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Domingo, 16 de octubre de 2016

RESCATES > PISO 93

LO SIENTO POR LA CULTURA

Fines de los 80, comienzos de los 90. A la medianoche, Piso 93, un programa de radio comandado por Rafa Hernández, pensaba en voz alta, enseñaba quién era Tom Waits y llevaba al estudio a pasar discos y conversar a Spinetta y al Indio Solari. Un joven oyente de pronto se encontró adentro de la radio, escribiendo unos textos extraños, poéticos y obviamente trasnochados haciéndose llamar El Gavilán Pollero. Ahora, más de veinte años después, su autor, Martín Pérez, los recopiló en un volumen del 8vo Loco. La vida es otra cosa: los poemas de Piso 93 es un viaje al centro de una época y una contracultura en la que comenzó a establecerse el panteón de héroes, villanos y traidores que todavía está vigente.

 Por Marcelo Figueras

Los ‘80 fueron un big bang. El estallido inevitable. Salíamos de la dictadura y el mundo entero se nos presentaba como un arenero. Además de jugar libremente, se nos permitía hacer chanchadas en público por primera vez. Y vaya si las hicimos. Richard Coleman lo dijo hace poco: Si te acordás de los ‘80, es porque no los viviste.

Lo que no podíamos prever es que aquella explosión seguiría expandiéndose durante décadas, creando universos a su paso. Buena parte de las constelaciones que siguen colgadas de nuestro cielo –las más brillantes y las más oscuras–, son hijas de aquella detonación.

Todavía vivimos entre las esquirlas de ese bombazo. Hagan el ejercicio de relevar nombres notorios, referentes de nuestro presente en cualquier disciplina, y verán que en su inmensa mayoría hicieron sus primeras armas, y hasta descollaron, durante los ‘80. Los parantes sobre los que descansa hoy la carpa de nuestra cultura se clavaron entonces. Durante aquellos años comenzó a establecerse el panteón de héroes, villanos y traidores que todavía está vigente.

De los medios de la década, los que mejor reflejaron el remezón fueron los gráficos –con la editorial La Urraca como joya de la corona, a través de medios como Humor, El Periodista, Fierro y El Péndulo– y la radio. En parte porque eran herramientas artesanales, más a escala humana que la TV; estaban hechas con materiales nobles y proponían una relación más íntima, un ida y vuelta que resultaba imprescindible para confirmar que seguíamos vivos. Por otra parte, los sobrevivientes conservábamos las mañas de quien se había habituado al pensamiento clandestino. Una revista era algo fácil de esconder o, en el peor de los casos, destruir. Un radiograbador podía hablarnos al oído, a través de auriculares o compartiendo la almohada.

Cuando se habla de la radio de los ‘80, lo inevitable es referirse a la Rock & Pop y sus naves insignia, Radio Bangkok y Malas compañías. Pero si tuviese que decir qué programa me retrotrae a lo mejor de los ´80, me quedaría con Piso 93. Porque fue el que creció del modo más genuino, cuando los reflectores se apagaban y nadie parecía estar prestando atención. Parafraseando la dedicatoria con que Martín Pérez abre La vida es otra cosa: los poemas de Piso 93 (El 8vo. Loco): comparto la impresión que nadie entendía muy bien qué hacían el Rafa Hernández, Martín, Kleinman, Alfredo Rosso y el resto de la troupe que aportaba al programa. Pero, por suerte para nosotros, los dejaron hacerlo.

Parte del mérito es del Rafa Hernández. Que, de las voces prototípicas de aquella época, era la única que no gritaba y, por ende, no te forzaba a tomar distancia para preservarte. No sonaba como alguien que trata de vender supercherías o de someterte. El Rafa decía, nomás. Y uno paraba la oreja. Por eso, cuando citaba a Pasolini y anunciaba: El camino termina, el viaje comienza, se le creía. Si algo estaba claro, es que Piso 93 operaba lejos del trazado asfáltico de ninguna ciudad conocida.

La música también jugaba su parte. Dado que se ponía en marcha a prudente distancia del prime time (fue un programa de trasnoche, con el encanto que eso conlleva), estaba liberado de constricciones comerciales. Por eso se sucedían sin objeciones las deformidades que ponía Rosso, el clasicismo temprano de Kleinman y las elecciones de los personajes invitados: así Spinetta programaba “Gimme Shelter” y el Indio Solari podía pinchar Television, Pete Townshend y Harry Nilsson. En el universo sonoro de Piso 93, hasta el silencio tenía su lugar. De ser necesario, el Rafa se permitía decir: No es un bache. Estoy pensando.

En Piso 93 se pensaba. Pero no desde la pretensión o la impostura. La mezcla de descontractura y comunicación face to face que capitaneaba el Rafa convirtió el espacio en un refugio que los artistas valoraban particularmente. Las entrevistas podían durar horas, porque el programa carecía de un deadline draconiano. Y fluían de modo orgánico, sostenidas por las preguntas del público que saturaba los teléfonos. Por algo Los Redondos, habitualmente remisos a la exposición, frecuentaban Piso 93 como quien cae a la casa de un amigo. Semanas atrás escuché una emisión que el Indio conserva grabada en un casete. En aquel estudio pudo hablar del episodio Bulacio con calma y elocuencia, sabiendo que alrededor de ese fogón se nucleaba la poca, poquísima gente dispuesta a escucharlo de verdad por encima del ruido del momento.

La promo del programa usaba el I’m sorry de Brenda Lee y la voz del Rafa diciendo: Lo siento... por la cultura. Pura ironía, desde que Piso 93 era el único programa de la Rock & Pop donde, además de la música y las entrevistas, sonaban textos de Céline, Tom Waits, Cortázar, Shepard y Gelman. Se los vertía al éter con la misma naturalidad con que se escanciaba todo lo demás. Y entre esas palabras se colaban las de Martín Pérez, que por entonces era poco más que un niño y se hacía llamar El Gavilán Pollero.

Se había arrimado a la radio como oyente (como recuerda en La vida es otra cosa, en aquellos tiempos “se pasaba muy rápido de un lado al otro del parlante”) y terminó atendiendo teléfonos y escribiendo textos para el Rafa. El libro rescata una serie de piezas de su autoría de naturaleza proteica: mezcla de relato, letra en busca de una música y haiku pasado de copas. Algunas siguen encapsulando su tiempo a la perfección. Por ejemplo: Ya no hay tiempo para los asesinos/ Llegan tarde, profesionales/ Son los días de los amateurs. O este otro, que expresa la trepidación con la que respirábamos todavía: Aquí la vida siempre/ Es una amenaza.

Otros insinúan la voluntad de un narrador. Anticipándose, y por mucho, a la moda del cuento breve: El horizonte es esa fina raya que se delata en su escote apretado. El sol casi seguro que sale por ahí. Piadosamente ella lo deja escapar. O este otro: Simplemente, el mar existe/ Es algo que no se puede negar/ Sobre todo si uno está ahí/ solo/ y ahogándose.

Además de su valor intrínseco, los textos deslumbran por la precisión con que narran la naturaleza exploratoria de aquellos tiempos. Piso 93 sobrevive como una experiencia luminosa porque fue el ciclo que mejor entendió cómo había que aprovechar aquel presente. Porque estaba bien moverse con la dicha, desperezar la imaginación, sacudir el star system heredado y épater la bourgeoisie pour épater nomás. Pero lo imprescindible era formularse todas las preguntas que había que hacer, porque no sabíamos si se nos concedería otro momento para plantearlas. No es casual que parte de la gente que hizo Piso 93 haya insistido en su voluntad exploratoria, con la tozudez de un vasco. Sin ir más lejos, Martín Pérez es uno de los editores de este suplemento.

Puede que Piso 93 (ese programa que desde otra promo el Rafa definía como “hecho a mano, medio chuequito”) no sea hoy uno de los astros más visibles que resultaron de aquel big bang. Pero no hay dudas de que se convirtió en polvo de estrellas, ese que forma parte de nuestro ADN.

Es verdad que los que vivimos los ‘80 con intensidad lo hemos olvidado casi todo. Sin embargo, no nos cuesta nada revivir el dulce vértigo que se experimentaba al ascender al Piso 93.

La vida es otra cosa: los poemas de Piso 93 se presenta el viernes 21, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, Corrientes 2038. A las 19.

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