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Domingo, 10 de noviembre de 2002

ACDANZA

La musa

Por casualidad, esta semana se darán por Film & Arts dos documentales que tienen como protagonista a una de las más grandes bailarinas de la historia. El primero permite conocer su carrera. En el otro, ella tuvo carta blanca para hacer lo que quisiera. El resultado es un retrato exhaustivo en dos capítulos de Sylvie Guillem, ex estrella de la Opéra de París y actual musa de los principales coreógrafos.

Por Diego Fischerman
La danza coquetea con el erotismo. O, por lo menos, con la exageración de ciertos elementos que forman parte de algunos de los fetichismos eróticos más corrientes, ya desde los tiempos de Luis XIV en que el ballet hizo su aparición: piernas exhibidas y abiertas, pies estirados, flexibilidad extrema. La frontera entre ese exceso de sensualidad y lo monstruoso es tenue. Y Sylvie Guillem, posiblemente la bailarina más importante de los últimos veinte años, transita esa línea. Cualquier bailarina abre las piernas. Ella las abre mucho, es decir, como ninguna otra mujer podría abrirlas. Cualquier bailarina es delgada y musculosa. Ella lo es hasta el extremo de que sus movimientos resultan una suerte de lección de anatomía en la que es posible detectar cada tendón, cada vena y cada arteria, cada músculo tensándose y contrayéndose. Si la danza coquetea con el erotismo, en Sylvie Guillem está llevada hasta tal punto de perfección (perfección casi inhumana) que de lo que se trata es de movimiento puro. Ya no hay erotismo. Sólo hay danza.
Nacida en París en 1965, gimnasta en sus comienzos y formada entre 1977 y 1980 en la escuela de la Opéra de París, en 1983 ganó el Premio Varna, un año después el Capeaux, más tarde el Andersen, el Grand Prix National de la Danse, el Pavlova y el Benois de Moscú. Fue honrada, además, como Commandeur des Arts et de Lettres y condecorada con la Légion d’Honneur. Y fue la estrella máxima de una de las compañías clásicas más importantes del mundo: el mismo Ballet de la Opéra de París en cuya escuela había estudiado. Pero, por cuestiones reglamentarias –Guillem quería bailar también en otras compañías, otros estilos y con otros coreógrafos–, la Opéra la dejó ir (o, más bien, la echó). Las autoridades actuales de esta compañía no dejan de lamentarlo y así lo muestran en el brillante documental que este miércoles a las 21 el canal Film & Arts exhibirá en su serie Perfiles. Allí, mientras los franceses se arrepienten y la estrella cuenta cómo el Royal Ballet londinense no tuvo reparos en consentir sus condiciones, algunos cantan loas y otros .-un típico crítico de danza inglés-. asegura que ella es una mala bailarina en tanto una de las condiciones del buen ballet es que la individualidad esté subordinada al conjunto. “Ella se nota demasiado”, asegura. Y, claro, es cierto.
En 1998 llegó a Buenos Aires como solista invitada del Royal Ballet. Bailó Hermann Schmerman, del extraordinario coreógrafo William Forsythe, junto a Adam Cooper. Conversó con este diario. No dejó que le sacaran fotos. “Soy fea y, fuera del escenario, demasiado flaca”, decía. Y, también: “Recién ahora bailo lo que quiero. Antes, en la Opéra de París, era una empleada. Ya no haría El lago de los cisnes. Ni loca. Es un aburrimiento”. No se trataba, sin embargo, de una toma de partido a favor de la danza moderna y en contra del ballet clásico. Guillem se ocupaba de aclarar que “un buen bailarín debería bailar de todo; sólo se entiende bien a Giselle o a un personaje complejísimo como Manón si se ha bailado también a Forsythe o a Mats Ek. El vocabulario de la danza, cuando se fundaron las grandes compañías clásicas, era mucho más limitado que ahora. Pero eso no quiere decir que el vocabulario de esas compañías deba seguir siendo el mismo. Nadie en su sano juicio querría hablar solamente con la mitad de las letras y de las palabras que existen y los bailarines que no bailan obras contemporáneas hacen precisamente eso: limitarse a usar sólo una parte del vocabulario”.
Los límites no parecen ser para ella. Ni los físicos ni los estilísticos. Estira el pie. Hace muecas. Camina, como una garza algo enloquecida, sobre una seda arrugada. “Vie et danse” (vida y danza), dice. “Et vie danse”, deriva. Y, como si presentara una evidencia incontrastable, concluye: “Evidence”. Ese es el título de un video bastante extraño, realizado especialmente para televisión, en el que le dieron carta blanca para hacer lo que quisiera. El resultado son cinco obras en las que la cámara y el montaje resultan tan importantes como lapropia coreografía. En dos de ellas baila la propia Guillem. En otras dos se superponen escenas de un guepardo corriendo en cámara lenta, de las Olimpíadas de Munich filmadas por Leni Riefensthal, de la bruja de Mary Wigman, de Muhammad Alí entrenándose y de dos parejas de bailarines. La obra restante, que es en realidad la que abre Evidence, es un solo llamado Solo, en el que William Forsythe baila alrededor de sí mismo y, obviamente, de un solo de violín escrito por Thomas Willems y tocado por Maxim Franke. La dirección de la filmación es de Thomas Lovell Balogh, quien tomó las improvisaciones del coreógrafo desde distintos ángulos. “Lo máximo que puede hacerse es perder control y lograr una suerte de transparencia en el cuerpo, una sensación de desaparición”, explica Forsythe. “Disolución; dejarse evaporar”, concluye. “El movimiento es un factor del hecho de que, realmente, uno está evaporándose.”
Entre una y otra obra, Guillem se mueve, mira a cámara y habla. “Es importante sentir miedo al salir al escenario”, dice. “Si no se tiene miedo, uno se convierte en un verdadero profesional. Ya se sabe qué hay que hacer. Todo el tiempo. Y, si eso sucede, ya nada diferencia a la danza de ninguna otra profesión.” El video, por esas casualidades de la programación, será emitido el próximo domingo 17 a las 22, también por Film & Arts. Además de la composición de Forsythe y de las dos videocreaciones de Ha Van (ambas sobre música de Bach, una para cello solo, por Yo-Yo Ma, y la otra para violín solo), que más allá de haberle gustado a Guillem están lejos del nivel del resto, la francesa protagoniza dos joyas. La primera de ellas es Blue Yellow, de Jonathan Burrows, sobre música de Kevin Volans. En una habitación amarilla, ella es filmada por Adam Roberts, todo el tiempo, desde la puerta de una habitación azul. La danza es espiada. El ritmo del movimiento es, en realidad, el ritmo con el que entra o sale del campo de visión. En palabras de Roberts. “Alguien baila. Dentro de la habitación está el movimiento, la libertad para seguir, para ir hacia la izquierda o la derecha. Para los pies veloces o los pasajes exaltados. Afuera, todo es más duro, pero nunca para. Cuando la cámara se mueve hacia la puerta, el amarillo da lugar al azul y la imagen abre camino a la memoria y la imaginación.”
La segunda obra maestra es Smoke, una coreografía de Mats Ek en la que Guillem baila junto a Niklas Ek. Con música del paraminimalista Arvo Pärt y filmada por el propio Mats Ek y Gunilla Wallin, aquí se recorren diferentes variaciones acerca de la relación entre un hombre y una mujer. “Siempre diferentes”, aclara Ek. “Cada uno de ellos tiene distintas caras. Cada uno tiene su propia vida y la expresa en sus respectivos solos. Ellos entran y salen en la ternura y en la violencia. El humo de cigarrillo que sale de sus bocas y sus ropas es lo que tienen para decirse el uno al otro.”

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