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Domingo, 8 de agosto de 2004

El muro de Pekín

Los 12 escándalos de la plástica En 1952, Diego Rivera realizó por pedido del gobierno mexicano un mural para una muestra en París. La pesadilla de la guerra, el sueño de la paz mostraba a Stalin y Mao, sobre un horizonte atómico, invitando al Tío Sam, a un lord británico y a la Libertad francesa a firmar un tratado antibélico. Pero el gobierno rechazó el trabajo por antiyanqui y desde hace cincuenta años nadie sabe dónde está el mural. Ahora, una nueva teoría lo lleva a Pekín.

 Por María Gainza

Está bien, puede que Diego Rivera haya sido un excelente pintor, un hombre inagotable que llevó a escala arquitectónica el microcosmos del retablo popular mexicano, pero paremos ahí. Rivera fue un trabajador, incesante, pero convengamos que siempre fue más un entrepreneur que un artista. Al lado de la desesperación, la furia y el hambre que emiten las pinturas de José Clemente Orozco, o de la potencia de locomotora sin frenos que despiden las imágenes de David Alfaro Siqueiros, las de Rivera son obras grandilocuentes, virtuosas, astutas patas de palo que no han envejecido bien. Y así y todo, el valor de Rivera como principal motor del muralismo mexicano, de un renacimiento cultural que en los años 20 se sintetizó en una revolución política, es innegable. Por eso cualquier asunto sobre el Diegote agita a su pueblo. El último embrollo: un mural, como todo en diegolandia, gigantesco, que hace cincuenta años, plena Guerra Fría mediante, dicen que se traspapeló por ahí. Como si tal cosa pudiera perderse así de fácil.
La pesadilla de la guerra, el sueño de la paz, una de las obras finales de Diego Rivera, desapareció silenciosamente hace medio siglo y nunca se supo nada sobre su paradero, pero ahora un experto en arte latinoamericano llamado Xing Xiasheng dice tener una nueva teoría. Y sí, suena a cuento chino. Parece que en 1952 el gobierno del presidente Miguel Alemán le encargó a Rivera una obra que representara dignamente al país en una muestra que se llevaría a cabo ese mismo año en París. Rivera, que siempre se proclamó comunista, aunque fue y volvió del partido varias veces, propuso un mural dedicado a la paz. Que para entonces y para él, significaba hacer una pintura donde unos amistosos Mao Tse Tung y Stalin le ofrecían una pluma para firmar un tratado antibélico a un Tío Sam de rostro enjuto, un lord británico y a la Marie. Detrás, un hongo nuclear coloreaba el cielo y un soldado moría en la cruz. Pero el entonces director del Instituto Nacional de Bellas Artes de México, Carlos Chávez, rechazó la pintura “debido a su gran contenido político”. A Chávez el mural le pareció un poco demasiado subido de tono, en especial por el mensaje antiyanqui que despedía, y se negó a enviar semejante declaración de principios a Francia. Rivera, más tarde, enfurecido, bramó que este Chávez era un cabrón: se había enterado que en realidad las primeras quejas habían salido de boca de la mujer del embajador norteamericano, canapé va canapé viene, en una cena diplomática, donde Chávez, para no desentonar con el entourage, había prometido tomar cartas en el asunto.
Qué ocurrió después es lo que se discute. Xiasheng sostiene que el mural de Rivera fue llevado a China. “Según mis investigaciones”, indicó en una entrevista para el Chicago Tribune, “fue el propio Diego quien regaló el mural al gobierno de Mao, durante una visita secreta a China en los ‘50 que al parecer no se documentó por petición del mismo pintor, quien no quería que sus colegas supieran de este viaje por sus nexos con los camaradas soviéticos”. Otros sostienen que Rivera decidió darle el mural a Mao pero, como México no tenía relaciones oficiales con China, la pintura viajó por Europa y Rusia y no es seguro que llegara a destino. Puede que Rivera se haya decidido a mandar la obra a través del Frente Nacional de Artistas Plásticos que en esos años organizaba una exposición itinerante por Asia. Algunas versiones dicen que primero fue enviada a un congreso sobre la paz en Viena, otras dicen que fue a parar a Polonia. Según un informe, “el rastro se pierde a su salida de México en enero de 1953, con destino a Moscú, y nunca se supo si llegó o si alguien la interceptó en el camino”. En 2000 un historiador alemán comentó entre sus pares haber visto el mural cayéndose a pedazos en un depósito en el Museo de Pushkin en Moscú. Los rusos lo negaron.
La ex secretaria de Rivera, Raquel Tibol, fue indagada en varias oportunidades: hasta donde ella podía recordar, el mural había sido devuelto por las autoridades mexicanas una mañana de 1953. Un camión se había estacionado en la puerta de la casa azul de Frida y cuatro hombres, vestidos con mamelucos, habían bajado un tubo inmenso que Rivera pidió que dejaran ahí, parado en un rincón del taller. Durante los días siguientes, Tibol sugirió pasarle el plumero, e incluso desenrollar el lienzo para ventilarlo, pero a Rivera el asunto parecía no interesarle. Un buen día, mientras contestaba una carta, la secretaria escuchó el ajetreo de varias personas en el piso de abajo. Al salir de su oficina, el tubo ya no estaba.
Las dudas agitadas por Xiasheng llevaron al gobierno mexicano a renovar los esfuerzos por encontrar el mural. Sari Bermúdez, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, anunció que solicitaría a los ministros de Cultura de Rusia y China su intervención para la localización y recuperación de la obra. “Hay una enorme curiosidad por saber qué pasó con este mural, dónde está, si aún existe y si fue destruido por qué motivo”, comentó Carlos Phillips, director del Museo Dolores Olmedo Patino de la ciudad de México, sede de la colección más importante sobre Rivera. El renovado interés en el mural llevó al museo a colgar una gigantografía blanco y negro de la obra que cubre una pared entera. Debajo se lee: “Mural hecho en 1952, de 40 metros cuadrados. Se desconoce su paradero”.
Para Xiasheng la hipótesis más firme apunta a que el mural llegó a China, se colgó en el edificio del Congreso por la Paz Mundial en Beijing durante años (un equipo de filmación dijo en los ‘80 haber visto allí fragmentos de un mural quemado) y fue destruido durante la Revolución Cultural (1966-1975) cuando todo lo extranjero, de golpe, se volvió burgués. Como en el mural aparecían, además de las ya mencionadas figuritas difíciles, intelectuales y comerciantes junto a campesinos (algo que los chinos no podían concebir en medio de un período de dignificación del proletariado) es probable que las autoridades hayan decidido deshacerse de él. Sumado a que la visión de Mao codo a codo con Stalin les debe haber parecido de pésimo gusto. “No hay registro de que haya salido del país, por lo que debió haberse quemado ahí mismo. Desde la llamada apertura china, he intentado buscarlo por diferentes canales, pero todos han resultado nulos”, comentó Xiasheng, quien el año pasado visitó el edificio, y lo único que pudo obtener fue el testimonio de un anciano empleado que dijo haber trabajado allí toda su vida, y que le confirmó que “quizá recordaba haber visto una pintura de tamaño muy grande, con retratos de Mao y Stalin y, posiblemente, un sol rojo o algo así”.
De ser cierto, éste sería el segundo mural de Rivera que no resistió los embates políticos: en 1933 el pintor fue invitado al Rockefeller Center de Nueva York para pintar un gran mural. En plena cresta de la ola, trabajando para los mismos norteamericanos a quien dice detestar, Rivera incluye en su obra el rostro de Lenin. Los Rockefeller se quejan, Rivera se obstina y frente a su negativa a borrar el personaje conflictivo el mural es demolido a golpes. En Frida, una de las películas más mersas de la historia, protagonizada y producida por Salma Hayek (alguien tendría que abalanzarse sobre su yugular) aparece el finadito en su totalidad.
Hay una foto mítica del casamiento de Rivera y Frida Kahlo, en 1928: él, de pie, un gigantón de mirada de sapo acentuada por unos párpados hinchados que se derraman hacia abajo, el botón del pantalón a punto de estallar, la mano izquierda colgando perezosa de la presilla del cinturón, la derecha, apoyada sobre el hombro de su mujer. Ella, pequeña, sentada con la dignidad de un oráculo, las manitos cruzadas sobre las rodillas, mira a cámara como diciendo: la suerte está echada, acá les presento a Diego Rivera, el segundo accidente de mi vida. Hay algo en esa fotografía que recuerda a un Hernán Cortés, pasado de kilos, junto a su Malinche. El robusto conquistador, protector y dominante, cargando con la influencia de los murales europeos, la mujer vestida como Tehuana, el pelo peinado hacia atrás y un mechón trenzado con una cinta roja que se eleva sobre la cabeza. Por siempre, la mujer del capitán, viajando a su lado mientras él toma el país y después el mundo. Y vaya que llegó lejos. Hasta casi caerse del mapa, diría el mismo Orozco, la tercera pata del muralismo mexicano, la pata más descarnada e intensa del triunvirato, y quien hacia 1927 no tuvo problemas en expresar lo mismo que, tal vez, pensaron los chinos: “Lo que hace Diego es aprovechar la oportunidad, su arte es comprensible como arte para exportar, pero no hay excusa para pintarlo en México”.

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