TEATRO > HéCTOR BIDONDE
El protagonista de La última cinta de Krapp es un hombre grande que cada cumpleaños tiene el ritual de grabarse a sí mismo. Y cuando cumpla 69 se pondrá a escuchar lo que grabó treinta años atrás. Así resume Héctor Bidonde el eje argumental de la obra de Samuel Beckett que protagoniza, en cuerpo, alma y voz. Es la misma obra que supo interpretar Harold Pinter en 2009 con perfiles míticos, donde resuenan los silencios y la memoria del gran dramaturgo irlandés.
› Por Jorge Dorio
“Yo nací para punto. Nunca se me dio por ser banca”, dice Héctor Bidonde con el acento sereno de alguien baqueano en conocer los azares que emparientan el baccarat con la vida. Pero su propia historia desmiente la fatalidad de esas apuestas que podrían definir un destino. “Lo digo en el sentido de la actuación”, aclara enseguida. Y completa ese boceto de sí con otra sentencia contundente: “A casi todas las cosas que he hecho en mi vida he llegado grande. No tarde. Pero grande. Y eso permite poner las cosas más en foco, reflexionar desde cierta mayor franqueza”. Y, al narrarse, Bidonde sostiene un registro que jamás se podrá confundir con ese tic tan frecuente en muchos artistas notorios que intentan vestirse de humildad o mesura y no les sale.
Porque Cacho (que entre los amigos de Bidonde es la forma en que se pronuncia Héctor) acaba de terminar otra función de La última cinta de Krapp, una de las obras más ásperas de Samuel Beckett, y ese grado de veraz encarnación que lo hace brillar en el escenario, persiste en su persona como un aura de nobleza despojada, tal vez el rasgo esencial de su perfil. El desafío que propone La última cinta de Krapp reclama del actor una consistencia umbría y terminal para recorrer 50 minutos de recuerdos ladinos (como toda memoria) y silencios tan prolongados que se vuelven estridentes.
El eje argumental puede contarse como si se tratara de una historia lineal, hasta sencilla.
“El protagonista es un señor grande –resume Bidonde– que tiene el ritual de grabarse a sí mismo en cada cumpleaños. La obra lo toma al cumplir 69 y en ese momento decide escuchar la cinta grabada treinta años antes, en un tiempo que él considera como una suerte de cumbre de su vitalidad, un estado de total plenitud”. El artefacto para el registro es un armatoste que funge en un escritorio con perfil antediluviano, luciendo los carretes (“bobinas” dirá con insistencia el texto) que Krapp manipula con dificultad hasta alistar el equipo para volver a escuchar su voz tres décadas antes.
Hablar de cuestiones como las edades humanas es una experiencia extraña si se dialoga con este actor cuyos documentos afirman que ronda los ochenta, cuya pareja actual, Virginia, tiene 42 y su hija, Agustina, 19. Y que hace un tiempo, con su extendida trayectoria en la escena y también como maestro de actores, decidió volver a tomar clases de teatro con quien supo ser su profesor, Augusto Fernandes, de lozanos 76.
Volviendo en un atajo a la construcción de la pieza, Bidonde cuenta las exigencias planteadas por ciertas decisiones en la puesta. “Ultimamente, en algunas versiones de La última cinta de Krapp se trabajaba con un actor en escena y otro que grababa los momentos de más joven. Nosotros decidimos ir por el lado de que fuera mi propia voz la de las grabaciones, lo cual requirió un trabajo que permitiera limpiar el sonido, depurarlo hasta lograr un tono más brillante. Esa tarea la hice con Cecilia Gispert, una compañera dedicada a estas cuestiones. Gracias a las clases con ella debo haber alcanzado un medio tonito arriba, una voz más juvenil. Todo eso costó mucho laburo ya que el texto tiene momentos de mucho apasionamiento, muy eróticos, muy sensibles”.
Beckett escribió la obra pensando en un veterano actor, Patrick Magee, que la estrenó en 1958. La pieza tenía algunas sorpresas reservadas para el futuro. Recordemos que en uno de sus esporádicos actos de justicia, la Academia Sueca le daría a Samuel Beckett el Premio Nobel de literatura en 1969. Más de una década antes, la noche del estreno, la obra había contado con un espectador llamado Harold Pinter, quien ganaría en su faceta de escritor el premio Nobel del año 2005 y que en 2009, montado en una silla de ruedas, se reencontraría con Krapp, esta vez como actor, en una iniciativa del Royal Court Theather que adquirió perfiles míticos.
Parece una carga suficiente para condicionar a cualquiera. Pero Bidonde se enfrenta a esos pergaminos con la misma frescura juvenil que parece envolver sus decisiones de todo orden. Y sale airoso de la prueba en una puesta signada por la austeridad, bajo la dirección de Augusto Pérez que opta, afortunadamente, por un respeto mesurado de la endiablada didascalia beckettiana. En el aplauso de los espectadores no hay ni siquiera una mínima sospecha de otras ensoñaciones que guarda consigo el hombre cada vez que, devenido en actor, inicia una función en el Camarín de las musas.
Antes de seguir permítaseme algo parecido a una declaración de principios: esforzarse en establecer relaciones entre un actor y una obra o su autor es un gesto de supina obscenidad. Pero ocultar la existencia de esos canales, cuando no rozan la escena pero se sabe que son crudamente reales, es una agachada aún mayor.
La aclaración es pertinente para prestar atención a una voz que es la de Bidonde, quien está hablando sobre Krapp hasta que dice: “Yo tuve un aparato del estilo del que aparece en la obra. En 1962 yo compré mi primer Marconi. ¡Era enorme, pesadísimo! Lo compré para mi primera hija, Laura, que era muy chiquita. Con su madre queríamos grabarla contando un cuentito...” Tras una pausa más larga que las precedentes Bidonde cuenta que unos días antes de la charla había sido el aniversario del fallecimiento de esa primera hija que hoy rondaría los 60 años. Héctor respira hondo e inmediatamente recupera a Laura con una sonrisa, describiéndola en su vivacidad y picardía de los dos años y una vez más logra ganarle al tiempo otra pulseada.
Esa batalla constante para detener el avance implacable de las horas y el acecho cada vez más palpable de la muerte y la juventud cargada de pasión y lo encarnado del amor que se torna ilusorio en el golpe que asestan las ausencias, son la materia que sostiene La última cinta de Krapp. La diversidad vertiginosa de una historia se cuela en el pasado de Bidonde, nacido en el seno de una familia próspera que le dio un abuelo con siete hermanos que murieron vírgenes y longevos. Uno de ellos propició la posibilidad de una promisoria carrera eclesiástica de la cual el actor tuvo el buen tino de huir a tiempo. De ese ancestro proviene su segundo nombre, Pastor, que muchos años después lamentó no haber sabido apreciar para lucirlo públicamente. Después de haber zafado de la Santa Madre Iglesia, fue su padre quien le acercó un folleto promocional instándolo a ingresar al Ejército “para salvar al gobierno del General Perón”. A los dos años que pasó en la vieja Escuela de Mecánica del Ejército, Bidonde agradece una formación que exhibe con orgullo: “De ahí salí tornero. Y tornero de primerísima calidad. En esos años fabricábamos cojinetes y bancadas que se exportaban a la empresa Ferrari, de Italia.”
A esta altura de la charla, al que escribe le cuesta recordar algún enojo (o disidencia) con Héctor en los años que cumplió como legislador porteño. Porque –nobleza obliga– su añeja y persistente militancia trotskista es una prueba irrefutable de su honesta entrega a las causas en las que cree. Sería una pena no disfrutar de lo que brota con igual consistencia los viernes en que Bidonde valsea con Beckett en los giros de La última cinta de Krapp.
La última cinta de Krapp, de Samuel Beckett, puede verse los viernes a las 20.30 horas en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.
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