ARTE > EDGARDO VIGO
La exhibición Usina permanente de caos creativo en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Buenos Aires es la primera retrospectiva integral del artista platense Edgardo Vigo. Son cuatro décadas de trabajo, desde 1953, año en el que viajó a Francia y entró en contacto con el arte de vanguardia, hasta 1997, el año de su muerte. Pequeños dibujos, collages y objetos, su prolífica producción de publicaciones, su trabajo xilográfico y mucho más en una exposición hecha en colaboración con el Centro de Arte Experimental Vigo de La Plata, un lugar que puede considerarse su última obra.
› Por Alejo Ponce de León
La beca del Ministerio de Cultura de Venezuela que debía garantizar la subsistencia en París de Jesús Soto —pintor, erudito, amigo del whisky y futura marca cinetista internacional— nunca llegó. Para juntar algo de plata, paseaba con su guitarra por el barrio latino, por el subte, por los bulevares; tocaba joropos, música mexicana y llegó incluso a formar un dúo de boleros con Gabriel García Márquez.
Estos latinoamericanos abandonados por las instituciones pronto se dieron cuenta de que para hacerse la vida en el París de los 50 había que tener ideas. Para mantenerse con vida, por otro lado, había que salir de parranda. A una especie de cabaret —de “público bastante especial”—, un joven platense de 25 años llamado Edgardo Vigo iba cada tanto a escuchar la guitarra de Soto entre humo, tragos y discusiones sobre las funciones estructurales del dodecafonismo aplicadas a la pintura.
De día, Soto le daba continuidad al programa educativo de Vigo y lo llevaba a visitar galerías de arte. Debatían a Malevich, a Naum Gabo; es posible que fueran a los museos, pero no les interesaba ni la Ecole, ni las Bellas Artes, ni la Grand Chaumière: para ellos el café era tan real como el colegio. Presenciaron, y esto está testimoniado, un temprano concierto de música concreta en los estudios que había fundado Pierre Schaeffer dentro de la radio nacional francesa. El joven argentino dedujo entre el ruido y su propia conmoción que los intérpretes eran “ingenieros electrónicos atrapados por la música”.
Ese clima de fermentación intelectual violenta en una sociedad de posguerra históricamente politizada hacía que hasta los japoneses que viajaban a París volvieran con algún tipo de infección modernizante, como le sucedió al compositor Toshiro Mayuzumi, principal importador de John Cage y de Schaeffer en la isla. Al regresar en 1953 de aquel viaje iniciático, Vigo se trajo a La Plata un par de certezas: primero, que su relación con Soto lo había abierto a la vida; luego, que la única solución posible para el aislamiento que sintió al reencontrarse con el circuito platense de las artes visuales debía ser, simplemente, “hacer la suya”. Como esos ingenieros electrónicos atrapados por la música, a su vuelta se dio cuenta de que era nada más que un empleado de los Tribunales del Poder Judicial, hijo de carpintero, atrapado por la libertad.
Así empieza su historia como fuerza productiva paradójica, que encuentra ahora su nuevo capítulo en la exhibición Usina permanente de caos creativo, curada por Sofía Dourron y Jimena Ferreiro en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Buenos Aires.
Si no se tiene en cuenta 1954-1994, la acotada retrospectiva que el propio artista ideó y que tuvo lugar en diciembre del 94 en La Plata, la muestra en MAMBA sería el primer recorrido comprehensivo en torno a su trabajo, demarcado por incontables publicaciones, libros caseros, xilografías, registros fotográficos de acciones, esculturas y objetos. Un legado netamente material que proviene casi en su totalidad del Centro de Arte Experimental Vigo, la casa platense en la que pasó buena parte de su vida y que ahora alberga más o menos todo el contenido que alguna vez produjo, libre para quien quiera consultarlo. De hecho, podría considerarse al CAEV como su última obra, un producto tardío de su compulsión por generar nuevos medios de intercambio y comunicación que abrió las puertas en 1998, un año después de su muerte, gracias a la arquitecta Ana María Gualtieri y su grupo de voluntarios.
Como E.T. con su apéndice iluminado tratando de llamar a su casa de más allá de las estrellas, Vigo siempre pareció estar tratando de establecer alguna especie de contacto, de idear canales aptos para comunicar las visiones abstractas de la libertad que lo aturdían tanto como lo hacían caminar. Del contacto entre una institución grande, oficialista y con financiamiento estatal, y una institución pequeña, autogestionada y con trabajadores voluntarios, de esa soldadura paradójica entre el MAMBA y el CAEV, surge esta voluminosa exhibición de archivo.
El siguiente punto clave en la cronología vital de este artista, después de su “año diario” en París junto a Soto, fue la exhibición que realizó en 1954 en la Asociación Sarmiento, una especie de primitivo centro cultural de la Argentina pre-Libertadora que funciona hasta hoy, reformado. Los recursos del concretismo se infiltraban en su imaginación y fue ensamblando una serie de esculturas en fierro y madera, algunas operables por el espectador, que sintió que estaban listas para mostrarse. El saldo de la exposición fue la destrucción a patadas de casi todas las obras por parte del público, hecho que recordaría para siempre como un evento de traumatismo fundacional. El “hacer la suya” que había encontrado como solución para su relación con la Argentina empezaba a dar frutos y a alejarlo del circuito tradicional de aparición y circulación del arte. Se cementaba así un vínculo con canales abiertos como redes internacionales de arte correo, intervenciones fantasmales en los espacios públicos, o muestras en la Asociación Judicial Bonaerense, como recuerda su compañero sindical Julio Bertomeu en una muy interesante entrevista aparecida en la versión online de la revista platense Boba.
A la música más ruidosa de La Plata muchas veces se le ha dicho “punk de oficina”, dando cuenta de la contradicción aparente que encierran sus músicos, empleados públicos a la vez que gente con cresta. A Vigo le cabría el mote, dado que hizo carrera como administrativo dentro de Tribunales y además supo trabajar con Jorge Romero Brest en el Instituto Di Tella, institución pequeño burguesa por excelencia, cuando curó la Expo Internacional Novísima Poesía/69, una exhibición “participativa” en torno a la poesía concreta construida a partir de su propio sistema de intercambios postales, con trabajos de casi 120 artistas de quince países.
Ese “hacer la suya”, entonces, pasó a significar una venganza sistemática contra la violencia reaccionaria —la que le destruyó una muestra, la que en 1976 le desapareció a un hijo—: una usurpación de los espacios dados para reestructurarlos como centros de operación que permitieran “acercar espacial y humanamente las cosas”, como diría Benjamin. Trabajaba para el Estado pero su oficina hexagonal era a la vez galería de arte y central de venta de sus publicaciones (“el oasis de Tribunales”, la llamaban); trabajó para Di Tella y reveló su red de contactos con el fin de involucrar a la gente en los procesos internos que hacen al arte; en sus publicaciones se apropia de la visualidad y la retórica del lenguaje jurídico, un idioma efectual del poder; se instala en el sistema de correos y lo convierte en una autopista de contrainteligencia visual internacional; recupera incluso a La Plata en su sentido fundacional: como una máquina positivista ideal, un territorio optimizado para la acción y el movimiento, vuelve a la ciudad una antena.
Si el cinetismo de Soto recuperaba algo de la imaginación futurista, lo hacía poniendo al hombre de nuevo en el centro de la cuestión. El ojo, el movimiento y el posicionamiento en el espacio reemplazaban las fantasías industriales y automatistas del fascismo. De la misma manera, Vigo siempre dejó ver un subtexto humanista bajo las capas de abstracciones numéricas y las maderas sucias. Desde finales del siglo XIX el desarrollo industrial estuvo fuertemente vinculado a la voluntad imperialista de desarrollo armamentista y el lenguaje fue identificado por los dadaístas como un vehículo de orden y disciplina. Por eso para él la maquinaria es inútil y el lenguaje está reducido a su dimensión frustrante de significantes defectuosos. En un giro dialéctico particular, caos es, para Vigo, lo contrario a toda violencia antihumanista. El trasfondo de sus Señalamientos, más allá de lo complejo de sus acciones, termina siendo la exaltación de poder meter las patas en el río, o de dormir una siesta bajo un limonero.
El problema que señala Boba en su entrevista al compinche sindical de Vigo sería ¿quién se queda con el saco del finado? Pero es una pregunta engañosa. Vigo, para el caso, ejerce una fascinación mórbida sobre académicos e investigadores para quienes la gramática visual y actitudinal del arte contemporáneo es o inentendible o repugnante. Artistas jóvenes lo instrumentalizan para validar sus propios programas estéticos. ¿Es válido entonces preguntarse quién tiene más potestad sobre su trabajo? ¿Sobre el trabajo de cualquier artista? Un académico que lo petrifica, un museo que es órgano de operación de un estado neoliberal, un artista que quiere abrirse camino.
Un museo es un museo y un tesista es un tesista. Vigo —siguiendo esta cadena de equivalencias lógicas— es Vigo. Por eso Usina permanente de caos creativo, aunque no sea fiel al espíritu “revulsivo” del platense, no debería ser entendida como una muestra de Vigo, sino como una muestra, primero desde el CAEV y, a través del CAEV, desde Vigo. Una apropiación hipermediada de un cuerpo de trabajo conflictivo pero diseñado para la apropiación.
La pregunta que habría que hacerse es dónde podría estar Vigo hoy, de qué manera podrían estar activos los medios que inauguró, las ganas de pelear, la decepción de que te destruyan una muestra a patadas, la cosa indecible de que el Estado te mate un hijo. Esa es la exigencia que puede hacérsele a la muestra.
Usina... se enfoca en los objetos, que a simple vista y por su profusión parecerían ser el corazón de lo que fue en vida, pero posiblemente no sean más que “inscripciones en el casco de una bomba atómica” de acuerdo a la retórica Mcluhiana. Artefactos grises, más y menos complejos, parecen al final una simple excusa de herramienta para inaugurar medios. Esa ciénaga de obsolescencia en la que las cosas de Vigo están petrificadas no es tanto un problema del paso del tiempo sino una condición intrínseca a toda su producción: Charly Gradín define estos objetos como “dispositivos dedicados a oponerse resistencia a sí mismos”.
Como haciéndose un autohomenaje y en sincronía con su sexagésimo aniversario, el MAMBA sostiene la exhibición con un montaje deliberadamente anacrónico, disfrazado de museo moderno original, a medio camino entre una oficina estatal durante la presidencia de Eisenhower y una agencia de viajes en transatlántico. Es una muestra llena de plantas y de una autoconciencia museística absoluta. Que se vea como una sala clavada en la mitad del siglo XX quizá sea una respuesta curatorial, humorística, al sentido del humor enérgico y absurdo de Vigo. Una respuesta ya demasiado sutil, ya en exceso elegante, pero un intento de contacto al fin y al cabo, además de funcionar también como un regalo de cumpleaños místico y sectario al fantasma de Rafael Squirru.
A pesar de que el único atisbo de vida de la muestra sean un par de plantas y unos paneles verticales, resulta fiel y generosa con relación al proyecto material del platense.
La intuición, disfrazada de conciencia histórica, indicaría que cualquiera que quiera saber sobre Vigo no debería buscarlo en un museo. Cualquiera que quiera saber sobre Vigo debería en cambio viajar hasta La Plata, cruzarse en la entrada de la ciudad con un par de perros famélicos, refregarse los ojos frente al cartel desde el cual la imagen de Aníbal Pachano ofrece préstamos monetarios vía Whatsapp; visitar la Evita envitrinada que con una sonrisa deforme custodia la entrada de la seccional de UOCRA sobre 44 y preguntarle a los muchachos por qué se marcha. Dormir una siesta en alguna plaza, asomarse al polo industrial, pelearse con un galerista de derecha. Eso indica la intuición, que la obra de Vigo o te llega o la vas a buscar. Pero la obra de Vigo, definida así por él mismo, es ante todo contradictoria. Si el museo municipal no sirve para mostrar, en tiempos de tribulación política, a uno de los artistas argentinos que deben “discutirse sí o sí”, ¿entonces para qué sirve?
Usina permanente de caos creativo de Edgardo Vigo se puede visitar en el MAMBA, Avenida San Juan 350. Hasta el 25 de septiembre.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux