas estaban en guerra contra el régimen, y eso me recordó la historia de mi familia durante la Segunda Guerra Mundial”.

MARCHA FÚNEBRE

A medio camino entre la sociología, el informe periodístico, la musicología y hasta la literatura, Esteban Buch logra recuperar un incidente aparentemente menor en la historia de la diplomacia argentina y de la música de cámara para elevarlo al punto de acontecimiento central, el cual sintetiza las contradicciones de la vida en dictadura y las batallas, grandes o pequeñas, que se libraban detrás de cada noticia, detrás de cada evento. Su libro está dividido en tres partes: mientras que la primera, “Una semana”, recupera los hechos puros y duros de la visita de la orquesta; la segunda “Dos horas”, es un pormenorizado análisis de lo que se tocó esa noche del 16 de julio, en el último recital del equipo liderado por Barenboim. Allí, la selección de la Quinta Sinfonía de Mahler y la concentración sobre el primer movimiento, la Trauersmarsch o “Marcha fúnebre”, le permite a Buch poner en cuestión las perspectivas filosóficas y críticas del “artepurismo”. Recalando en las lecturas del filósofo y musicólogo alemán Theodor W. Adorno, el autor trata de ver en esa pieza y en la ejecutada luego como bis del concierto, “Los maestros cantores de Núremberg” de Richard Wagner, un posible puente entre la música clásica y la dictadura, un puente crítico lateral y subrepticio que, en los mismos límites de la producción artística, trabaja el horror como contenido y la forma como obligada mediación entre la pieza musical y el trasfondo.

Desde la perspectiva de Adorno, el trío de la Trauersmarsch eleva un grito de espanto que logra percibirse a través del contraste tímbrico entre las trompetas y las cuerdas. Esa composición, de principios de 1900, antecede los horrores de Auschwitz y el trabajo del dodecafonismo de Schönberg, y forma parte de una posible referencia al antisemitismo imperante en la Viena de Mahler, en donde el compositor, por su condición de judío, recibió numerosas críticas injustificadas y postergaciones del más diverso tipo. Condiciones que en el mundo de la música estaban patentes a partir de Richard Wagner quien, en panfletos como El judaísmo en música (1850), ya había instalado el lugar común de que la música hecha por judíos pecaba de inorganicidad, efectismo y trivialidad. Buch llama la atención en la selección del propio Barenboim de la noche del 16: terminar con Mahler y ofrecer como bis a Wagner algo tenía de velada crítica. Pero, claro está, Buch insiste en que eso no arroja ninguna conclusión ni habla de una denuncia a viva voz en el recital.

La forma que tiene de zanjar estas complejas ubicaciones de la música clásica es yendo a su escandaloso hermano: el rock. En el capítulo final, “Treinta y cinco años”, Buch recuerda, desde el más absoluto plano biográfico, sus días de adolescente viviendo en Bariloche y el recital de Seru Giran en donde escuchó “Canción de Alicia en el país”, un tema que hablaba de una manera un poco más consistente acerca de la realidad social en los años de la dictadura. Aquí, Buch exhibe las marcas de una lectura sociológica participativa, en donde el propio especialista se incluye en lo analizado, y trata de entender las conexiones entre el mundo de Mahler y el suyo propio, entre las atrocidades del nazismo y las de la dictadura, tal como lo había notado la violinista Mireille Cardoze, estableciendo una suerte de diálogo abierto entre mundos que parecen lejanos pero que se reúnen, intempestivamente, bajo la égida del horror. Música, dictadura y resistencia arroja una conclusión fatal que sigue resonando en las lecturas críticas de cualquier tipo de producción musical y que logra reflexionar tanto acerca del exterminio judío como de la represión del último gobierno de facto, operando siempre en un prolijo contrapunto entre la teoría y la biografía. Y es que, en definitiva, los horrores del siglo XX han afinado siempre en la misma nota.

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BARENBOIM CON LA ORQUESTA DE PARÍS. FOTO DE EDUARDO COMESAÑA, EXTRAÍDA DE LA PORTADA DEL LIBRO DE ESTEBAN BUCH. GENTILEZA FONDO DE CULTURA ECONÓMICA.
 
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