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Domingo, 3 de noviembre de 2002

Señorita maestra

Educación La travesti Lohana Berkins quiso cumplir un dorado sueño de infancia: ser maestra. Se anotó en la Escuela Normal Nº 3. Cuando vio que en las listas figuraba con su nombre biológico, de varón, supo que la cosa no sería fácil y denunció el hecho. En una resolución ejemplar, la Defensoría del Pueblo de la Ciudad ordenó a las autoridades de la escuela que respetaran su identidad genérica. La flamante Señorita Berkins cuenta los jugosos entretelones de la batalla.

 Por María Moreno

El día que Lohana Berkins decidió dar por tierra con el mito zonzo de Jacinta Pichimahuida y anotarse en la Escuela Normal Nº 3 no pensó que, si quería ser maestra, debía dejar su nombre al pie de las simbólicas escaleras de mármol. Comprobó que su condición de travesti irrumpiría como un problema en el ideal sarmientino –donde ni las maestras ni los niños tienen sexo y, como homologando educación y lucha contra el onanismo, se los representa con un libro en la mano– cuando vio que en las listas figuraba con su nombre de varón biológico. Entonces presentó una denuncia en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, que, con una resolución ejemplar, exigió que las autoridades de la Escuela respetaran en todos los sentidos su identidad genérica.
“El mercado nos pide putas, no secretarias. Los lugares más certeros que tenemos son la prostitución, la marquesina o la comicidad. Aun en la dictadura las travestis fuimos en los carnavales el lugar posible para la risa. Porque a una travesti se la obliga a estar mostrando todo el tiempo lo que quiere ser. Eso sucede porque nos niegan el derecho a la educación, a la salud, al trabajo fuera de la prostitución, a menos que nos hagamos invisibles. Hace poco vi en EE.UU. a dos travestis que eran banqueras. Yo les dije: ‘En la Argentina no podrían ser ni las barrenderas del banco’.” Así arengaba Lohana Berkins en 1998. Y luego proponía una revolución pedagógica que ni Ivan Ilich hubiera aventurado: “Con unas compañeras elevamos un proyecto de educación para que traten de retener al niño o la niña travesti en el ámbito escolar. Y en el caso de que la agresión de los otros alumnos o de las autoridades sea insostenible, que el Estado le provea una maestra particular. También pedimos la organización de un equipo de familias sustitutas para el caso de que esas niñas y niños sean echados de sus casas. Y que en los hospitales se instruya al personal de admisión para que, cuando llega una travesti, se le haga la ficha con el nombre que ella diga. Que se creen equipos de acompañamiento para los cambios de imagen de las compañeras y que la Legislatura, a través de alguna de sus secretarías, forme equipos interdisciplinarios de asistentes sociales y mujeres trabajadoras y otro con las mismas travestis”.
Difícil imaginar que un proyecto así pudiera cumplirse. Supongamos que no se conceda la educación en casa, ese derecho al que también aspiran los menonitas y del que los nobles, en cambio, han gozado durante siglos, en medio de institutrices políglotas, espadachines y halconeros. Hoy, sin embargo, esos ideales de Lohana, que antes parecían pensados para una Argentina año verde, comienzan a plasmarse a través de las políticas públicas del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires, que promueve la incorporación de adolescentes travestis a las instituciones educativas porteñas. En este sentido, es ejemplar la resolución de la Defensoría del Pueblo, que alude a estas políticas así como al inalienable derecho a la educación de los llamados “diferentes”. Allí se aprovecha para educar al profesor José Luis Dalmonte, director de la Escuela Normal Superior Nº 3, al presentarle el resultado de un Informe Preliminar sobre la situación de las Travestis en la Ciudad de Buenos Aires que la Defensoría realizó en colaboración con la ALID (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual), y donde se registra que el máximo nivel de estudio de las encuestadas era de secundario incompleto (50%), que el 19 por ciento no había terminado la escuela primaria y que más de dos tercios deseaba continuar sus estudios.
Para Lohana educadora, es fundamental rescatar para las adolescentes travestis la noción de niñez, que sólo parece ser privilegio psicológico de varones y niñas freudianamente perversos polimorfos, pero con derecho al enderezamiento a manos de la educación y la heterosexualidad.
Cuando detienen a niñas travestis de catorce o quince años y las envían a hogares transitorios, siempre surge la misma pregunta: ¿dónde las ponemos?¿En lugares de niños o en lugares de niñas? ¿Cómo las tratamos? ¿Como niños o como niñas? ¿Qué hay que respetar? ¿La identidad de la niña travesti o la impuesta por el Estado? ¿Y qué es “tratar como niña”? ¿Ponerla ante las opciones de la feminidad que discute el feminismo?
–Cuando yo digo “tratarlas como niñas”, no digo tratarlas como “mujeres Barbie” sino garantizarles los procesos psicológicos para la construcción de una niña. O sea: que se respete su proceso de niñez, entendiendo por “niñez” una construcción social. En las travestis se suele violentar ese estado de niñez y ellas, al afirmar su identidad, pasan a vivir en un mundo de adultos, a negociar con adultos y con un código adulto. A las niñas y a los niños se les comprenden sus problemas, que son de niñas y de niños. Las niñas travestis, en cambio, son un problema para el Estado, y un problema aparte. En reuniones que hicimos en diversos momentos con María Elena Nadeo y Diana Maffía, junto con diversos profesionales de Minoridad, se entendió que el travestismo no era lo central; lo central era respetar el proceso de niñez. O sea que logramos anteponer la palabra niñez a la palabra travesti. Que se pensara a una travesti de quince años como una niña hacia el travestismo.

MI NOMBRE ES LOHANA
“Yo decidí estudiar para ser maestra, que era mi gran ilusión desde la infancia. Los tiempos de la vida me fueron llevando a otras cuestiones y terminé enseñando formas de amar en lugar de a leer y escribir”, dice una Lohana matutina que acaba de reivindicar ante una mesa de bar de San Telmo el reemplazo de una medialuna de manteca por una de grasa y mordisquea su derecho obtenido. Y, hablando de manteca, con la jovialidad con que pegaba sus saltitos la nena de la propaganda de margarina, Lohana cuenta su llegada a la Escuela Normal Nº 3 para inscribirse en el profesorado.
–Busqué todos los papeles que me pedían. O sea que daba el physique du rôle que se necesitaba para inscribirse. Voy, pido la planilla, me anoto. Entonces ahí me parece oportuno hacer una aclaración mínima. Le pido a una de las secretarias, que es una santa: “Yo quisiera hablar con una autoridad del colegio”. Y ella, la señorita Mónica, me dice: “La autoridad que está ahora es la vicedirectora”. En ese momento aparece una mezcla de la Noelia de Gasalla con una vecina de Palermo. Yo le digo que quiero hablar con ella. Ella me contesta que en ese momento está muy ocupada -cosa que podía ser cierta–, pero me aclara: “Lo que tenga que decir, háblelo con Mónica”. (Yo sabía que Mónica no iba a poder resolver esa situación.) Pero la saco a Mónica de la salita y le empiezo a explicar: “Mire, Mónica, mi nombre es Lohana Berkins, yo soy una travesti, bla bla
bla”. Y Mónica empieza a poner una cara y a mirar para los costados como si pensara: Deben estar haciéndome una cámara oculta para Tinelli. En cualquier momento alguien va a decir: “¡Es para ‘El show de Videomatch!’”. Porque vos imaginate a una señora gordita, de barrio, bien populacha, explicando: “Yo tengo un documento no con mi nombre real sino con el que me da el Estado. No me niego a ser inscripta con ese nombre. Lo que sí exijo es que en las listas que usan los profesores y en la libreta figure mi nombre real. Porque mire, Mónica, alguna vez mi origen ¡¡¡ha sido masculino!!!”. Mónica, muy cariñosa, me dice que no cree que vaya a haber ningún problema. A todo esto, la vicedirectora nunca me recibió ni me contestó. Yo tenía que ir un viernes a dejar la hoja de inscripción. Y ese viernes justo era el 8 de marzo y tenía que ir al acto del Día de la Mujer. Así que vuelvo al colegio recién el lunes. Mónica me dice: “Te estuve esperando”. Le explico que había tenido cosas que hacer. Le pido un nuevo formulario de inscripción y me pongo a llenarlo sobre una mesita mientras ella permanece al lado, en su escritorio. Cuando lo estoy llenando, entra la vicedirectora –esta vez bien delimitada en su personaje de Noelia–, abre la puerta y empieza a los gritos diciendo:”¡Se cerraron las inscripciones, se cerraron las inscripciones!”. “Después que yo entregué mi solicitud, supongo”, digo. Y sigo fresca llenando la solicitud y ordenando mi carpetita con todo lo que me habían pedido. La vicedirectora sale y al rato vuelve a hacer su entrada teatral con las mismas palabras: “¡Se cerraron las inscripciones! ¡Se cerraron las inscripciones!”. Y yo, tranquila, entrego mi solicitud. Mónica, asustada, me dice: “¿No escuchaste que se cerraron las inscripciones?”. “No, no escuché.” “Pero si ella dijo...” “¡Te digo que no escuché! Y te voy a decir una cosa: me inscribís o me inscribís.” Y le entrego la carpeta con la solicitud. Y ella me la agarra. Entonces bajé esas escaleras de mármol por las que debe haber transitado Sarmiento y me di por inscripta.
¿Y entonces?
–Antes de empezar el terciario había que hacer un curso de nivelación. Ahí averigüé que seguían inscribiéndose chicas. Un amigo mío que ni siquiera tenía los papeles cursó dos semanas conmigo y después recién se inscribió. Yo estaba inscripta, sí. Pero en algunas listas figuraba con mi nombre de varón, en otras sólo con mi apellido: era María Sinnombre. Entonces me dije: “No voy a esperar a que una profesora se levante y me llame Carlitos Fernández y yo quede tirada en el piso”. Entonces hice una denuncia en la Defensoría del Pueblo, en la Adjuntía en Derechos Humanos, a través de una carta donde explicaba la exclusión en la que vivíamos las travestis en la Argentina y mi situación en la Escuela. Seguramente ahí pensaron que me iba a cansar, pero yo, tan fresca, seguía...
...nivelando.
–Nivelando las conciencias. Una vez, a una profesora, para hablar de la diferencia, se le ocurrió poner como ejemplo que un chico tenía el pelo de un color y otro de otro. Yo me levanté y dije: “Mire, la diferencia es más profunda. La diferencia excluye, la diferencia mata”. Empezó el primer año y había que cursar las materias. Ahí me dieron una libreta. Yo puse una foto mía y bien claro el nombre de Lohana Berkins. La resolución de la Defensoría salió cuando yo ya había aprobado el primer cuatrimestre con muy altas notas. Y me firmaron la libreta.
¿Y cómo es su relación con los otros alumnos y los profesores?
–Una vez me vieron en el programa de Juan Castro. Entonces vinieron muchas alumnas y alumnos a decirme que estaban totalmente de acuerdo con lo que había dicho y que contara con ellos para lo que necesitara. Ahora soy una chica bien popular, saludadísima. Porque creo que hay dos tipos de personas discriminadoras. Están las refachas y las que discriminan por ignorancia y desconocimiento. Yo creo que en el colegio se daba lo segundo. Hace poco, una profesora me dijo: “Ay, Lohana, ¿cuándo te voy a tener en mi clase?”. “¿Qué enseña usted?” “Gimnasia.” “Olvídelo.”

SI SARMIENTO VIVIERA
Hasta hoy era seguro de que la escuela, como un clon pedagogizado de las casa de los padres –y por eso llamada “el segundo hogar”–, preservaba de “la realidad”. Hoy la realidad la ha atravesado. Una maestra –Mary Kay LeTourneau al norte y Patricia Chávez al sur– puede cumplir el deseo que las hadas parecían reprimir (iniciar sexualmente), el arma mortal empuñada por un inocente puede descargarse sobre otro, la bruja envenenadora puede ser sustituida por un dealer mientras que, por las paredes porosas de la institución escolar, los maestros pueden escaparse para protestar bajo el emblema inmobiliario de la barbarie: la carpa. Eso sí: blanca. Por eso, una Lohana Berkins diplomada seguramente combinará el “mi mamá me mima” con baldazos de no-ficción. “¿Qué vas a enseñar la pulcritud sarmientina cuando Menem se afanó todo un país y generó 18 millones de pobres? Ya no podemos enseñar personajes inmaculados. Que la escuela se desapeluse. Hay que abrir los armarios y llenarlos de otro contenido.”
Usted, con tal de abrir el closet...
–Ay, se me escapó. Debe ser mi parte gay... Uno de los ejercicios de nivelación a los que fueron sometidos Lohana y sus compañeros consistió en redactar una suerte de autobiografía vocacional. Los trabajos sugirieron que, en sus años escolares, ninguno de los aspirantes a maestro había arrojado papel masticado contra el techo con una gomita, clavado un compás en el pizarrón o jugado a quién orina más lejos.
–Eran trabajos de un total cliché –califica Lohana–. Todos escribieron que habían sido excelentes alumnos, con devoción a la bandera, y que iban al colegio como quien va a Disneylandia. Yo les pregunté: “¿Nunca se hicieron una rata? Porque yo de chica era terrible”, les conté. Era la ideóloga de la clase. Cortábamos la luz para que no hubiera lección. Entraban los profesores y, como si de pronto hubiéramos tenido un brote místico, estábamos todos rezando y no se nos podía interrumpir. Había una compañera que se desmayaba y yo le daba la orden: “Fulanita, si el profesor entra y dice que hay prueba, vos te desmayás”. Yo tenía una amiga travesti que se llamaba Lola y era muy pobre. Siempre le llevaba comida, ropa, remedios. Un día me invitó a una procesión de San Cayetano, y antes de salir nos sentamos en la iglesia, en los bancos de adelante. Apareció el cura, la encaró a Lola, le gritó: “¡Endemoniado!”, y le dijo que se fuera. Entonces no tuve mejor idea que subirme al banco, con la iglesia llena, y empezar a los gritos: que la Lola no se iba a ir, que si ellos la conocían, cómo iban a permitir que se fuera, que estaba en su derecho de estar ahí. Conclusión: la gente no protestó, el cura se tuvo que callar, ¡y la Lola y yo de aquí para allá en la procesión, adrede!
¿Cómo imagina su futuro docente?
–Me imagino eso, precisamente: un futuro docente. Siempre se nos dice que la sociedad cambia lentamente. Pero yo no voy a llegar a la edad de Matusalén para ver cambiar la sociedad o para contar cien años después cómo fue el siglo pasado. ¿Qué hubiera pasado si cuando la vicedirectora dijo que no había más inscripciones, yo hubiera sido cualquier otra y no Lohana Berkins? Hubiera vuelto a mi casa a llorar tirada en la cama. Si hasta para mí, luego de quitarme todas las vestiduras de la activista, fue fuerte. Los diferentes no sólo no somos contagiosos sino que hasta podemos reafirmar la propia sexualidad del otro. A mí, conocer el machismo me reafirma en mi feminismo. Si soy maestra, ¿qué puede pasar? Que una niña o un niño diga: “Mi señorita es esto y yo soy lo otro”. Pero no creo que los niños hagan muchas preguntas acerca de mi identidad. Y si lo hacen, es el momento de responder desde otro lugar, no desde ése de monstruos en el que se nos ha puesto. Por eso nuestras demandas no forman parte de un marco egocéntrico sino que aportan de manera concreta al embellecimiento de la diversidad y a la formación de la bandera del arco iris.
La diferencia no es relevante todo el tiempo.
–Yo me voy a enfrentar a los niños como una docente. Mi identidad de género no es precisamente lo que va a aflorar. Lo que va a estar en juego va a ser si soy clara o si soy muy verborrágica, si puedo dominar la clase, si tengo conocimiento. La mirada cruel no es de los niños sino de los padres, que les transmiten cosas desde sus deseos reprimidos e imponen tabúes donde no los hay. Me acuerdo de que una vez, cuando era chica, paseaba con Lola y vimos a un gordito que estaba chocho –era un día de sol– con un pancho y una coca. El padre del niño estaba con el ferretero de la otra cuadra de mi casa. Y él fue el que dijo: “Mirá los maricones”. El gordito dio un paso al costado. ¿Qué era más interesante para él: las mariconas o el pancho y la coca? Obviamente el pancho y la coca.

EN EL NOMBRE DEL NOMBRE
Para travestis, transexuales y transgénero, el nombre decidido es una fundación íntima, un ritual de pasaje y, a menudo,una pieza de arte hecha de citas y homenajes: jamás Silvia Prieto. Con su artificio se subraya la distancia del que la ley reconoció para que la anatomía se impusiera como destino. La argumentación de la Defensoría del Pueblo ante la Escuela Normal Nº 3 se basó en jurisprudencia que puso en cuestión la inmutabilidad del nombre, “dado los trastornos que un cambio caprichoso o puramente voluntario tendría sobre el interés social, ello no impide que en determinadas circunstancias sea posible su cambio o adición” (en autos “Naredo Marina”. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala A, 13 de octubre de 1989), y en el hecho de que Lohana Berkins fuera una activista reconocida y que como tal figurara en las listas electorales durante la renovación de cargos del Congreso de la Nación en octubre del año 2001. Otro antecedente fue un fallo del 21 de mayo de 1999 del Juzgado Civil y Comercial Nº 4 de Rosario, que daba cabida a un cambio de nombre para preservar la unidad “psicofísica del sujeto y la definición de su identidad”.
Pero para Lohana la cosa no tiene tanta purpurina leguleya. En la Legislatura, desde el despacho de Patricio Echegaray, donde su presencia ha facilitado el ejercicio activo del derecho por parte de sus compañeras travestis, ella ya ha impuesto sus dones pedagógicos.
–En la puerta de admisión de la Legislatura se pide el documento. Un día vino una travesti que se llamaba, ponele, “Roldán Pérez y Gauna”, apellidos que eran violentamente contrapuestos a sus famosos nombres de Liza Minnelli o Julia Roberts. Leer el nombre y verla a ella era como casar a Don Segundo Sombra con Marilyn Monroe. El tipo de la entrada me llamó por teléfono y me dijo: “Está el señor Fulano de Tal”. Entonces yo bajé y me mandé un catereteo.
¿Qué es un catereteo?
–Un catereteo es un escándalo de elevadas proporciones. Eso es un catereteo. Me mandé uno donde le gritaba al de la entrada que estaba bien que tuvieran que pedir los documentos, pero que cuando les preguntaran el nombre respetaran su identidad. Entonces a partir de ahí se les toma el documento, pero se les dice: “Su nombre, por favor”. Y ellas también aprendieron, porque antes por ahí decían “Felipe” o “Rosendo”, ponele. Y ahora dicen “Marlene”, “Mónica”, “Nadia” o lo que sea. Entonces los de admisión me dicen, por ejemplo: “Está la señorita Nadia para usted”. Les quedó reclaro, al menos en esta sagrada Legislatura.
Aunque se parezca más a una profesora imaginada por la poesía de Néstor Perlongher que a una prosaica, aunque el espíritu de Abel Santa Cruz tenga que meter –en nombre de los tiempos modernos– a Jacinta Pichimahuida en el mismo closet que la manzana coimera, es una paradoja que Lohana Berkins tenga que ir a la escuela cuando no cesa de enseñar.

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