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Domingo, 13 de junio de 2004

CINE

El infierno tan temido

Premiada hace dos años con la Cámara de Oro en el Festival de Cannes, se estrena en Buenos Aires Las horas del día, la opera prima del catalán Jaime Rosales, retrato seco y descarnado de un tendero común que elige huir de la rutina del suburbio por la vía más expeditiva: el crimen.

Por Horacio Bernades

“Escarba en el mismo lugar. No te escurras fuera de él. Doble, triple fondo de las cosas.” El credo de la concisión y la concentración, que Jaime Rosales practica visiblemente en su opera prima Las horas del día, hacen pensar en ese mandamiento de Robert Bresson que aparece en su librito Apuntes del cinematógrafo. Objeto de devoción casi tan secreto como las propias películas del director de Diario de un cura rural, Apuntes del cinematógrafo es una minibiblia de poco más de cien páginas que este realizador catalán, en efecto, reverencia como un texto canónico. Y se nota: desde sus primeras imágenes, Las horas del día comunica la inconfundible, rara sensación de suceder en un mundo tan parecido al de todos los días como el planeta Marte. Un mundo parecido, más que nada, al mundo Bresson: ese en el que las cosas tienen doble o triple fondo.
Si es que el protagonista de Las horas del día esconde alguno, ese doble fondo queda brutalmente expuesto a la media hora de proyección, cuando Abel, calmo tendero de las afueras de Barcelona, emblema aparente de la más perfecta normalidad, se despacha con un acto digno de Caín, y luego vuelve a ser Abel. Ésa es justamente la cuestión, el verdadero problema que el film de Rosales plantea al espectador: ¿cómo entender a un Abel que no necesita dejar de ser Abel para ser también Caín? “Lo importante no es lo que muestran sino lo que esconden”, decía Bresson de sus personajes. He ahí el triple fondo de Las horas del día, cuyo develamiento quedará a cargo del espectador.
Producida por Rosales al estilo Nuevo Cine Argentino, casi por cuenta propia, Las horas del día desembarcó en Cannes dos años atrás, como salida de la nada, y se llevó la Cámara de Oro, el premio con que el festival recompensa a la Mejor Opera Prima. En abril pasado, Las horas del día fue una de las perlas más raras del Bafici porteño, y el jueves próximo aparecerá por fin en la cartelera porteña, gentileza de un aventurado distribuidor local. Siempre y cuando Harry Potter, Shrek II y otros gigantones pintados de verde estén dispuestos a hacerle un lugarcito, claro.

Bajando la cortina
Para la corriente hegemónica del cine español (esa que suele manifestarse en prolijas y literarias producciones de época, pero también en muestras del más craso naturalismo al estilo de Solas, El bola o Los lunes al sol), una película es básicamente un guión que debe ponerse en escena con profesionalismo y sin sorpresas, como quien sigue la línea de puntos que dibujan los manuales de la especialidad.
Las horas del día va en una dirección opuesta: cruda, pelada como un pueblo blanco, antes que mostrarle al espectador lo que espera ver y de la forma en que espera verlo, prefiere incomodarlo, y recordarle que detrás de eso que se muestra siempre hay algo que se esconde. “No hay nada más español que la austeridad, la búsqueda de la verdad en estado esencial, la ausencia de ornamentación”, replica Rosales, recordando que, además de Saura, Vicente Aranda o Mario Camus, el cine hispano es también el de Tierra sin pan, El espíritu de la colmena o En construcción, películas tan secas y esenciales como la suya.
Haciendo honor a su título, lo que muestra Las horas del día es una cotidianidad de rituales reiterados, una abulia cuidadosamente cultivada. A sus treinta y pico, Abel todavía vive con su mamá en el departamento de suburbios en el que –no es difícil suponerlo– vivió toda la vida. Y ahí seguramente seguirá viviendo: renovación y cambio no son las premisas que lo guían. Si lo sabrán su novia, que está harta de las salidas repetidas, su mejor amigo, que intenta convencerlo de probar algún negocito distinto, y la única empleada de la tienda que administra, especializada en ropa que parece hecha para gente como él. Gente que quedó atrapada en algún agujero temporal. En este mundo, el más mínimo cambio (la conversión del barcito de la vuelta en un McDonald’s, por ejemplo) suena a peligro. Ni hablar de cambiar de estado civil: la novia de Abel deberá seguir esperando por los siglos de los siglos. La “solución” que el personaje encuentra para huir de esa rutina abrumadora consiste en ser Caín por un rato. Nadie lo sabrá jamás, salvo él mismo, una desdichada taxista y un pobre anciano; y el espectador, que deberá resignarse a que, cuando todas las horas del día hayan transcurrido, la cortina de la tienda volverá a bajarse como si nada hubiera pasado.

El peor crimen
Si hay un error que Jaime Rosales no comete es el de filmar la abulia con abulia. Lo hace, en cambio, con los instrumentos más propios del cine, cuestión de ofrecerle al espectador vías de entrada y claves visuales para ingresar a ese mundo aplastantemente chato. Abre y cierra la película con una serie de simetrías que comunican el encierro vital del protagonista; coloca la cámara siempre a cierta distancia; refuerza la idea de enclaustramiento enmarcando a Abel entre puertas y ventanas; hace que el tiempo pese en escenas de encuadres inmóviles; y explota el fuera de campo para que el espectador haga ese trabajo de reconstrucción y reposición al que el perezoso cine contemporáneo lo ha desacostumbrado. ¿Y música? Nada de música de acompañamiento, sostén o refuerzo. Absolutamente nada de música, Bresson dixit, y en esto Rosales es también fiel a su maestro.
La abulia se combate con trabajo y esfuerzo, y en ese terreno resultan ejemplares los desvelos de Abel a la hora de consumar su remedio contra la rutina. Desde cierta famosa escena de Cortina rasgada no había sido tan laborioso y complicado quitarle la vida al prójimo. En la película de Hitchcock, Paul Newman decidía dar cuenta en una cocina del agente de la KGB que lo perseguía: primero intentaba matarlo con un cuchillo de cortar carne, que se partía después de clavarse; luego forcejeaba con la víctima, ayudado por la dueña de casa; finalmente se le encendía la lamparita y abría el horno, pero meter la cabeza del otro adentro y dejarla el tiempo suficiente no resultaban cosa sencilla. A la larga, tanto esfuerzo tenía su premio. Lo mismo sucede aquí con Abel, en medio de un descampado o en el baño público de una estación del subte barcelonés.
Sin embargo, no hay en Las horas del día escena más chocante, más molestamente cómica, que esa en la que Abel, en el momento menos indicado, le hace ver a su mejor amigo que la gente en la que creía lo traicionó. Allí queda claro que para destruir al prójimo no hacen falta manos ni instrumentos: con la sola palabra basta. Tal vez sea ése el crimen más espantoso al que Las horas del día expone al espectador.

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