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Domingo, 7 de octubre de 2007

CINE > HONOR DE CAVALLERíA: EL QUIJOTE DESCONOCIDO

Ocioso el caballero

Desde el principio el cine intenta capturar en pantalla grande la magia afiebrada y triste del Quijote: lo intentaron Méliès, Pabst, Welles, Terry Gilliam, lo hicieron corto, documental, película y musical. Pero ahora, Albert Serra decidió filmar precisamente lo que nunca nadie intentó: los intersticios del libro de Cervantes, esos momentos nunca escritos en los que no acontecen aventuras y lo que muestran a Don Quijote y a Sancho como quizás eran antes de que los conociera Cervantes.

 Por Carlos Gamerro

“Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse” leemos en el capítulo 72 (segunda parte) del Quijote. De todas las oraciones de las 1106 páginas de la novela (edición del IV centenario) el director Albert Serra eligió filmar justo ésa. Los personajes de su Honor de Cavallería (España, 2006, hablada en catalán) son don Quijote y Sancho, pero a lo largo de 95 minutos no reconocemos ni una sola de las aventuras de la novela, ni de sus diálogos: al comenzar la película don Quijote recoge del suelo pedazos de su armadura; más tarde le pide a Sancho que le fabrique una corona de laurel. En algún momento comen nueces, y las encuentran apetitosas (sobre todo don Quijote). Más tarde se bañan en el río, y salen refrescados. Y así. Pasada una hora no ha pasado más que esto. Desde los experimentos de Andy Warhol (filmar un hombre que duerme durante seis horas, el Empire State durante ocho) que el cine no se atrevía a tan poco.

Decir que Honor de Cavallería es minimalista es no sólo obvio sino potencialmente engañoso: el lector puede imaginar una película de Hal Hartley o el primer Jarmusch. Decir que Honor de Cavallería es la versión del Quijote que podría haber filmado nuestro compatriota Lisandro Alonso (La libertad; Los muertos) es igualmente obvio y para peor ya ha sido dicho, pero es más exacto. También puede pensarse en este don Quijote y este Sancho como dos linyeras de Beckett, no de la variante activa y habladora, al estilo Godot, sino de la más lacónica y, también, minimalista, de Compañía o Cómo es.

Frecuentemente, en la lectura del Quijote me había sucedido de levantar a vista del texto y pensar: entre una aventura y otra, ¿qué? Días y noches deambulando a campo traviesa, al rayo calcinante del sol o bajo la lluvia, durmiendo al sereno, cocinando, buscando quién sabe qué. ¿Cómo aguantan? (la misma sensación me genera la lectura del Diario de Bolivia del Che Guevara). Serra se ha propuesto filmar esos intersticios, lo que hacen don Quijote y Sancho cuando no actúan para Cervantes. Los diálogos, aun cuando tocan los mismos temas (ejemplo, la Edad de Oro) no son los mismos: repetitivos, agramaticales, no tienen el brillo ni el ingenio ni la gracia del original, pero son, a su manera, extrañamente verdaderos, y conmovedores: creemos en cada palabra. No hay una sola nota falsa.

La banda sonora es igualmente mínima. Es verano, y el serrucho diurno de las chicharras y el crepitar nocturno de los grillos provee un fondo permanente que el director utiliza como una orquesta, subiendo o bajando de volumen y tono para acompañar los cambios de luz y de estado de ánimo de los personajes. Cuando, muy avanzado el filme, se escuchan las cuerdas de una guitarra, suenan como lo haría, en una película de las otras, un cañonazo.

El paso del tiempo, del tiempo vacío de acción humana, parece ser uno de los temas de la película. En una secuencia que es un desafío a la paciencia del espectador, don Quijote y Sancho ven salir la luna, y Serra filma en tiempo real su desprendimiento de las copas de los árboles y su ascenso por el cielo. Una vez que nos hemos resignado a esperar que llegue a, por lo menos, el borde superior del cuadro, viene el corte. Este corte es, supongo, dentro de la lógica de Honor de Cavallería, lo que se conoce como un anticlímax.

El tránsito del Quijote, en los últimos cuatro siglos, ha sido de la letra al mito: los dos protagonistas se han convertido en personajes de la cultura popular y de masas, se han salido del libro y andan por el mundo en dibujos animados, remeras, ceniceros, apoyalibros, papers académicos, personajes de Titanes en el ring, etc. etc. Serra recorre el camino inverso: nos muestra a don Quijote y Sancho como podrían haber sido antes de que Cervantes los pusiera en un libro, les diera una forma variable y cambiante pero definitivamente mítica. ¿Cómo habría sido la vida de don Quijote y Sancho, si hubieran vivido como personas reales? parece preguntarse. Muchos, desde Shakespeare con su perdida obra Cardenio, hasta Flaubert, y Pierre Menard, que lo logró con algunos fragmentos sueltos, han querido escribir el Quijote. Dostoievski, que no tenía el piropo fácil, llegó a escribir: “Si el mundo llegara a su fin, y si se preguntara entonces a la gente: ¿Habéis entendido vuestra vida en la Tierra, y a qué conclusiones habéis llegado? el hombre podría señalar, en silencio, el Quijote”. En el cine, han sido innumerables las versiones y perversiones, incluyendo un corto de Méliès (1909), el largometraje de Pabst (1933), el de Kozinstev (1957, con un Nicolai Tcherkassov igualito a Lenin), y el musical El hombre de La Mancha (1972); sin olvidar las versiones malogradas de Orson Welles (1955/1992) y Terry Gilliam: su El hombre que mató a don Quijote fue derrotada por la realidad, pero engendró un sentido documental, Perdido en La Mancha (2001). Uno puede sentir, con Menard, que la única manera de hacer Don Quijote es fracasando.

Serra no fracasa sino que rehúye el combate: no sería exacto decir que presenta los ratos muertos de la historia del don Quijote y del Sancho que conocemos. Los suyos son otros: su Quijote se parece más al de Unamuno que al de Cervantes; más místico que loco, y cuando loco, nada chiflado –nunca sentimos la tentación de reírnos de él–. Pero el cambio más radical es el de Sancho: lejos del rabelesiano, hedonista, epicúreo o falstaffiano rústico de Cervantes, éste es un sereno asceta. En una de las secuencias más logradas, llegan a un arroyo, en el cual don Quijote se zambulle, nada, y debe repetir una y otra vez “Está muy fresca, esta agua nos la envió Dios. ¿Vienes Sancho?” hasta que su reticente escudero se aviene a mojarse los pies. La personalidad de cada uno, y la naturaleza de la relación que los une están enteras en ese sencillísimo intercambio.

Nunca sabemos si el silencio con el cual el discípulo invariablemente responde a las alocuciones y arengas de su maestro –porque así se presenta la relación– se debe a la incomprensión, la astucia o la indiferencia (“Quién me habrá mandado servir a este loco” parece estar pensando la más de las veces). Solamente se explaya una vez, y eso es cuando su maestro está ausente, y debe responder por él ante otros, y explicar qué cosa es la andante caballería. Pero mientras lo hace, usa la espada de aquél para segar las hierbas, como si en nada hubiera modificado su ejercicio al campesino que era.

Tampoco al final, a pesar de su promesa (que se limita a un ¡Sí! cuyo énfasis puede estar dictado tanto por la convicción como por la necesidad de sacarse al loco de encima) sabemos si se dispone a continuar “la misión que Dios les ha encomendado” o simplemente vuelve a su pueblo, a retomar su profesión, que también le ha sido cambiada: ya no es labrador sino albañil, aunque no tan bueno, confiesa, como para construir su propia casa.

La película es aburridísima, por supuesto, y al mismo tiempo mágica y peregrina. Se parece en algo a una clase de yoga o a una práctica de meditación: trabajosa en su transcurso, benéfica en sus efectos y dulce sobre todo en el recuerdo.

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