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Domingo, 26 de septiembre de 2004

CINE > LAS CHICAS MADURAS DE HOLLYWOOD

Todo verdor perecerá

Sofia Loren cumplió 70 y Lauren Bacall, 80. Y José Pablo Feinmann aprovecha para hacer una recorrida por las mujeres que supieron envejecer en cámara.

 Por José Pablo Feinmann

Será sensato no decir cosas que todos saben. Supongo que esta sensatez se basa en una (buena) voluntad de no aburrir a nadie. Para qué hablar otra vez de los hombres de Hollywood y de sus mujeres, de sus dispares destinos, de la distinta suerte que el paso de los años reserva a unos y otros. Ellos se transforman en atractivos galanes maduros. Ellas, en actrices viejas a las que ya nadie convoca. Esto tiene que ver con la realidad, con lo que pasa fuera de Hollywood. Por decirlo claro: en la vida. Desde que era pibe escucho a gordos viejos e irredimiblemente tontos decir –de sus mujeres de cuarenta años– que con gusto las cambiarían por dos de veinte. Raramente escuché a alguna de ellas responderles que con “dos de veinte” reventarían de un infarto en menos de diez minutos y que, si lo sabe, es porque “ni conmigo podés lucirte ya”. No, las mujeres aceptan. O, al menos, así lo han venido haciendo. Los hombres empeoran y las mujeres no los detienen. A veces asoma un formidable chiste, cuya condición, si se me permite, de “formidabilidad” consiste en rectificar una sentencia machista. La sentencia dice: “Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Podría escribir páginas sobre la idiotez burguesa capitalista y decimonónica que encierra esta frase. Otra vez será. Por ahora tal vez alcance con expresar su respuesta femenina: “Detrás de todo gran hombre hay una mujer asombrada”.
Pero la historia –y así vamos– la siguen haciendo los hombres o las mujeres que logran hacerse hombres en la dureza de la lucha por el poder. Margaret Thatcher sería un perfecto ejemplo de lo que acabo de afirmar. (Hay excepciones, claro. Pero no perdamos tiempo con las excepciones. La vida esta llena de excepciones. Hoy, por ejemplo, ante tanta muerte, masacre, terror y tortura, ella misma, la vida, se ha convertido en eso: una excepción. Es excepcional que sigamos vivos.) Vuelvo: la historia la siguen haciendo los hombres y Hollywood es uno de esos lugares en que (sobre todo hoy: revolución comunicacional, posfordismo, toyotismo, informática) se hace irrefutablemente. En Hollywood, las mujeres vienen perdiendo la batalla desde siempre. Sean Connery, Robert Redford, De Niro, Pacino y hasta Paul Newman son, eternamente, tipos pintones, actores de gran personalidad, galanes maduros con canas elegantes, arrugas que expresan la hondura de una vida intensa, sabiduría. Aquí escuché a muchas mujeres decir que la pelada de Bianchi, el DT, es sexy. O que la pancita de Fulano es cálida. O –y esto se dice abrumadoramente– tal actor o tal otro han envejecido bien, están mejor ahora que antes. Hasta hay exquisitas que te dicen: “Mirá esa cara”. (Supongamos: la de Paul Newman.) Y concluyen: “Cada arruga te cuenta una historia”. O sea: los hombres son pavos, pero que las mujeres ayudan, ayudan. (También, convengamos, ayudan porque todo está organizado para que lo hagan. Ante todo: porque son madres y serán también siempre proclives a ver en cualquier tarado un posible hijo al que proteger. Difícil lo de ellas: más aún si la mismísima Naturaleza les juega en contra.) Nada de esto elimina las feroces injusticias que padecen. Una mujer con arrugas es una vieja o una “envejecida”. Ningún hombre, al verla, dirá: “Cada arruga te cuenta una historia”. No: los hombres no quieren tener historias con las mujeres ni quieren que las mujeres las tengan. Toda mujer lo sabe: para un tipo una mina no tiene una “historia”, tiene un “prontuario”. ¿Peladita sexy? ¿Pancita cálida? Una mujer pelada tiene lugar sólo en un circo. Y una con panza será comparada –cruelmente– con cualquiera de esas modelos que viven a kiwi, Coca light y algún vegetal con una cucharita de queso descremado. Por si fuera poco, ¡las lolitas! Ahora una mujer pasa los treinta y es vieja. Ahora cualquier viejo choto se para en un quiosco ante la tapa de Gente y se babea frente a chicas de doce, trece o, a lo sumo, catorce años. Y lo hace porque la Ciencia ha llegado en socorro de los desesperados impotentes, de los onanistas, de esos angustiados irredentosque identifican la vida con la erección de su honguito. Se acabaron esas frases: “Yo me las arreglo todavía con mi viejo Citroën”. No, aquí está Spiderman o Superman. Aquí llegó Viagraman. Y todo es, ahora sí, posible.
Créase o no, yo quería escribir sobre las divas de Hollywood que, más o menos, se habían arreglado con eso de la edad. Supongamos que no todo está perdido. Supongamos que lo anterior fue necesario. Supongamos que empezamos con Helen Mirren. (Habrán advertido que estos tres “Supongamos” se los robé a Billy Wilder y a Raymond Chandler del guión de Pacto de sangre, con la gran veterana Barbara Stanwick.) ¿Por qué Helen Mirren? Esta actriz británica ha conseguido algo excepcional y acaso haga escuela. No hay tipo que no se haya enamorado de ella. “Qué buena está la viejita.” O: “Esa mina no tiene edad”. O: “Qué talento. Qué actriz”. O, supremo elogio que se le puede prodigar a alguna sabrosa veterana de por aquí nomás: “Sos nuestra Hellen Mirren”. No hay secreto: Helen es bella, inteligente, formidable actriz. Pero está en la cincuentena larga. ¿Qué sucede? ¿Cambian los hábitos? ¿Es la excepción? Por el momento, es Hellen Mirren, y punto.
Las gloriosas Bette Davis y Joan Crawford envejecieron bien e hicieron juntas ¿Qué pasó con Baby Jane? Barbara Stanwick brilló hasta comienzos de los ‘50. (Se trata, no olvidar, de la actriz de The Lady Eve, una de las glorias del cine de todos los tiempos.) En los ‘50 hizo Forty Guns con Samuel Fuller. Y algunas más de cowboys. En una se llamaba: “Sierra Nevada Jones”. En otra –Los malos y sus mujeres– le quitaba las muletas a Edward Robinson, que hacía de paralítico, y lo dejaba caer entre los troncos lacerantes de una mansión en llamas. Después se dejó el cabello bien blanco y se metió en series de TV y anduvo a los gritos, algo que, cuando no la dirigían bien, le salía sin remedio alguno. Joan Crawford, en 1953 (a los 49), hace Torch Song para, según los críticos, sus admiradores gays y luego, a los ‘50, Johnny Guitar, para sus fans lésbicas. Joan era así: apostaba a la ambigüedad. En 1965, a los 61, hace una joya bizarra absolutamente inmortal: Strait Jacket (Camisa de fuerza). En este film, su hija es una notable actriz sin suerte: Diane Baker, la malvada de Marnie y, de “vieja”, la senadora a la que Hannibal Lecter, a través de su máscara brutal, le elogia su elegancia. Bette Davis ya era “vieja” en La malvada. La “joven” que venía a serrucharle el piso era Anne Baxter. Pero Bette siguió hasta morir. Hizo Baby Jane, algunas secuelas y hasta un film muy malo con Oliver Reed y la notable y malhadada Karen Black en que el despiadado director le hacía unos planos horribles destinados a espectadores que enferman por ver “ídolos caídos”. En castellano, el film se llamó Holocausto. (Que, en 1978, en la Argentina, a un film se le pusiera Holocausto y nadie relacionara la palabra con los campos de concentración sino con un simple film de fantasmas y casas maléficas es algo que voy, aquí, a dejar pasar.)
Susan Hayward, una de las más talentosas actrices de todos los tiempos, que hizo maravillas como Lloraré mañana y La que no quería morir, no envejeció. Se fue muriendo de a poco a raíz de un cáncer que contrajo filmando El conquistador de Mongolia, con John Wayne cerca de territorios de experimentación atómica. Las radiaciones la injuriaron para siempre. A ella. A John Wayne. Y a muchos más del equipo. Susan fue una pelirroja inolvidable. Y no merecía esa suerte. Ingrid Bergman también se fue de la mano de un cáncer pero, ya “vieja”, hizo Sonata otoñal con Bergman y Liv Ullmann y hasta se ganó un Oscar con Asesinato en el Expreso de Oriente, donde hacía de una madura evangelista. Ese Oscar era para Valerie Perrin, por Lenny, pero la Bergman (por decisión de la “venerable” Academia) se lo afanó sin piedad. De aquí que a Valerie Perrin le hayamos perdido el rastro.
También están las jóvenes que –maquillaje mediante– envejecen para sus roles en ciertos films. Algo patético, risible, fue ver a la bella y muyjoven Jennifer Connelly llena de canas y lloriqueando en tanto el freak de su marido (Russell Crowe en Una mente brillante) recibía su Premio Nobel. ¿De qué lloraba? ¿De emoción? ¿O, acaso, ya que su papel era el eterno papel de gran mujer detrás del gran hombre, apenas de sorpresa? “Increíble: al final este tarta baboso y lleno de tics se ganó el Nobel. Quién lo aguanta ahora.” Este off de la Srta. Connelly no figura en el film. Habría deshonrado sus venerables canas.
Glenn Close, Meryl Streep y Susan Sarandon están “ahí” de la vejez hollywoodense. Como dice Goldie Hawn (esta sí que no arruga nunca) en esa sobre divorciadas que hizo con Diane Keaton y Bette Middler: “Una actriz, en Hollywood, tiene tres etapas: joven, abogada y Conduciendo a Miss Daisy”. Meg Ryan intenta no-sé-qué en el film de Jane Campion En carne viva. Lástima, Meg: todo mal. La película huele a producto comercial por todas partes. Si pretenden presentarla como el pasaje de Meg de la comedia al drama esto es falso de toda falsedad. Ese paso ya se produjo: Meg fue formidablemente dramática en un film de “pecados del padre” junto a James Caan, Dennis Quaid y una debutante y más que eficaz Gwyneth Paltrow. Después hizo de alcohólica en Cuando un hombre quiere a una mujer. Y hasta de marine dura durísima en una con Denzel Washington. Y hasta en esa remake abominable que Hollywood hizo de Las alas del deseo, en ese film en el que Nicholas Cage daba pena y provocaba carcajadas sin cesar, ella, Meg, estaba excelente, lo único rescatable. Y no hacía de amiguita de Tom Hanks, no. Ahora, este mediocre thriller soft porno, En carne viva, pretende el comeback de Meg por medio del voyeurismo. Vengan, vean desnuda a Meg, véanla ver una fellatio explícita, véanla masturbarse, véanla en la cama trenzada con un policía rudo, véanla buscar su clítoris, véanla. El comeback –al venir por ese lado– no engañó a nadie. Fue un negocio lamentable y hasta un intento desesperado de una actriz que teme desaparecer.
La búsqueda de Michelle Pfeiffer es distinta, pero impredecible. Acaba de ofrecer una interpretación poderosa (una de las mejores de su carrera) en White Oleander (tontamente traducida como Déjame vivir), film que aquí olvidaron ver o destacar los críticos que se dedicaron a embobarse con Las horas o, coherentemente, a destrozarla deconstruyendo sus mecanismos mezquinos. Sus mecanismos-Miramax. Pfeiffer tiene (desde hace tiempo y desde hace tiempo lo anuncia) el síndrome Greta Garbo. “Mi idea de la felicidad es construir un círculo íntimo en el que no puedan entrar ni mis amigos.” Vive retirándose. De hecho, ya hay que empezar a creerle. Si conjetura que no filmar más le evitará la vejez se equivoca. Envejecerá igual, pero en soledad. Que no te vean morir no te librará de hacerlo, Michelle. (Aunque, en un actor, alguien que ejerce una profesión de tan alta, casi absoluta visibilidad, tal vez la inmortalidad, lo perenne se identifique con el no ser visto, con la invisibilidad de la decadencia, con dejar, para siempre, la imagen del esplendor. Garbo muere en La dama de las camelias. Ahí quiere que la veamos: está en la cúspide. Muere para deslumbrarnos. Para que ésa sea su única muerte. De la otra, de la oscura, de la íntima y definitiva, nada se sabe. Nadie la vio. No existe.) Lástima, si es así, lo de Michelle. ¿Para qué buscar repetir lo que ya, con gran clase, hizo Garbo? Lástima, también, porque nadie como ella para ahondar el camino que Hellen Mirren abrió y sigue abriendo. Pero tiene que querer. Y tiene que animarse. Sería deseable que lo hiciera.

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Del Hollywood de oro a este otro Hollywood: Lauren Bacall debutó en Tener o no tener y causó estragos entre el director Howard Hawks y Humphrey Bogart, amigotes que de repente se encontraron
compitiendo por una chiquilina de 22 años. Ganó Bogart, dejo a su mujer y estuvieron casados hasta su muerte. Hoy, a los 80, Bacall sigue siendo dueña de una belleza que el tiempo no puede erosionar.
Si no, mire esos ojos.
 
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