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Domingo, 1 de febrero de 2004

NOTA DE TAPA

Solos en la madrugada

Como muchos hijos de famosos, a Sofia Coppola le tocó sufrir el síndrome de portación de apellido. Debutó (en la actuación y en el show business) con un papel en El Padrino III y la crítica la defenestró. Como no hay mal que por bien no venga, Sofia abandonó la actuación y se dedicó a dirigir. Con Las vírgenes suicidas, su notable opera prima, demostró que tenía alas propias y atenuó (aunque no neutralizó del todo) la sospecha y las maledicencias. Ahora, con Perdidos en Tokio, el mundo, por fin, se rinde a sus pies. Premiado con tres Globos de Oro y candidato a cuatro Oscar, este film íntimo, hipersensible y sutil sigue los pasos de dos criaturas solitarias en el laberinto de Tokio, revitaliza el romanticismo a fuerza de melancolía y pone negro sobre blanco lo que ya era un secreto a voces: es la hora de Sofia Coppola.


POR MARIANA ENRIQUEZ

En las últimas semanas, la televisión abierta y el cable vivieron una mini-fiebre de El Padrino, y varios ciclos emitieron las tres películas de la saga de Francis Ford Coppola. Fue notable comprobar la distancia que separa las dos primeras partes de la tediosa El Padrino III, y más notable aún recordar cuánto la maltrataron a Sofia Coppola por su interpretación de la hija de Michael Corleone en la entrega final. ¿Por qué tanta saña? Es imposible comprenderlo: la hija de Francis ilumina la pantalla con su rara, imperfecta belleza mediterránea y su gracia adolescente coronada por una magnífica cabellera oscura. Su presencia es lo mejor de una película olvidable. Quizá los ataques se debieron a su condición de princesa heredera del imperio Coppola, que puso en funcionamiento el prejuicio contra los “hijos de” nacidos en cuna de oro. Ahora, con la distancia, está claro que fueron ataques injustos.
Pero esos perdigonazos bastaron para que Sofia no actuara nunca más. Años después, la hija de Francis debutó como cineasta con el largometraje Las vírgenes suicidas, una película delicada y elegíaca basada en la novela de Jeffrey Eugenides. Aunque fue una opera prima impresionante –imposible adivinar que se trataba del trabajo de una principiante–, la crítica expuso sus reservas: reconoció unánimemente que era un film logrado, pero insinuó entre líneas que la mano de papá Francis pudo haber tenido algo que ver.
Por eso Perdidos en Tokio (Lost in Translation), que Sofia dirigió y escribió, es un triunfo. Nadie más pudo haberla dirigido. La película obliga a resignificar adjetivos estereotipados como “personal” e “inclasificable”, que en boca de la crítica perezosa suelen sonar como calificativos vacuos. De verdad, no hay nicho donde ubicar una película que tiene pasajes de comedia (pero no es una comedia), escenas de franca tristeza (pero no es un drama) y mucho de romance (pero no es exactamente romántica). Tampoco cabe llamarla dramedy, nueva categoría borrosa para las comedias románticas tristonas. Sofia Coppola es demasiado inteligente, posee una sensibilidad única y esquiva los casilleros con naturalidad y sin ningún esfuerzo. Despojada de ingenio y guiños –esos que abruman las películas de su ex marido, el sobrevalorado Spike Jonze–, construye su película, la relación entre los personajes y la presencia confusa de Tokio con una levedad en absoluto impostada y una trascendencia vertiginosa, ganada sin ceder un centímetro a la pomposidad.
Perdidos en Tokio fue comparada con Antes del amanecer (de Richard Linklater); Con ánimo de amar, de Won Kar Wai, y último tango en París, de Bernardo Bertolucci. Pero las diferencias son tan relevantes como los parecidos. Sí, se trata de un encuentro de dos desconocidos que de inmediato se unen en una intimidad casi dolorosa. Pero está exenta de los parlamentos solemnes de la película de Linklater, carece del exceso de preocupación estética de Kar Wai y prescinde de la intensidad y el erotismo explícito del mítico film de Bertolucci. El film de Sofia Coppola se desenvuelve con suavidad minimalista pero despiadada, y el guión sutil (que, sorpresa, supo apreciar la Asociación de Prensa Extranjera cuando le otorgó el Globo de Oro) da pistas para construir quiénes son los protagonistas: Bob Harris (una estrella de Hollywood desencantada, muerta de tedio y cansancio) y Charlotte (una estudiante de filosofía casada hace dos años, silenciosa y aturdida).
Bob y Charlotte están solos en el Tokyo Park Hyatt, un hotel tan confortable como hostil. Pasan la mayor parte del tiempo en sus habitaciones, insomnes; él cambia de canal constantemente, en una búsqueda vana de distracción, mientras recibe faxes y encomiendas de su esposa que está en Los Angeles, junto a sus hijos, y desde larga distancia insiste en que elija el color de la alfombra de su estudio o el diseño de un nuevo mueble. Bob está en Tokyo para hacer lo que hacen muchas estrellas de Hollywood en Japón: protagonizar publicidades de TV. A él le toca una propaganda de whisky, que le dejará más de dos millones de dólares. Bob tiene que hacerlo: es importante para conservar su estilo de vida. Sin embargo, gracias a la enorme actuación de Bill Murray (ver recuadro), sabemos que Bob, aunque conforme con su vida, no está del todo satisfecho. Vive en una planicie y adivina que ya no tendrá muchas más sorpresas en su vida. Todavía no lo ganó el cinismo; todavía quiere conservar la relación con su esposa, quizá por amor, o quizá porque le sería mucho más complicado –e inútil– abandonar la comodidad. Todavía respeta su profesión, pero sabe que prostituirse es parte del negocio. Y todo esto aparece en el film en apenas algunas referencias del diálogo: el rostro de Bill Murray, capaz de irradiar la mayor indiferencia y la pena más oceánica en una sola escena, aporta tanta dignidad a su personaje que nunca se lo puede pensar como una estrella decadente. Murray es una elección arriesgada para un protagónico: sin dudas se trata de un actor genial, pero cuando pone el piloto automático, él mismo parece desestimar su talento. Aquí, sin embargo, el protagonista de Hechizo del tiempo ubica todos los diques de contención donde hacen falta y dosifica sus emociones de tal modo que Bob jamás cae en la caricatura.
Charlotte, por su parte, es una chica que acompaña a su esposo fotógrafo. Él se pasa todo el tiempo trabajando, y aunque es evidente que la quiere, también está claro que es incapaz de verla. Entusiasmado por los halagos de una starlet de Hollywood insoportable (Anna Faris, con un parecido sobrenatural a Britney Spears), obsesionado por el look de los rockers de moda que quiere fotografiar, deja a su esposa sola en la habitación porque cree que se aburrirá si lo acompaña. Ella escucha cds de autoayuda espiritual, recorre la ciudad y visita un templo budista; esta última excursión la hará estallar en el teléfono, cuando le cuenta a una amiga en EE.UU. que “no sintió nada” y luego, angustiada, llega al centro de su infelicidad balbuceando: “No sé con quién me casé”. Charlotte, según la hermosa Scarlett Johansson, es inteligente pero insegura: prefiere callar sus comentarios mordaces por temor a parecer amargada –después de todo, ¿tiene motivos para quejarse?–, y aunque podría ser tan bella como la starlet que monopoliza a su marido, se oculta detrás de camisas y chalecos de lana, como una universitaria de Yale que pasa de la frivolidad pero sospecha que sería más feliz si se tomara las cosas menos en serio. Con su voz grave, Charlotte es la marimacho ideal(izada), muy atractiva pero lo suficientemente reconcentrada como para ser objeto de una amistad platónica.
Charlotte no busca en Bob un amante. Tampoco alguien a quien atormentar con sus conflictos personales (es demasiado pudorosa para eso); busca un cómplice que la alivie. Alguien con quien ver La dolce vita a las cuatro de la mañana, que la acompañe a elegir un menú desconcertante o la ayude a dormir. Lo mismo que busca Bob, aunque no se dé cuenta. “Nunca deberíamos volver a Tokio, no sería tan divertido”, le dice ella a Bob en la habitación del hotel. El encuentro no está hecho para durar, y la forma en que Sofia Coppola desenvuelve la relación anticipa que, para ellos, será sumamente incómodo verse otra vez en casa. Puede que no tengan tanto en común, y es evidente que no podrán repetir la intimidad que vivieron. Por ese final anticipado Perdidos en Tokio es una película infinitamente triste pero también cálida, como una caricia de despedida.
La elección de la ciudad de Tokio como escenario es, en principio, sospechosa. Demasiados cineastas intentan apropiarse de ese símbolo de Occidente en Oriente para emprender aventuras estetizantes, labrar fotogramas que parecen grabados japoneses antiguos, enhebrar citas banales y miradas superficiales, como si un cóctel de animé, neón, zen, artes marciales y karaoke fuera suficiente para hacer una película “moderna”, capaz de capturar ese espíritu donde se cruza el consumismo con la espiritualidad, entendido como ideal. Sofia Coppola también usa a Tokio como la meca de su generación, pero la ciudad, lejos de ser un escenario arbitrario, está en sintonía (por oposición) con sus personajes: Bob y Charlotte no están perdidos en la ciudad, están a la deriva en cualquier parte. La ciudad es generosa y les ofrece una noche mágica (una de las mejores secuencias de la película) cuando, en casa de amigos, se emborrachan y se turnan en el karaoke hasta la madrugada: Charlotte, con una peluca, canta Brass in Pocket de The Pretenders, y Bob responde con More Than This, diálogo musical que Sofia ya había utilizado en Las vírgenes suicidas (cuando las chicas encerradas se comunican a través de canciones por teléfono con los muchachitos del barrio que las veneran). Tokio y sus habitantes, a quienes no comprenden, los hace reír. Pero mucho peor, después de todo, es no poder comunicarse con sus parejas.
La mejor comedia aparece cuando Bob naufraga ante las indicaciones de los publicistas y directores japoneses, que lo tratan con la mayor amabilidad pero no logran hacerse entender. Las diferencias culturales son el alivio cómico, para la película y para Charlotte y Bob. “¿Por qué será que los japoneses cambian la ‘R’ por ‘L’?” quiere saber Charlotte, y Bob responde: “A lo mejor para reírse de nosotros. No creo que les resultemos divertidos”. Muchos críticos objetaron que los chistes “japoneses” –sobre todo acerca de la pronunciación y la infinita cortesía– resultan ofensivos, pero hay que sufrir de un caso grave de corrección política para no disfrutarlos. También señalaron que la mirada sobre Tokio es “turística”. Claro que lo es: Bob y Charlotte son turistas, y también Sofia Coppola. El asombro ante los enormes locales de videojuegos se mezcla con caminatas solitarias de Charlotte sobre piedras en lagos de jardines japoneses, y todo refuerza la idea de fugacidad del film. El encuentro de Bob y Charlotte es como las fotos de los viajes; de regreso en casa, ese paisaje que parecía tan hermoso es apenas una polaroid fuera de foco, vacío de la exaltación con que fue tomada, y sólo tiene valor para el que recuerda la sensación que lo obligó a desenfundar la cámara. Pero si el encuentro de los personajes, pensado a futuro, se desvanecerá, Perdidos en Tokio consigue lo que las fotos no pueden: capturar lo fugaz. El final, épica en miniatura, acompañado por una canción dulce, melancólica y ácida que sintetiza el espíritu del film (Just Like Honey de Jesus & Mary Chain), preserva la privacidad de los personajes al punto de que no permite a los espectadores saber qué ocurre. Eso que Sofia Coppola prefiere ocultar es tan íntimo, cálido e importante como su película.

Queremos tanto a Bill

Dos pilares sin los cuales Sofia Coppola se habría perdido en Tokio: el gran Bill Murray y una banda sonora formidable.

POR RODRIGO FRESÁN

Acordarse de ese cuento de Julio Cortázar, Queremos tanto a Glenda, donde una secta de fans de la actriz inglesa Glenda Garson –transparente máscara de Glenda Jackson– decide primero corregir las películas de su ídolo y luego, directamente, suprimir a la estrella para así preservar el mito perfecto e impedir, a la vez, que caiga en la inevitable decadencia de los films mediocres o malos. Igual fanatismo suele despertar en sus acólitos el actor norteamericano Bill Murray a la hora de verlo a él, y cuando es él nos mira a nosotros. El problema es que ante la hipotética y magna empresa de corregir y enderezar su obra hay demasiado trabajo por hacer. Hasta no hace mucho, Bill Murray –como Christopher Walken o Jeff Bridges, otras rara avis de Hollywood– agarraba lo que venía y se conformaba con transformar una pésima película en una película de o con Bill Murray: algo que ya no era simplemente malo porque ahí estaba él con esos ojos entre tristes y asqueados, esa cara marcada por la viruela o el acné y ese pelo tan poco fotogénico, como diciéndonos “Las cosas que hay que hacer...” o como diciéndose “De vez en cuando, entre tanta basura, surge algo que vale la pena”.
Por estos días, Bill Murray disfruta de una suerte de segunda vida artística: aparece cada vez más en películas cada vez mejores, o películas que su sola presencia vuelve formidables. Es el caso de Perdidos en Tokio, por la que ha ganado ya once premios, entre ellos un Golden Globe, y ha sido nominado a varios más, Oscar incluido. Y así, por suerte para nosotros, ya casi no tenemos que ocuparnos de él o preocuparnos por él. El futuro inmediato promete buenas cosas: The Life Aquatic (tercera película junto a Wes Anderson) y The Squid and the Whale (una saga familiar con escritor patriarcal). Y entre una y otra –para no perder pie comercial– Bill Murray pondrá su voz en Garfield, película con gato animado.
Como el mismo Murray explica en una entrevista que se incluye como material extra en el DVD de Rushmore –pequeña gran película de Wes Anderson que lo elevó a esas alturas de las que ahora disfruta–, lo suyo es “tener el control de mi carrera, escoger guiones buenos sin preocuparme demasiado por si lo que me tocará es un protagónico o un secundario y disfrutar de este gratificante equívoco según el cual parece que me convertí en una suerte de actor fetiche para los mejores directores jóvenes, que, además, se ponen a escribir guiones pensando nada más que en mí...”. Y en un reportaje publicado en la última edición de la revista Uncut agrega: “¿Llegará esto a consolidarse como un nuevo movimiento? ¿Una nueva forma de hacer y de entender el cine, la forma en que lo hacen y lo entienden Wes Anderson y Sofia Coppola? Espero que sí... pero no lo creo. No aparecen muchas películas así, no hay tantas personas tan inteligentes detrás de la cámara y no hay tantos espectadores con ganas de entrar a un cine con la idea para poder salir felices, orgullosos de ser miembros de la raza humana”.

VER
Y Bill Murray sabe de lo que habla. No es fácil ver a Bill Murray. Bill Murray ha hecho demasiadas películas malísimas, unas cuantas películas aceptables redimidas por su presencia y un puñado de indiscutibles obras maestras.
Ignoremos las malas y –antes de concentrarnos en la visión de las maravillas– enumeremos las soportables: Where the Buffalo Roams (de 1980, donde se adelantó a Johnny Depp a la hora de hacer de Hunter Thompson); Ghostbusters (la primera, el mega-hit sobrenatural que en 1984 lo hizo famosísimo); Scrooged (variación sobre el A Christmas Carol de Dickens estrenado en 1988); Quick Change (comedia-de-robo-de-banco dirigida por Murray en 1990); What About Bob? (de 1991, donde ofrece uno de sus mejores personajes: el hiper-fóbico Bob “Baby Steps” Wiley que invade las vacaciones de un psicoanalista sufrido, cortesía de Richard Dreyfuss), y Kingpin (producto temprano –1996– de los Farrely Brothers donde la juega de Ernie McCracken, campeón de bowling corrupto). A esta lista se pueden anexar sus siempre nutritivas apariciones breves (en la última de Jim Jarmusch, Coffee and Cigarettes, Bill Murray tiene un cameo como... Bill Murray), en las que un par de escenas le bastan para dejar un recuerdo imborrable y mejorar o redondear el producto. Así, ver: Tootsie (de 1982, donde es el casi impávido amigo de Dustin Hoffman); Little Shop of Horrors (de 1986, donde es el masoquista adicto al torno de su dentista); Ed Wood (de 1994, donde llora el desconsuelo hormonal y transexual de John “Bunny” Breckinridge, siempre acompañado por un puñado de mariachis que se trajo de México para que lo consuelen); The Cradle Will Rock (de 1999, donde ofrece el magnífico monólogo del ventrílocuo disfuncional Tommy Crickshaw); y –last but not least– Los excéntricos Tenenbaum (2001, segunda incursión en el mundo de Wes Anderson, donde hace del abandonado psicoanalista Raleigh St. Clair).
La crema de la crema de Bill Murray son, apenas, cuatro películas y una rareza tan rara que merece comentarse.
La rareza es la versión de The Razor’s Edge que Murray protagonizó y produjo en 1984. Extraña decisión tras la adoración popular conseguida en Ghostbusters: elegir el papel del héroe de un clásico de Somerset Maugham –ya inmortalizado por el galante Tyrone Power– y convertirse en un emigré iluminado en París y en el Tibet. La película fue un fracaso de proporciones épicas y Bill Murray se deprimió y dejó todo por un tiempo (sí, se fue a París), pero su visión es una experiencia grata y emocionante. Aquí Bill Murray pone tanto amor en lo que está haciendo que, en realidad, poco importa lo que hace.
Y las cuatro obras maestras son:
¦Caddyshack: comedia tonta pero, curiosamente, epifánica, que gira alrededor de una de las pasiones de Murray: el golf. Dato pertinente: Murray publicó en 1999 un best-seller sobre el asunto, donde recuerda sus pasado como caddie y celebra su presente como semiprofesional de cuidado: Cinderella Story.
¦Groundhog Day: indiscutible clásico de 1993 que parece escrito en colaboración por Franz Capra y Frank Kafka. O algo así. Cumbre de la comedia “física” y frenética del por lo general “químico” y apacible Bill Murray –es la película en la que más se acerca a las proezas hiperquinéticas de Steve Martin en All of Me o de Tom Hanks en Quisiera ser grande– combinada con una extraña profundidad místico-filosófica en la que el frenesí slapstick aparece apoyado, siempre, en una sabiduría agridulce y cínica, como sólo puede serlo la de Bill Murray. Aquí, el periodista televisivo Phil Connors, atrapado en un loop espacio-temporal –el provinciano Día de la Marmota–, recién descubre al final de la película que “ser bueno” puede ser la solución a su problema. No es raro que Groundhog Day sea una de las películas favoritas de algunos discípulos de Wittgenstein y más de un budista de fuste. Hay aquí más zen auténtico y puro que en todos esos delirios matrix-samurais de los efectistas últimos tiempos.
–Mad Dog and Glory: en el mismo año de Groundhog Day, Bill Murray protagonizó junto a Robert De Niro este guión del novelista Richard Price. Un gángster que sólo sueña en triunfar como stand-up comedian –Murray– se enfrenta con un policía forense, apacible y opaco –De Niro– para decidir cuál de ellos es dueño del corazón o del cuerpo de Uma Thurman. Sórdida y tierna –aunque parezca imposible– al mismo tiempo.
¦ Rushmore: Magnífica variación salingeriana que gira alrededor de Herman Blume, un magnate melancólico (Bill Murray) cuya vida cambia al conocer a Max Fischer, un estudiante adicto a su escuela (Jason Schwartzman). Evidencia incontestable de que una art-movie puede ser “linda” y una de las cumbres actorales de Bill Murray, que puso 25 mil dólares de su bolsillo para que Anderson pudiera filmar una escena que los estudios Disney habían desistido de financiar. La película desborda de momentos-Murray (el asco cansado con que arroja pelotas de golf a una piscina, las carreritas eufóricas mientras espía a la maestra de jardín de infantes, ese puño en alto al final de la obra de teatro vietnamita que estrena Max), pero hay un instante mágico que quedará para la Historia: aquella escena breve, con villancico de música de fondo, en la que Blume conoce al padre de Fischer, un peluquero magistral, sensiblemente actuado por el cassavetiano Seymour Cassel. Como somos muchos los que pensamos lo mismo, cito aquí lo que en su momento escribió el crítico Anthony Lane en The New Yorker: “Max –avergonzado por su origen humilde– siempre les ha dicho a sus compañeros adinerados que su padre es un neurocirujano, y no es sino hasta casi el final de Rushmore cuando Blume descubre la verdad. Max le presenta a su padre peluquero: ‘Mi padre’, dice. Y si quieren elegir una sola toma entre todas las películas de este año, quédense con la mirada en los ojos de Bill Murray mientras le estrecha la mano al padre de Max: desconcierto, incredulidad, una pizca de indignación, la calma velocidad de la verdad y, al final, la perfecta gentileza del sentirse emocionado. Todo el asunto demora unos cuatro segundos: lo que se conoce como actuar”.
¦ Y, claro, Perdidos en Tokio.

MIRAR
Perdidos en Tokio puede entenderse como una curiosa mezcla del Breve encuentro de David Lean, el último tango en París de Bernardo Bertolucci y el Antes del amanecer de Richard Linklater: la melancolía adúltera de la primera, el angst extranjero de la segunda, la felicidad intensa pero breve de la tercera, todas fundiéndose en proporciones justas en algo que no es una película de amor sino –como las citadas más arriba, o como Cantando bajo la lluvia, El graduado, Melody o Manhattan– una película sobre enamorarse. Una película que –sin que le cueste esfuerzo alguno– nos obliga a enamorarnos del modo en que Bill Murray se enamora en Perdidos en Tokio. Y es una película de y con y para Bill Murray (si alguna vez la hubo). Aquí Bill Murray muestra y demuestra –a todos aquellos que siempre lo consideraron un cómico eficaz, diferente, surgido de la troupe del teatro Second City y de los gags televisivos de Saturday Night Live– que también es alguien dotado de esa gravitas natural de raros y alternativos como Buster Keaton o James Stewart o Peter O’Toole: tipos que actúan, sí, pero que no son exactamente actores. Porque se dedican a hacer de ellos, de esa parte de ellos que está en todos. Maximinimalistas consumados e intraducibles que saben que no se trata de aquello de “menos es más” sino de que lo justo, lo exacto, es lo más. Artistas que se dedican a lo suyo y a lo nuestro.
Y Bill Murray –nacido en 1950, el quinto de nueve hermanos, expulsado de los Boy-Scouts y de la Little League, alguna vez preso por contrabando de marihuana– es finalmente, como ya se dijo, la mirada de Bill Murray: uno de esos tipos que actúan más con los ojos que con el cuerpo. Por ejemplo, el modo en que Herman Blume mira a Max Fischer cuando éste le revela su estrategia existencial, su credo filosófico: “El secreto está en encontrar algo que amas hacer y entonces hacerlo durante el resto de tu vida”. O el modo en que el desencantado Bob Harris –de paso por Tokio para filmar un comercial de whisky– mira a la deliciosa Charlotte (la actriz hot Scarlett Johansson) mientras le canta una canción con modales de karaoke.
Porque –vale la pena señalarlo– el soundtrack que Sofia Coppola ensambló para Perdidos en Tokio –y que incluye tracks de Air, Death in Vegas, Sebastien Tellier, el retorno de Kevin My Bloody Valentine Shields tras doce años de silencio y aquel inolvidable Just Like Honey de The Jesus and Mary Chain– es, ya, uno de los discos imprescindibles del año. Un disco que esconde al final, fuera de créditos, esa mirada hecha canción cuando Murray le canta y la mira y se enamora de ella y descubre que, tal vez, después de todo, la vida vale la pena. Una tan absurda como desgarrada interpretación de More Than This: aquellas venerables estrofas escritas por Gene Clark & Roger McGuinn que Bryan Ferry reinventó en Roxy Music a la altura de Avalon y que a partir de ahora –del mismo modo en que As Times Goes By es patrimonio de Bogart & Co. a partir de Casablanca– pertenecerá sólo a Perdidos en Tokio, a Bill Murray.
“Más que esto... Ya sabes, no hay nada”, canta allí Bill Murray mientras mira, la mira y nos mira.
Y Bill Murray no miente, y no se equivoca, y tiene razón.

El candidato

Por R. F.

Es un hecho: Bill Murray es candidato al Oscar al Mejor Actor, y el solo placer de verlo cruzar la alfombra roja justificará la trasnochada de volver a ver la eterna e infecta ceremonia. Está claro que las posibilidades de que gane el filósofo que explicó el secreto de una carrera en Hollywood –“ser loco al principio y cuerdo al final; no conviene empezar como cuerdo y terminar loco”– no son precisamente altas. A la Academia no le gustan los cómicos; ahí está el favorito y torrencial Sean Penn, los galanes Jude Law y Johnny Depp (en otro de sus virajes decididamente freaks), y el prestige de Ben Kingsley (que ya lo consiguió por Gandhi). Pero nunca se sabe; cosas más raras han sucedido. Mientras y hasta entonces, Bill Murray –tipo complicado y temido, dado a bruscos cambios de carácter, que, según rumores, fue abofetado por Lucy Liu durante el rodaje de Los ángeles de Charlie– ya se pronunció al respecto: “No es un tema que me interesa... Si te descubrís queriendo ganar un Oscar, bueno, ése es uno de los paisajes más tristes que puede llegar a ofrecer un actor. Lo ves claramente durante la entrega de esos premios, ves la desesperación en sus rostros, y es algo tan feo de contemplar. La desesperación no es una de las cualidades que me interesa cultivar. Yo estoy por encima de los Oscars. No es otra cosa que una versión de luxe de uno de esos concursos de popularidad. A veces aciertan, pero se equivocan muchas otras. Lo mío es hacer la mayor cantidad de películas que le gusten a la gente. Y el tipo de fama que te trae un Oscar es un peligro para un comediante. Es un misterio. Dejás de ser gracioso. Y a cambio te volvés famoso. Mal negocio. La fama es un elemento negativo para la mayoría de las personas: toda esa súbita información falsa sobre tu persona te pone de mal humor y te convierte en un maleducado. Por eso yo desaparezco de tanto en tanto, llamo a mi agente dos veces al año, no estoy pendiente del Gran Juego. Cuando alguien me dice que quiere ser rico y famoso, yo siempre le doy el siguiente consejo: ‘¿Por qué no ser nada más que rico?’”.


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