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Domingo, 7 de octubre de 2007

TELEVISIóN > LA HISTORIA DE ENRIQUE VIII CONVERTIDA EN UNA TELENOVELA GLAMOROSA Y SEXUAL

De la cabeza

 Por Mariana Enriquez

De la larga y tortuosa historia de Inglaterra, la era de la dinastía Tudor es de las más visitadas, quizá porque lo tiene todo: intrigas palaciegas brutales, el Renacimiento, la aparición de Shakespeare, guerras y, por supuesto, Enrique VIII y sus esposas decapitadas.

Hace algunos años, el productor y guionista Michael Hirst ya se había ocupado de la época cuando escribió Elizabeth (1998), de Shekhar Kapur, una película que hizo famosa a Cate Blanchett como la reina virgen (de hecho, la diva australiana está repitiendo el papel en estos momentos con la recién estrenada Elizabeth, The Golden Age, especie de continuación pergeñada por el mismo director). Y ahora Hirst decidió retomar en formato de miniserie. The Tudors ya lleva una temporada en la cadena Showtime de EE.UU. y acaba de firmar para la segunda: un éxito muy poco frecuente para una miniserie histórica. Pero, después de verla, es fácil comprender por qué. Sucede que The Tudors se parece más a Dinastía –aunque con menos gracia que la gran serie camp de los ’80, verdadero objeto de época– que a una estirada y compuesta producción de la BBC. Con algunos episodios dirigidos por veteranos como Steve Shill (E.R. Emergencias, The Sopranos), el palacio del rey arde de ropajes glamorosos, justas que recuerdan más a un partido de polo que a la Edad Media, sexo en los rincones, estampidas de caballos, muchachones y desnudos esbeltos. Hay que empezar por el protagonista: hace del obeso y pelirrojo Enrique VIII el actor irlandés Jonathan Rhys-Meyers, que es escandalosamente guapo e intencionadamente ambiguo (nada que ver con aquel osote rojizo de las pinturas de Halbein). Y está lleno de energía: en los primeros cinco minutos del primer capítulo le declara la guerra a Francia y se acuesta con una hermosa cortesana; después da un paseo con sus dos consejeros, el cardenal Wolsey (Sam Neill) y Tomás Moro (Jeremy Northam). Le siguen una cantidad de disparates que nada tienen que ver con los hechos. Enrique VIII tenía dos hermanas, y una de ellas se casó con el rey Luis XII de Francia. En The Tudors tiene una sola hermana, que es la hermosísima Gabrielle Anwar; ella se casa con el rey de Portugal y después lo asesina (es un vejete apestoso), mientras tiene una cantidad pavorosa de buen sexo con el mejor amigo de su hermano el rey (nada de esto ocurrió jamás). Enrique VIII y su mujer se llevaban apenas cinco años; en The Tudors, la diferencia entre Enrique y Catalina de Aragón es de 15 primaveras. En realidad ni siquiera es correcto el lugar de los hechos: Enrique VIII se mudó al castillo de Whitehall cuando casi tenía cuarenta años; en The Tudors vive allí desde el principio, a los 25, en todo su esplendor.

Pero estas libertades hacen de The Tudors una miniserie tan entretenida: se ve bárbara, como una producción de moda muy barroca (es muy bonita y sensual Ana Bolena, con la inquietante mirada gatuna de Natalie Dormer), las intrigas políticas están comandadas por el cardenal Wolsey de Sam Neill (en un trabajo notable, de gran violencia contenida, obsecuencia y ambición). El también tiene sexo con cortesanas, no vaya a ser cosa. El único casto es el pobre Tomás Moro, que se flagela en su habitación mientras presencia tanta degeneración.

El final de esta historia se conoce de sobra, así que con tranquilidad podemos decir que, en la primera temporada, Ana Bolena conserva su cabeza. Habrá Tudors estilo David LaChappelle para rato.

The Tudors va, desde hoy, todos los
domingos a las 23 por People & Arts
(repite miércoles a las 21).

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