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Domingo, 29 de agosto de 2004

PLáSTICA

Garganta profunda

La semana pasada, dos hombres cometieron dos actos inauditos en Oslo: aparecer encapuchados y andar armados. Además calcaron una escena de hace diez años: llevarse, de nuevo, y esta vez a plena luz del día, El grito de Edvard Munch de la National Gallery. La investigación está en ascuas, la policía teme estar frente a una banda de amateurs y las autoridades tiemblan a pesar de que Munch repitió la figura en más de 50 variaciones. Radar aprovecha el revuelo para hablar del cuadro que capturó el gesto emblemático del siglo XX: el aullido de la ansiedad y la desesperación y, a la vez, el tormento intolerable de escucharlo.

 Por María Gainza

Por estos días el Sr. Leir anda azorado. Se agarra la cabeza frente a los periodistas, la balancea de derecha a izquierda (sobreactúa un poco) como reviviendo la pesadilla: “Déjenme decirles algo, no se puede creer que haya ocurrido de nuevo. ¿Acaso esta gente no ha aprendido nada en todos estos años?”. El Sr. Leir solía ser un antiguo policía de la apacible ciudad de Oslo que, por un golpe de suerte, porque patrullaba la zona una mañana, terminó convertido en la figura clave, el anzuelo para recuperar El grito de Munch cuando la pintura fue robada allá por 1994 de la National Gallery por un ex jugador de fútbol y su grupito de desocupados. Por ese entonces bastó una escalera, una ventana rota y una postal dejada en lugar del cuadro que mostraba a tres hombres tirados en el piso de la risa y la leyenda escrita sobre la pared: “Gracias por la falta de seguridad”. La obra apareció tres meses más tarde cuando Scotland Yard hizo pasar al Sr. Leir por un representante del J. Paul Getty Museum de Los Angeles interesado en negociar con los ladrones. La movida fue un éxito, el rescate jamás se pagó y el Sr. Leir abandonó sus relucientes placas de policía para convertirse en el detective privado más cotizado de Oslo. Fue la primera persona a quien las autoridades noruegas llamaron cuando este domingo El grito desapareció por segunda vez.
A plena luz del día, y con más de ochenta personas recorriendo el Museo Munch, dos hombres encapuchados y armados entraron, descolgaron (“muy torpemente”, dice el público que permaneció tumbado sobre el piso) dos pinturas que pendían de tanzas del techo (El grito, valuada en 60 millones de dólares, y La Madonna, valuada en 22 millones de dólares), corrieron por los pasillos (inyectado de adrenalina, uno se llevó por delante una puerta de vidrio), cruzaron la plaza con los cuadros bajo el brazo (como cualquier ladrón de billeteras lo haría) y se subieron (ésta fue la parte más glamorosa) a un Audi A6 negro betún y pusieron primera. La confiada mujer policía que vigilaba la sala se desmayó del shock y fue llevada al hospital, y entre el público se escuchó decir: “Lo que más me impresionó fue ver un arma, acá en Oslo”.
“Suelen ser así –asegura el Sr. Leir–, si hay algo que los robos de pinturas no son es espectaculares.” Pero, ¿por qué alguien quería llevarse estas dos obras? La creencia de que ellas suelen terminar en el bunker de un mafioso ruso o un japonés megalómano, ya no se sostiene. Generalmente lo que buscan los ladrones de pinturas profesionales es cobrar un buen rescate. Pero lo que inquietó al Sr. Leir fue que, a las pocas horas de ocurrido el robo, la policía encontró los marcos tirados en un basural, hecho que insinuó que tal vez estuvieran ante el accionar de un grupo de amateurs. Las pinturas de Munch son extremadamente frágiles: El grito está pintado sobre cartón y cualquier intento por doblarla o enrollarla le produciría daños irreparables. Ningún experto en arte cometería esta torpeza. Y sin embargo hay que admitir que los ladrones eligieron bien, y se llevaron bajo el brazo dos obras clave del pintor noruego. Dos imágenes que pueden ser vistas como las obras fundadoras del expresionismo y a la vez ejemplos contundentes del mejor y más decadente arte simbolista, con esas líneas viperinas y los colores asordinados como el rostro de enfermos que han pasado una larga temporada en la cama. Dos obras que abren y cierran el caso Munch.
Los artículos aparecidos en estos días se empecinan en mencionar que existen cuatro versiones de El grito. El número no es del todo exacto y depende mucho de lo que uno defina por versión. Porque Munch –pintor que recicló temas a lo largo de los años– dejó, según un libro sobre el artista publicado por Taschen, algo así como 50 variaciones sobre la imagen (la pintura robada este domingo es una versión posterior, casi idéntica a la del National Gallery que fue pensada para integrar el ciclo El friso de la vida). La razón por la que Munch volvió una y otra vez sobre esta imagen quizás haya tenido que ver con su búsqueda de algodefinitivo, algo de qué agarrarse cuando todo se derrumbaba (la muerte de su madre y hermana, entre otros golpes). Buscó entonces una imagen símbolo: por eso El grito, con sus pinceladas desparejas, funciona como una taquigrafía de la ansiedad y la desesperación humanas. “Si se nace sin piel en los ojos, se ven la vida y los hombres tal cual son”, diría Strindberg, su amigo confidente.
Alguien grita sobre un puente. Un grito sordo, abismal, de un hombre en primer plano que se tapa los oídos para no escuchar su propio alarido, que, como un boomerang, reverbera en el agua azul oscura de un río que avanza como una mancha de petróleo, continúa en un cielo atómico de rojos naranjas batik y nos vuelve a través de un puente que cruza en diagonal y se nos viene encima. En un segundo plano, dos figuras como comillas sueltas caminan en la dirección opuesta. Wes Craven utilizó el rostro espectral de El grito en 1996 para su película Scream, concentrándose en la figura del hombre sin ver que lo terrorífico de la escena –como suele suceder– pasaba por detrás. En su diario, Munch escribió: “Estaba caminando por la calle con dos amigos, el sol se ponía en el horizonte y me sobrevino un golpe de melancolía. De repente, el color del cielo cambió a rojo sangre. Me detuve y me apoyé sobre la baranda sintiéndome muerto de cansancio... me quedé temblando de miedo y sentí cómo un grito largo e incesante atravesaba la naturaleza”. Pero Donald Olson, un físico y astrónomo de la Universidad de Texas, determinó en el 2002 que la inspiración para el cielo rojo sangre de la pintura se debió a una explosión del volcán Krakatoa, cuyos destellos tiñeron el amplio cielo de Europa entre noviembre de 1883 y febrero de 1884. Los diarios de Oslo de la época registraron la visión de un cielo inflamado y burbujeante. Haya sido esto o no lo que vio Munch ese día, el caso es que la visión le sirvió como disparador para otra cosa. Entonces el paisaje se volvió una imagen interior que comenzó a asediarlo: lo pintó en 1892, un año antes que El grito, en Desesperación y volvió sobre él en 1894 en Ansiedad.
Munch, nacido en Oslo en 1863, pasó por París a finales de 1890 y asimiló la pintura de Van Gogh, Gauguin y Toulouse-Lautrec. Pero la digirió de un modo tan original que apenas se reconoce en su pintura. En la obra de Munch, de colores oscuros y sucios como las sombrías noches nórdicas, la muerte y el sexo ocuparon la escena hasta 1909, cuando su producción se interrumpió por una profunda crisis nerviosa que lo llevó a internarse en un hospital de Copenhague y que luego lo empujó a buscar refugio en un fiordo noruego, donde curiosamente (porque si alguna vez un artista pareció destinado a morir joven, ése fue Munch) vivió hasta los ochenta años.
La Madonna (1894) es la figura de una mujer depravada, orgásmica y quizás una obra más importante que El grito. En medio del ambiente efervescente de Berlín, Munch formó parte del Schwarze Ferkel, un grupo de artistas escandinavos, alemanes y polacos que lo cobijaron durante un tiempo. Pero los celos, el gusano en la manzana de la libertad sexual, pronto terminaría por enloquecerlos. Dagny Juell, una música noruega introducida en el grupo por el propio Munch, comenzó a saltar de cama en cama y “dos meses después de la aparición material de la joven en la fraternidad -relata Reinhold Heller en su libro sobre el artista–, los miembros del Schwarze Ferkel huían desesperados y por separado en trenes hacia el norte, sur y este”. Pero la visión de una sexualidad desenfrenada y voraz marcaría la obra de Munch. Era una obsesión privada y real, transformada en imagen universal por un pintor que le dio al naturalismo una vuelta de tuerca cuando expresó: “Si uno, borracho, ve doble, entonces debería pintar dos narices”.
Las obras de Munch tiene el aire viciado, una atmósfera de trementina y colillas de cigarrillo o de una habitación que no ha sido ventilada por muchos años. Como en La niña enferma, un retrato que recuerda la muerte desu joven hermana Sofía y donde la pintura intenta palpar en pinceladas rasgadas y disonantes algo de esa sensación de pulmón agónico que toma pequeños sorbos de aire para seguir con vida. Además, sus cuadros llevan consigo una crudeza física sorprendente: muchos han sido pintados sobre cartón y otros muestran las marcas de la lluvia y el viento: dicen que Munch solía dejar sus pinturas a la intemperie, decretando que ese trato o bien “las mataría o las curaría para siempre”.
En 1979, Peter Schjeldahl, el crítico de The New Yorker, tituló proféticamente su reseña sobre una muestra del pintor en Nueva York: “Edvard Munch: el maestro desaparecido”. Se refería, en realidad, a que hasta esa fecha la historia del arte había dejado al pintor un poco en la oscuridad, siempre el extraño, el raro en la fiesta post-impresionista. Una islita alejada y nebulosa en el archipiélago de los grandes Van Gogh, Gauguin y Toulouse-Lautrec. Como si el mismo Munch hubiese orquestado la seguidilla de robos, ahora que no está y que nadie sabe cuándo volverá, el mundo entero ha puesto el grito en el cielo.

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El Grito, 1893
 
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