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Domingo, 19 de diciembre de 2004

PLáSTICA: CARLOS ALONSO Y GUILLERMO ROUX EXPONEN JUNTOS PERO NO REVUELTOS

El juego de las diferencias

Conocidos pero no amigos hasta ahora, dos de los pintores más destacados de las últimas décadas de la pintura argentina decidieron emprender una muestra conjunta. Radar aprovechó para juntarlos y escucharlos hablar de las diferencias que felizmente resaltan: el sonido en los cuadros de uno y el rumor en los del otro, el tipo de movimiento que les interesa capturar, las dudas sobre tener o no discípulos, el modo en que se han retratado mutuamente y hasta las complicaciones de pintar a los 74 años.

 Por Laura Isola

Sobre paredes deliberadamente rojas, de un rojo que traslada a un imaginario de burdel pompeyano, están colgados los cuadros de Carlos Alonso y de Guillermo Roux. Estas obras refuerzan el sentido que el color otorga a las paredes y se adhieren a ellas formando un friso, tal como aquellos que ilustraban sobre poses y prácticas sexuales. Un friso único, se está tentado a decir, porque el grafito y el carbón son la dominante del negro y los grises en la sucesión de dibujos. Nada más alejado de esta idea, a priori y vaga, de unicidad, cuando inmediatamente se percibe el detalle de las manos, la ubicación de las figuras, el manejo de esa escala infinita que va del blanco al negro y muchas más características que, para entendernos, llamamos estilo personal de cada artista. En este caso, esta definición viene con subrayado ya que la yuxtaposición de Alonso y Roux la resignifica, casi al punto de hacerla estallar: nunca quedaron más claras las diferencias entre estos pintores que ahora que se los ve juntos. Y tal vez esta exhibición sea sobre esto mismo: poner a prueba, sin tener que comprobar nada, que la reunión de estos dos artistas ensancha los límites de sus propios trabajos; que Alonso y Roux son dos personajes centrales de la escena plástica, sobre todo porque tanto en el quehacer como en la reflexión, a ninguno de los dos se le ocurre hablar de otra cosa que no sea de arte.

Juntos pero no mezclados
El encuentro entre Carlos Alonso y Guillermo Roux no podía ser de otro modo. Ya están grandes para pelearse por el cartel, por lo tanto esta muestra, que prepararon durante cuatro meses, tiene la dinámica de un diálogo: “Nada de enfrentados o de contienda”, explica Guillermo Roux, transformado en una especie de vocero de la exposición. “Esto nació de una conversación y quisimos ponernos a pintar cada uno lo suyo pero en sintonía. Con Carlos somos tan diferentes que no hay lugar para la disputa. En cambio nos dimos cuenta de que podemos complementarnos muy bien.” Mientras Roux explica y contesta, Alonso lo escucha interesado, y aunque ya sepa de lo que está hablando o lo haya escuchado otras veces, no se pierde una palabra. De este modo, en la charla, parece reproducirse lo mismo que uno supone habrá pasado en ese diálogo originario. Profundos, respetuosos y admiradores el uno del otro, Alonso y Roux parecen descubrirse recientemente: “Con Guillermo nunca fuimos amigos. Nos conocemos hace mucho tiempo pero sin frecuentarnos. Yo soy muy solitario, vivo en Córdoba, Guillermo en Buenos Aires, los dos viajamos mucho y esas cosas no nos pusieron en contacto hasta hace muy poco”, refiere Alonso, detallando los pormenores de una relación reciente. En las palabras hay entusiasmo, muy parecido al que se experimenta cuando uno se hace un nuevo amigo. “Ahora puedo decir que somos amigos y que lo seremos de aquí en más”, dice Alonso muy convencido.

El sonido de los cuadros
Para las diferencias entre ambos, Guillermo Roux pergeñó una notable comparación: “Si concebimos el movimiento de las cosas como un principio, un transcurrir y un final, yo soy el principio y el fin. Busco, cuando pinto y dibujo, el principio y el final de ese movimiento; me gusta lo que comienza y lo que termina y en mis cuadros está dramatizada esa tensión. En cambio Alonso completa ese movimiento. Él pinta ese transcurrir y trata de representar el lapso entre el principio y el final sin hacerse cargo de los extremos”. En esa fina comparación se dejan ver el río de Heráclito y los prototipos de Parménides, y mientras Alonso no puede aprehender ese presente que siempre es otro y se escurre en las aguas del filósofo, Roux se detiene y piensa en formas fijas que le permitan, ahora sí, cristalizar el tiempo y detenerlo. Tratado de diverso modo, el problema que los preocupa, de acuerdo con lo visto en sus cuadros, es el mismo: “Los dos estamos buscando un modo de representar la incomunicación. Y si las figuras de Alonso se mueven, lo hacen sin encontrarse, se chocan, se cruzan pero no se comunican. En las mías el sentido es el mismo, aunque la forma que encuentro para contar esto es claramente distinta. Por eso digo que no hay competencia: de la vida tomamos zonas muy diferentes”. Primero el movimiento y después el ruido para comprender qué es lo que estos hombres pintan: “Yo busco el silencio y por eso me gustan tanto las películas de Antonioni. Por su parte, Carlos concibe la existencia como un rumor y eso se deja ‘escuchar’ en sus trabajos. Claro está que tanto silencio como rumor son dos formas de no comunicación”.

El corredor de 100 metros llanos a los 74
Cuando Carlos conoció a Guillermo, fue por necesidad: “Me propusieron pintar un mural en el Teatro Nacional Cervantes, tarea en la que me encuentro embarcado, y me resultó determinante conocer la experiencia de Roux en el mural de BankBoston. Allí fui a que me dijera cómo se hace para emprender semejante trabajo, ahora que las limitaciones físicas son mayores. Los dos somos del mismo año, 1929, y de algún modo tenemos los mismos problemas, por ejemplo, para pintar en las alturas. Los consejos de Guillermo, igualmente, valen para cualquiera porque creó un método para concretar este tipo de obras. El primer consejo fue enseñarme a delegar y el segundo, que tome ayudantes mujeres”, instrucciones que Alonso espera cumplir al pie de la letra. “Las mujeres –interviene Roux, un poco picaronamente– son extraordinariamente precisas, sensibles y tienen mucha fuerza.” A todas vistas, parece ser un consejo muy serio y efectivo. Pero las limitaciones de Alonso exceden el aspecto físico y valga la similitud que él mismo encuentra: “Soy un corredor de 100 metros llanos y aunque no es la mejor manera de definirme a los 74 años, lo digo porque un mural lleva mucho tiempo y mi manera de pintar responde más a la repentización del impulso”. Asimismo, Roux agrega: “Carlos es como un sismógrafo que registra todo lo que acontece. Es un inspirado que hace lo que tiene que hacer. Y un mural lleva tiempo y planificación. Esto no es imposible, por supuesto, pero él tendrá que adaptarse a ese formato”. En cambio, lo que Roux quiere aprender de Alonso es a grabar: “Me tenés que enseñar porque el grabado es un problema. Me cuesta tanto, y esa serie que decís que tanto te gustó, no sabés lo que me costó hacerla”.

¿Cómo se hizo monja?
¿Qué enseñan los maestros de pintura? ¿Cuál es el límite entre la enseñanza y el mentado estilo personal? ¿Qué es, a fin de cuentas, posible aprender? Estos cuestionamientos están en danza en la cabeza de los dos pintores. Para Roux, el tema ya tomó proporciones prácticas y dirige una escuela de dibujo y pintura: “Creo que uno tiene que enseñar lo que sabe”. Según Roux, ésa es la tarea de maestro, pero su experiencia le dice que “vienen a aprender a dibujar y creo que esto tiene que ver con que durante un tiempo largo, el arte privilegia la idea por sobre la realización. Importa más el qué del arte que el cómo. Esto último es el oficio. Pareciera que hoy está cuestionado el hacer y más aún, el bien hacer es negativo”. Para Alonso, aunque su amigo Roux le objeta que ya es hora de que se ponga a enseñar, es un dilema en suspenso: “El conflicto aparece cuando me traen trabajos, ¿vienen a que yo haga una aproximación a sus trabajos con mi visión? Ahí es donde no sé y no he resuelto el problema de la enseñanza. Me aterroriza la idea de formar legiones de Alonsitos”. Cuando él se formó con Spilimbergo, la cosa pareció funcionar: “Era raro, porque había que saber interpretar los gestos, había que estar mucho tiempo con él, escucharlo, ir al bar. Era una enseñanza muy integral. Spilimbergo aspiraba a templar el espíritu para emprender un camino que está lleno de dificultades”. Con lo que Roux acuerda y agrega: “Ser maestro es como ser padre: tengo que decirles lo que pienso y el joven tiene que demostrarme con su trabajo que tiene una opinión adversa. Uno no es pintor y hombre o mujer. Se es un todo porque el estilo es indisociable de la personalidad”. Y Alonso remata: “Claro, no hay escisión entre arte y vida: uno pinta lo que es y se está pintando a sí mismo todo el tiempo. Me ha pasado de ver, como jurado en los concursos, que alguien que pinta como una monja luego firma como un macho, ¿cómo es eso?”.

Alonso por Roux y viceversa
Como en el palacio de los espejos, las figuras de los cuadros de esta muestra se multiplican en decenas de rostros conocidos en otros cuadros, de personajes que se repiten, de imágenes del universo de los artistas y en sus propios retratos. La evidencia confirma que “uno siempre se dibuja a sí mismo, porque es lo más conocido y, al mismo tiempo, lo más extraño”. Pero el retrato de Guillermo Roux realizado por Alonso de frente y de espaldas y el de Carlos Alonso que hizo Guillermo Roux llevan al extremo esta encrucijada: “Yo nunca me pintaría como lo hizo Alonso. En términos de representación, ésas no son mis manos, ni tampoco ésa mi mirada. El Roux de Alonso es una interpretación y en definitiva es él mismo”. Otro tanto pasa con Alonso cuando Roux delinea sus rasgos.
Sin embargo, los dibujos, por su carácter de tal, hablan también de otras cosas. En su ensayo acerca del dibujo sobre papel, John Berger los divide en tres categorías: aquellos que estudian e investigan lo visible, aquellos que consignan y comunican ideas, y los que dicta la memoria. Cada uno habla de un tiempo verbal diferente y pueden, en todo caso, convivir como práctica de un mismo viejo maestro. No se ha modificado, continúa Berger, demasiado el modo en que los egipcios, los bizantinos o el mismo Matisse observaron, por ejemplo, a los peces. Lo que ha cambiado, conforme a la historia y la ideología, es el tributo visual “de aquello que los artistas no se atrevían a cuestionar: Dios, el Poder, la Justicia, el Bien, el Mal”. De las tres categorías hay en la muestra de Guillermo Roux y Carlos Alonso, y como cualquiera que pertenezca a una de ellas, cuando es inspirado, cuando se torna milagroso, adquiere otra dimensión temporal. Ya no es el presente que se intenta atrapar, o se construye, ya no es el pasado que se evoca. Esta clase de dibujos, los milagrosos, son los que usan el tiempo futuro porque lograron el estatuto de para siempre.

Carlos Alonso y Guillermo Roux están en RO Galería de Arte, Paraná 1158, hasta fin de diciembre. La entrada es libre y gratuita. Informes en 4815-6467.

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