Espera de pie en la planta baja de su departamento a pocas cuadras del Congreso Nacional. Un olvido suyo hizo que el encuentro del día anterior no pudiera concretarse y, como manera de remediarlo (y de auto penalizarse), espera ahí. Enjuto y en silencio. Quién sabe hace cuánto. “Buenos días, mi amigo. Disculpe lo de ayer”, suelta en seguida, a sabiendas de que nadie se le ocurriría reprocharle nada. “Como se imaginará, estos 94 años no vienen solos”, avisa Vitillo Ábalos –el último sobreviviente de los famosos hermanos que prácticamente sentaron las bases del conjunto integral de canto, danza y composición folclórica en el país– con una sonrisa de niño que no dejará de aparecer durante la entrevista. Hay motivos: El Disco de oro, Folclore de 1940, el compact doble que lleva en sus manos y muestra con orgullo, es el segundo que graba sin sus queridos hermanos y cuyo contenido, lejos de los tonos de despedida, suena a celebración. 
“Seis años años me llevó. Cuando lo empecé era un muchacho de 88, imagínese”, reclama y pondera la gestión artística y ejecutiva de su sobrino nieto Juan Gigena Ábalos (guitarrista principal de Ciro y Los Persas) que se propuso como meta de vida hacerle grabar un último gran disco a su tío abuelo y no cesó hasta lograrlo. “Él es rockerito”, aclara Vitillo, “pero conoce todos los secretos de la cosa criolla. Mi hermano Machingo lo formó de chiquito: ‘Esto es así y esto otro es asá’, le explicaba. Y él se ve que aprendió. Creo que es el disco que le hubiera gustado grabar con mi hermano. Pero bueno, pudo hacerlo conmigo...”, comenta el bombista con un dejo de melancolía. “La grabación fue como en el truco: estuvo muy orejeada. Pero nos dimos el lujo de no equivocarnos en nada”, sonríe. “Me gustó mucho juntar generaciones. Por ejemplo Peteco Carabajal, en la apertura, que hace un saludo y un reconocimiento a los Hermanos Ábalos como los responsables de haberles enseñado muchas cosas a su familia. Me emocionó. O Leopoldo Federico que es tanguero al cien por cien y grabó una chacarera como si fuera un norteño de toda la vida. Una maravilla”.
Así las cosas, Disco de Oro, Folclore de 1940, contiene en uno de sus volúmenes una selección remasterizada del repertorio clásico de los Hermanos Ábalos y, en el otro, reversiones a cargo de Vitillo e invitados ilustres como el citado Peteco Carabajal, Raly Barrionuevo, Jaime Torres, Leopoldo Federico, Juanjo Domínguez, nuevos talentos como Los Tabaleros, y hasta el rockero Jimmy Rip, guitarrista de Television y Mick Jagger, radicado desde hace años en el país, que pone delay y efectos para una vidala de corte espacial. “Es un norteamericano que habla poco y nada de castellano y cuando mi sobrino nieto nos presentó, no sabíamos qué íbamos a hacer. Pero yo empecé con un ritmo de baguala y vidala y ahí nomás él se adhirió y salió una cosa bárbara. Como siempre digo: la música es el arte de combinar los sonidos...”, recalca Vitillo ya en el living de su departamento, rodeado de infinidad de fotos y recortes periodísticos que puso a la vista el último verano. Hay de todo: desde lógicas fotos familiares con sus hermanos Machingo, Adolfo, Roberto y Machaco (“Mis padres buscaban un varón, pero la cigüeña les jugó una mala pasada, se ve”) hasta imágenes compartidas con Horacio Guarany, Mercedes Sosa, Roger Waters (quien lo requirió para un videoclip la última vez que estuvo en el país) y cuadritos humorísticos del dibujante Sendra. “Con Elvirita, mi mujer, nos gusta mucho Sendra porque nos hace reír a rolete”, subraya, feliz.
Dice que hace poco puso a la vista todos estos recortes y fotos. ¿Por qué?
–Los tenía en cajas. ¿Para qué? Ahora puedo ver estos recuerdos todos los días. Me apuntala y me rejuvenece. Todavía no he tomado bien la idea de qué caracho son 94 pirulos. Es un tema de salud. Yo me afeito en el espejo y veo lo que otros no ven. Extraño a mis amigos.
Los Hermanos Ábalos es uno de esos casos en que la mera revisión de su inmensa discografía (con temas como “Nostalgias santiagueñas”, “La zamba alegre”, “El escondido”, “Casa más, casa menos”, “Chacarera del rancho” entre muchos otros clásicos; todos de presencia habitual en cualquier guitarreada que se precie de tal) no alcanza para tomar medida de su impacto en la música popular. Creadores a la vez que difusores de los ritmos del noroeste mucho antes del llamado boom de los 60, tuvieron que sortear más de una incomprensión cuando, desde Santiago del Estero, se instalaron en la Buenos Aires de los años 30 y 40 y se toparon al principio con más reveses que abrazos. “Cuando dimos una prueba en Radio Belgrano, Sebastián Piana, que entonces tenía cuarenta años, nos rechazó porque no tenía ni idea de lo que era el folclor. Lo mismo cuando fuimos a Radio El Mundo y el señor (Jaime) Yankelevich nos dijo: ‘Lo que pasa es que su música no tiene matices’ ¿Cómo podía ser?”, se pregunta aún hoy. “Por ahí yo iba con un bombo en el tranvía y me decían: ‘Pero ¿qué es eso, che?’. Evidentemente no tenían ni idea”, rememora.
Podrían haberse rendido, como tantos, pero optaron por hacer la suya: montar una peña (la luego famosa Peña Achalay) en pleno Barrio Norte: el subsuelo de la entonces confitería Versalles ubicada en la avenida Santa Fe esquina Paraná. Allí empezaron a mostrarles a los porteños de entonces de qué iban a esas zambas, chacareras, gatos y carnavalitos tocados con conocimiento de causa (no por nada la habían aprendido de manera natural y al aire libre durante infinidad de atardeceres en su provincia) pero también con mucha mentalidad de siglo XX. Modernismo y tradición en un sólo movimiento: el de aplicar refinamiento y cierta cadencia interpretativa a la música criolla que amaban para de algún modo hacerla dialogar con el jazz, la música brasilera y la siempre presente música clásica (prueba de esto último es “El gatito de Tchaikovsky” que Adolfo Ábalos, el cerebro musical de los hermanos, compuso cuando fue a ver El lago de los cisnes al Colón y volvió fascinado con su leitmotiv que luego acriolló y convirtió en uno de los temas reconocidos del grupo).
En todo grupo se establecen roles. ¿Cómo eran en los Hermanos Ábalos?
–Estábamos divididos en dos grupos: los mayores y los menores. Aunque Roberto, el del medio, no sabía si era de los mayores o de los menores. De nacimiento ya se notaba que Roberto tenía unas cuerdas vocales que no eran para cantar. Sí para conversar y hasta por ahí nomás. Pero Roberto era mejor que todos nosotros para conseguir espectáculos, firmar contratos. Adolfo era tímido, pero sentado en el taburete de piano se agigantaba. Lo que él hacía, yo no lo podía hacer. Pero cuando yo tocaba el bombo me miraban y me admiraban. “Che, ¿cómo haces vos para sacar estos sonidos?”. Yo tenía unos brazos normales, para nada fornidos. No se daban cuenta de que era una cuestión de técnica. Machaco tenía una voz muy especial para ese repertorio y yo le hacía dúo. Machingo mas bien era extrovertido. Él bailaba, tocaba el piano, tocaba el charango. No sé si bien o mal, pero lo tocaba sin parar. Y así cada uno cumplía una misión. Subordinados todos a la frase: Hermanos Ábalos: música, canto y danza. Los cinco amando a nuestras tradiciones. De Santiago del Estero al mundo. 
Y de verdad que fue así. Son conocidas las anécdotas de Los Hermanos conquistando Japón mucho antes de que ese paso fuera habitual entre las giras mundiales de los músicos y también compartiendo festivales hasta con los Beatles, pero tal vez lo más decisivo de su historia haya sido su legado interno. La manera en que le marcaron el camino a muchos de sus contemporáneos. “Hasta que llegamos nosotros había un cierto desorden”, explica Vitillo. “Había otros conjuntos, pero no tenían constancia ni daban un espectáculo integral”, añade aludiendo a un aspecto clave que era la atracción inmediata que generaban en vivo: el carácter de “peña” con momentos de canto, danza y hasta humor espontáneo que ofrecían sin perder profesionalidad. “No hay duda de que en el escenario nos divertíamos”, dice Vitillo. “Nunca hacíamos un espectáculo dos veces igual al anterior. No pautábamos para nada lo que sucedía ahí arriba. Por ahí Machingo anunciaba: Bueno, ahora mis hermanos Vitillo y Machaco van a cantar ‘La Carbonera’. Nosotros lo corregíamos: ¿No era que venía ‘La zamba de los yuyos’? Entonces él respondía mirando al público: ¿Ven? Estos ya no respetan ni a sus hermanos mayores. Y todos estallaban de risa. Pero la queja de Machingo era verdadera. No era un paso de comedia. Aunque siempre la pasábamos muy bien”.
Por otro lado, el componer piezas con letra (en años donde la tendencia instrumental era preponderante para favorecer la danza) les terminó dando una cualidad extra que luego otros artistas requerían para nutrir sus propios repertorios. “Como veían que hacíamos temas nuevos que eran bien recibidos desde el sello muchos venían y nos decían ‘¡Letras! ¡letras! ¡Queremos más letras!’ porque las necesitaban para el Dúo Martínez Ledesma, para Martha de los Ríos o para la Negra Tucumana, que no era Mercedes Sosa sino otra”. Y así fue que terminaron estando (y sonando) en boca de todos. “Hay gente que cree que nuestras canciones venía de antes, pero no: son más jóvenes que nosotros”.
¿Cómo era ese momento de composición?
–Cada caso fue distinto. En “Nostalgias santiagueñas” decimos “Pago donde nací/ es la mejor querencia/ Y más me lo recuerda/ mi larga ausencia”. Y resulta que todavía ni nos habíamos ido de Santiago, todavía vivíamos ahí. Y ninguno pensaba dejarlo. Papá ni siquiera había comprado la casa que íbamos a compartir en Buenos Aires. Pero anticipamos el futuro. Por momentos teníamos la bola de cristal. Porque hablábamos de cosas que todavía no nos habían sucedido. Pero las sentíamos como reales. 
Visto a la distancia, ¿qué fue lo que los motivó a mantenerse juntos durante 60 años? 
–Nos guiábamos mucho por la frase: no se ama, lo que no se conoce. Y lo que nosotros queríamos era que se conociera la música de nuestra tierra. Así que de menor a mayor fuimos amando, comprendiendo, queriendo nuestras músicas hasta que de repente se formó la cosa. El arte popular argentino es una historia que merecía ser difundida y los Hermanos Ábalos siempre hemos sido muy claros con eso. Primero porque le dimos prioridad a nuestro querido país, desde Tierra del Fuego hasta el Norte. Y luego porque fuimos por América: Sudamérica, México, Estados Unidos, Canadá. Así terminamos llegando a Europa y Japón, el nuevo Japón posterior a la Guerra Mundial que era una locura. Usted no se imagina lo que eran esos camarines. Eran pequeñas casas de lujo. Y amaban nuestra música como si hubieran nacido acá.
Ante la progresiva muerte de sus hermanos (el último en partir fue Adolfo en 2008), la opción más a mano que tenía Vitillo era retirarse. Poder disfrutar de los recuerdos y de lo ya hecho. Pero eso, evidentemente, no iba con su carácter. “Yo sigo dando examen”, dice sobre sus nunca abandonadas presentaciones en vivo bajo el nombre de El Patio de Vitillo Ábalos, que cuenta con un disco editado en 2009 y shows en diversos puntos del país (el último de ellos un espectáculo a dúo con Jaime Torres en el CC Torcuato Tasso que tal vez continúe en diciembre). “Hace poco estuvimos en Junín. Y le dije a los muchachos: ‘Bueno, aquí, hoy, hay gente que joven que nunca nos ha visto. Así que tenemos que prodigarnos un poco más. Hoy nos toman examen, les dije. Y ellos me miraron como pensando que les hablaba en broma. Pero no: es la verdad. Siempre hay que prodigarse más”. 
Para Vitillo algunas cosas no cambiaron desde que empezó hace tanto años (y no van a cambiar). Pero otras sí. “La gente es amorosa pero algún día, cuando sea grande, le voy a dar mi punto de vista: hay gente que habla y después piensa. Lo ideal sería que piense y que hable poco. Vivimos y convivimos en esta ciudad grande. Usted toca cualquier tema y hay varias personas opinando sin escucharse, te cortan cuando estás hablando”, comenta sin tono de protesta. La perra de Vitillo, que aguarda con ladridos del otro lado de la puerta, avisa que el tiempo de charla se acaba. Elvirita, su esposa, la deja pasar. “Es mansita”, dice ella mientras la acaricia y ofrece la oportunidad de que puedan contar cómo y cuando se conocieron. “Fue en una peña del Pasaje Bollini, año 1997”, hace cuentas él. “Había ido con mi conjunto y la señorita estaba como público. Nos enamoramos a través de la cosa criolla”, relata como no podía ser de otro modo. “Lamentablemente, cuando uno dice ‘adiós’ también dice ‘nos vemos’”, observa ya en la puerta de entrada de planta baja, previo a disculparse como al inicio por el desencuentro del día anterior. “Uno nunca sabe cuándo es que se vuelve a ver”, completa y suelta entonces un zapateo que sigue sonando lo que resta del día. Otra manera de decirse adiós.