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Domingo, 10 de noviembre de 2002

HOMENAJES

No es bueno morir

“Espero morir antes de volverme viejo”, dijo hace cuarenta años Pete Townshend. “Espero morir antes de volverme Pete Townshend”, escribió hace diez años Kurt Cobain. Ahora acaban de editarse en el mercado sajón los Diarios íntimos en los que Cobain anotó esa frase, y Townshend, el único vivo de los dos, les echa un vistazo sin resentimientos pero con desesperanza y tristeza.

POR PETE TOWNSHEND
“Espero morir antes de volverme Pete Townshend”, escribió Kurt Cobain en su diario en medio de uno de sus berrinches contra la prensa del negocio del rock. ¿Por qué? ¿Porque yo me había vuelto aburrido? ¿Porque había fracasado en morir joven? ¿Porque me había vuelto convencional? ¿O, simplemente, porque me había puesto viejo? De hecho, a comienzos de los ‘90, cuando Kurt discutía con sí mismo si debía o no aceptar una entrevista con la revista Rolling Stone, yo no me estaba aburriendo, no era joven pero tampoco viejo, y no estaba muerto. Eso sí: a diferencia de Cobain, me había endurecido. Templado, golpeado y subyugado por todo lo que el rock me había dado durante más de treinta años. El rock es, creo yo, particularmente duro. Y en su declaración Cobain parece ser duro conmigo. Pero... ¿no estaría en realidad triste por mí?
Hay mucha gente en Gran Bretaña que considera que Nirvana –y por lo tanto Kurt Cobain, su principal arquitecto– es el grupo más importante de la historia del rock. La publicación de los diarios de Cobain, entonces, ha sido considerada todo un evento, esperada con una mezcla de ansiedad, curiosidad y excitación. Como cantautor y arquitecto del rock, yo estaba interesado en mirar detrás del proceso creativo de Kurt Cobain. Siempre me ha fascinado ver cómo los artistas piensan, sistematizan o confrontan sus ideas antes y después de grabar discos o salir de gira. El segundo disco de Nirvana, Nevermind, fue una ráfaga de aire fresco bien punk a comienzos de una década del ‘90 musicalmente estancada. Así que me acerqué a los Diarios en busca de conexiones. Encontrar dónde había surgido la idea para alguna letra en particular, por ejemplo. O qué hay detrás del ingenio sagaz, sorprendente e irónico de un tema como “Smells Like Teen Spirit”. Si esto tiene un tono demasiado académico, es que así soy yo: el primer socio de la academia de análisis de letras de rock.
Así que aquí tengo frente a mí un sobrio y distinguido volumen encuadernado y con tapas duras. Es un libro de mesita de café, pesado e impresionante. La palabra “Diarios” está escrita bajo el nombre de su autor. El lado de adentro del encuadernado es de color púrpura. Y la primera página facsimilar, una especie de anuncio de lo que se vendrá, es como una pieza de arte pop. Se trata de una costosa y reverente reproducción fotográfica de la página de un cuaderno espiralado, la clase de cuaderno que se vende muy barato en los supermercados norteamericanos. Hay once borrones en la página arrancada. “Bebida” –el primer borrón– está escrito con una birome, de un azul claro. En el mismo renglón, y escrito con una birome un poco más oscura, está el segundo borrón, que es el número “30”. Otro borrón es “Discos/mirar”, seguido nuevamente por un número (su costo, obviamente): “50”. Siguen “Comida” y “Entradas”. La suma total es de “200”. Lo que sigue aparenta ser la clase de garabatos de un adicto en el medio de lo que quienes hemos atravesado tratamientos de rehabilitación llamamos stinking thinking. Pensamiento apestoso. Un deseo infantil, resentido, petulante e indulgente de acusar, reprochar y responsabilizar al mundo por todos sus errores, y de escapar, superar o -más bien y finalmente– eximirnos de cualquier responsabilidad por la inminente caída. ¿Yo? ¿Un experto? Por supuesto. Estuve ahí, hice esas cosas. De regreso a la academia.
Si el primer borrador de la letra de “Smells Like Teen Spirit” está por ahí, no estoy seguro de poder encontrarlo sin ayuda. Creo que en realidad hay tres borradores de esa letra en este libro. Pero la canción en el disco es clara, impresionante, oscura, irónica, fascinante e inquietante a la vez. Se me ocurre que en algún momento, entre todas las cosas que pasaron desde aquellos garabatos infantiles hasta los ensayos y las sesiones de grabación junto a los miembros de su banda, Kurt Cobain tuvo un montón de ayuda para poder reorganizar, enfocar y llevar a cabo sus ideas. Muchas de estas páginas son facsímiles de lo que parecen haber sido cuatro o cinco cuadernos diferentes. A veces incluso aparecen sus tapas.En realidad habría unos veinte cuadernos en total, aparentemente. Es una lástima que cada entrada no esté fechada, y que ni siquiera se provea al lector con una cronología. No es que las páginas en sí no sean interesantes. Sólo que es muy duro contemplarlas. Duele verlas. Son los garabatos de un chico blanco de clase media que alguna vez fue hermoso, enojado, petulante, malcriado, adicto a las drogas, hijo de padres divorciados, y que simplemente –y con la ayuda de dos de sus pares apenas un poco más estables que él– se las ingenió para hacer un disco considerado como uno de los mejores de la historia del rock. A veces recibo cartas de gente que escribe y dibuja como Cobain. Las guardo en un archivo bautizado como “Locos”, sólo por si a alguno de ellos se le ocurre en el futuro acusarme de plagiar alguna de sus ideas.
Obviamente, Kurt era un muy buen artista gráfico. Se encargó él mismo de ilustrar los primeros afiches de su banda. Pero lo que se reproduce en los Diarios tiene una densidad que llega a ser gótica. Lo que queda en penumbras detrás de los efectivos pero pueriles dibujos de alborotador de escuela secundaria es la ambición y la excitación, el puro empuje energético detrás del deseo juvenil de convertirse en una estrella de rock, cambiar la música, barrer con lo viejo y reemplazarlo con lo nuevo. Que todo eso venga confundido con sus resentimientos, su ingenuidad política y su extraordinaria obsesión consigo mismo (una vez se preocupó porque pensó que podía estar en época de lactancia ya que sus pezones estaban siempre doloridos) es simplemente algo triste. Puedo conceder que algunas imágenes generen cierto interés. En una de ellas se puede ver un pequeño dibujo que muestra a un bebé nadando bajo el agua, obvia inspiración para la tapa de Nevermind. Pero aquel arte estaba redimido porque el rostro del niño lo mostraba libre y feliz. Bajo el dibujo de Cobain se puede leer: “Vender los chicos por comida”. Aquí no hay ninguna ironía. En un mundo plagado de abuso contra los niños, es algo deprimente, porque lo que molestaba a Kurt era y aún es algo real.
Es terrible que alguien tan obviamente enfermo, tan mentalmente trastornado, tan enojado e inestable no haya sido ayudado más allá de su maravilloso trabajo con su banda. Puede ser que aquellos que lo rodearon mantengan que estas páginas eran algo privado y que durante la mayoría del tiempo guardaba estos extraños arrebatos para sí mismo. Pero si ése fuese el caso, me pregunto por el sentido que tiene publicarlos ahora. Tiene el efecto de acusar injustamente a todos los que lo rodeaban de una negación de ostra o pura y simple ignorancia. Cuando Cobain estaba en el peor momento de su adicción a la heroína, en 1993, yo estaba de visita en Nueva York para el estreno en Broadway de mi propia historia de abuso infantil, Tommy. En una rueda de prensa conocí a Michael Azerrad, que había escrito Come As You Are: The Story of Nirvana, la primera biografía del grupo. Azerrad me preguntó si no podría contactarme con Cobain, que estaba en permanente en peligro de sobredosis. Por aquel entonces yo había elegido darle una nueva oportunidad al alcohol, del que había estado alejado durante once años. No estaba borracho cuando Azerrad se me aproximó, pero no llegué a la conclusión a la que seguramente llegaría hoy: que era necesaria una inmediata “intervención” para salvar su vida.
Es desesperadamente triste estar aquí sentado, con 57 años de edad, y contemplar lo inútiles que son las muertes en la industria del rock. Encontramos muy difícil salvarnos a nosotros mismos, pero debemos hacernos responsables de que muertes como las de Cobain les transmitan a sus fans la idea de que es heroico gritarle al mundo, romper una guitarra y luego morir de sobredosis. Este libro es parte de un negocio negativo y peligroso. Recuerden a Kurt Cobain por aquel soplo de oxígeno que significó Nevermind. Aquella música fue creada en un momento en que el rock estaba tan fascinado por su propia historia, su colorido, su innovación y su propio espectáculo, que ser original era casi imposible.Lean este libro sólo para ver cómo el espíritu humano –incluso en sus momentos más sublimes– puede causar un monumental daño a sí mismo y sus pares cuando la adicción aparece en escena. Lloro por el pequeño Kurt. Un niño alguna vez hermoso, luego patético, perdido y heroicamente estúpido.

Traducción y adaptación: Martín Pérez.

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