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Domingo, 9 de febrero de 2003

SE BUSCA VIVO O MUERTO

La primera dama

¿Dónde fueron a parar esos artistas que un día estaban deslumbrando al mundo y al otro nadie sabía dónde estaban? Músicos, pintores, escritores, actores, directores: sobre todos ellos versará esta nueva sección destinada a recordarlos (y, en el mejor de los casos, a anunciar su retorno). Para empezar: Kate Bush, la inglesa que a comienzos de los ‘80 se cargaba a Madonna en los rankings, chillaba mejor que Björk, susurraba mejor que Joni Mitchell y componía tan bien como Rickie Lee Jones. Y que ahora, parece, dicen, está por volver.

 Por Rodrigo Fresán

El otro día me compré una revista por la tapa –el motivo por el que uno suele comprar las revistas– y en la tapa estaba Kate Bush. Una revista de música y ¿no es raro que llegue un momento de la vida en que uno se compra más revistas sobre música que música, que uno acabe leyendo sobre lo que ya no va a escuchar porque todos esos nombres nuevos y todas esas tendencias novedosas sonando al déjà-vu de lo que alguna vez uno escuchó cuando compraba menos revistas y más discos? En cualquier caso, la revista –inglesa– estaba especialmente dedicada a los “Británicos Excéntricos”, a la rareza británica, y ahí adentro aparecían retratados Jarvis Cocker de Pulp, Ray Davies de The Kinks, Andy Partridge de XTC, Robin Gibb de The Bee Gees (quien parece que alguna vez grabó un álbum solista y muy raro y que nunca salió a la venta titulado Sing Slowly Singers y que tal vez ahora...) y algunos otro cuyas vidas y obras no he vuelto a hojear.
Y en la tapa y poniéndoles la tapa a todos estaba Kate Bush.

LA HERMANITA BRONTE
No sé si el de entonces era un mundo mejor –no pienso arriesgarme a semejantes afirmaciones–, pero lo cierto es que hubo un tiempo, finales de los ‘70 y principios de los ‘80, en que Kate Bush era el equivalente a Britney Spears. Mucho más talento, mucho más loca, mucho más fuerte y mucho más entregada a la hora de girar como un derviche cantando con una voz finita y circular el hit “Wuthering Heights” hasta el número uno de los charts en memoria de Heathcliff y Cathy y el alucinado y borrascoso y escarpado paisaje de la malhadada Emily Bronte. Entonces, en 1975, Catherine Bush –nacida en Bexleyheath, Kent, 1958, hija de padres progres– grabó un casete con sus canciones; el casete llegó a David “Pink Floyd” Gilmour, quien se lo hizo escuchar a un ejecutivo de la EMI que de inmediato decidió, sin que hubiera contrato alguno de por medio, empezar a entrenar a la pequeña Kate como si se tratara de una fair lady pura sangre destinada a un debut inolvidable en Ascot.
La EMI pagó durante un año las clases de la chica: música, danza, clases de canto, teatro-mimo con Lindsay Kemp y, al final, un estudio para que la chica grabara esas canciones giratorias. La última que escribió fue “Wuthering Heights”, compuesta en una sola noche de luna llena. El resto no eran menos extrañas dentro de un paisaje marcado por la muerte de la disco music y el nacimiento del punk: canciones donde una mujer embarazada cometía suicidio, canciones sobre tener la regla, canciones sobre la decadencia berlinesa, canciones sobre masturbarse, canciones sobre un constante y nunca del todo satisfecho voraz apetito sexual donde esta caperucita roja crecía a loba feroz. Lo de antes: el single alcanzó el número 1, el álbum el número 3, toda Londres fue empapelada con una foto suya en musculosa y pezones en flor, y había nacido una estrella. O tal vez un agujero negro.
LA SEÑORA KUBRICK
En toda su vida profesional Kate Bush salió nada más que una vez de gira (a promocionar su primer disco), hace diez años que poco y nada se sabe de ella y –a la hora de las comparaciones fáciles– se la suele comparar con la figura ermitaña y definitivamente influyente del escritor J. D. Salinger. Kate Bush como la cazadora oculta. Alguien invisible, pero que –se siente, se siente– está presente. Aunque tal vez sea más pertinente relacionar a Kate Bush con el modus operandi del fallecido Stanley Kubrick: lentitud, a su manera, tomarse todo el tiempo del mundo para construir un mundo.
En cualquier caso este 2003 parece comenzar a insinuarse la sombra de un regreso avanzando desde el horizonte. Kate Bush –luego de falsos rumores de gordura incontrolable y, parece, de ciertos rumores de una depresión profunda; los menos ocurrentes se limitaron a asegurar que había sido internada de urgencia en una clínica psiquiátrica– comenzó a ser avistadaen los lugares que no solía frecuentar: recogiendo un premio de la revista Q al Classic Songwriter, dando una muy poco frecuente entrevista a Mojo, agradeciendo el prestigiosísimo Ivor Novello Award For Outstanding Contribution to British Music by a Songwriter, y asegurando con una sonrisa de Gioconda que el nuevo álbum –que empezó a grabar a principios de 2001– está casi listo y, también, que no hay apuro: se sabe que Kate Bush controla y produce hasta el último detalle de sus grabaciones –donde los músicos son los peones de la reina– llegando a grabar una nota de piano hasta doscientas veces por el solo placer de poder tocar esa nota doscientas veces, otra vez más.
La verdad es que el planeta está más que preparado –aquí y ahora, desde hace rato– para un nuevo disco de Kate Bush; para uno de esos monolitos negros y ominosos que aparezca vibrando para poner las cosas en su lugar y a las chicas como Shirley Mason, Tori Amos, Avril Lavigne, Dido, Laurie Anderson, Fiona Apple, Norah Jones, Björk y –ya que estamos– toda esa manada de nenas hip-hop en su sitio para ver si entienden qué es eso de ser verdaderamente vanguardista sin necesidad de tener que estar todo el tiempo sacudiendo la retaguardia. Y –quién sabe, la verdad que tendría su gracia– Kate Bush tal vez hasta se haga tiempo y ganas para enseñarle a Eminem lo que es un dueto en serio.
Las hasta ahora obras in/completas de Kate Bush están integradas por nada más que siete álbumes y un grandes éxitos. El que ranqueó más bajo de ellos en Inglaterra lo hizo en el puesto número 6 y –recordarlo– Kate Bush fue la primera mujer inglesa en conseguir un LP número 1. Como Kubrick, Bush es –desde el vamos– inversión segura tanto en lo comercial como en lo artístico haga lo que haga y cante lo que se le cante. Así, The Kick Inside y Lionheart (ambos de 1978) presentaron a la chica rara y recién salida de la adolescencia con todas sus f-a-n-t-a-s-í-a-s intactas: canciones que cantaban los secretos a voces de toda joven en celo y filtradas por un imaginario gótico y caliente. Never for Ever (1980) –célebre por su portada donde el viento le levantaba a Kate la falda y de ahí abajo salían murciélagos, ballenas, príncipes, diablos, mariposas y dos personas bastante normales– la vistió estilo novia de Conan para el videoclip de “Babooshka”, contenía el jadeante “Breathing” –canción sobre dar a luz durante un amanecer atómico que fue tildada de obscena por una de esas asociaciones de damas protectoras de la virtud– y la convirtió en la reina indiscutible del pop hechicero para envidia de Stevie Nicks y todas esas soleadas brujas californianas súbitamente aniquiladas por esta especie de Morgan Le Fay en anfetaminas. The Dreaming (1982) y Hounds of Love (1985) son el centro indiscutible, inevitable e imprescindible del mundo según Bush. El primero –por mayoría popular y minoría admirada– puede ser definido como el disco en que una genia se vuelve loca. Y nos enloquece. El descubrimiento del Fairlight y extrañas estructuras rítmicas que van armando las canciones como si se tratara de un rompecabezas, pero con las piezas cabeza abajo. El segundo –grabado en su granja de las afueras de Londres, en una consola de 48 canales– es pieza imprescindible en cualquier casa y perfecta contraparte del primero: el disco en que una loca se vuelve genia. Canciones como “Running Up the Hill”, “The Big Sky”, “Mother Stands for Comfort”, “Hounds of Love”, “Cloudbursting” (con video donde Kate Bush aparece junto a Donald Sutherland) y un Lado B enteramente dedicado a una suite sobre el estar muerto que hoy –a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de las obras maestras de los ‘80– no ha envejecido y está más vivo que nunca. Capas y capas de sonido –preparen los audífonos– para cantarles a los pactos con Dios o al mesianismo con orgones lluviosos y ovnis de Willhem Reich. Hounds of Love consagra a Kate Bush como primera dama del pop británico, arrasa en ventas (desplaza a Madonna del primer puesto), vence en todas las encuestas, la lleva a Estados Unidos (donde ya es una legítima reina indie y cult) para una raraactuación live en Saturday Night Live, sus videos-de-luxe enseñan (a falta de gira) todo lo que Bush puede hacer en un escenario frente a una cámara, y le hace ganar el título de “Mujer del Año” del New Musical Express. Kate Bush cierra su período dorado grabando el hit “Don’t Give Up” junto a Peter Gabriel (de quien se dice que se quedó con las ganas –muchas– de llevársela a la cama) y editando un greatest hits titulado The Whole Story –donde volvió a grabar la voz de “Wuthering Heights” y añadió el inédito e intrépido aun para ella “Experiment IV” acompañado de otro de sus videos inolvidables– que se convierte en el regalo ideal y masivo para aquellas Navidades de 1986. En perspectiva, los admirables The Sensual World (1989) y The Red Shoes (1993) se oyen hoy como el inicio del eclipse y el anuncio de una fuga sin moverse de casa. El primero de ellos es lo más parecido que ha hecho Kate Bush a uno de esos “discos sobre relación sentimental”: una cruza entre Joni Mitchell y Tim Burton con Molly Bloom como musa y leit motiv sin que esto impida la presencia freak de una canción sobre las coreografías tribales del partido nazi o –tal vez inspirada por su perfecto cover del “Rocket Man” de Elton John– sobre un astronauta que de golpe descubre que se está mejor en órbita que en tierra firme. El segundo –condimentado con las presencias de Eric Clapton, Prince, Jeff Beck, el Trío Bulgarka y acompañado por el extraño cortometraje The Line, The Cross and The Curve– es tal vez el álbum más puramente pop de Kate Bush: canciones aparentemente sueltas, estilos muy diferentes, pero que, en su alegría un tanto Prozac, anuncian para los que quieran decodificarlo, que no se trata de un mensaje en una botella sino, simplemente, de una botella vacía. Y ahí adentro se mete la genia Kate Bush. Y ahí se queda Kate Bush por diez años sin importarle que la froten y le pidan que –por favor, ya está bien, vamos– que salga.

LA HIJA DE HOUDINI
El acto de desaparecer, de hundirse encadenada bajo los hielos o de ahogarse en un charco como Ofelia son imágenes recurrentes en las canciones de Kate Bush. Estar sin estar: como los fantasmas. O la pequeña gran muerte del éxtasis sexual como reflejo en el espejo y para qué cantarle al sexo cuando se puede cantar con el sexo. Eso es lo que más le gusta y Kate Bush no habla demasiado de lo que estuvo haciendo durante una década. Kate Bush como esa escapista que ni siquiera vuelve al escenario luego de haber ridiculizado a todas esas cadenas. O tal vez, ahora, sí. En estas apariciones súbitas que comienzan a interpretarse como el viento que trae a la tormenta, dice como al pasar que estuvo durmiendo mucho, viendo mucha televisión mala, cuidando mucho a su hijo, mirando mucho el techo de su habitación y el suelo de su estudio, y que se mudó no hace mucho al centro de Londres, pero que no piensa revelar a qué barrio. Aquí y ahora, la situación es rara. No es fácil conseguir los compacts de Kate Bush, no ha habido gran relanzamiento con rarezas y bonus-tracks (tan sólo una remasterización con remixes y lados B de Hounds of Love en 1997), y la carísima caja This Woman’s Work –90 libras vía amazon.uk– no es otra cosa que el rejunte de todos sus discos hasta 1990 incluyendo un par de cd con temas en vivo, tomas alternativas y Expedientes X varios. Lo que no implica hablar de una artista olvidada o poco redituable: en 2001, Hounds of Love y The Whole Story ranquearon, felices y despreocupados, en las inmediaciones del Top 75 inglés. Lo que significa que los ejecutivos de la EMI comienzan a salivar cada vez que Kate Bush da una señal de que el fin de la espera y el comienzo de una nueva era están cercanos y que su retorno difícilmente se parezca a ese decepcionante pastel doméstico blando que fue el Double Fantasy de John Lennon.
Sí, parece que esta vez es en serio que muy pronto estará aleteando en nuestros síntomas esa voz capaz de ascender hasta el desván del chillido para zambullirse en picado hacia los sótanos de susurro como si nada, como ahora la oyes y ahora no lo oyes, como Houdini. El que la primera damahaya vuelto a subirse a un recital en solitario de su descubridor David Gilmour y a pasearse por las mejores fiestas es motivo para sentirnos optimistas. En una de las últimas, Nigel Godrich –productor de Radiohead- y Brian Eno –productor de todos los demás– cayeron de rodillas a sus pies; Elvis Costello le pidió que se juntaran para escribir algo juntos y el por lo general maleducado John “Sex Pistols” Lydon le rogó, por favor, si era posible sacarse una foto junto a ella. Cuando subió al podio a recoger lo suyo, Oasis y Travis y Gorillaz y Coldplay aplaudieron como si en ello les fuera la vida.
Los que estuvieron allí dicen que no podían dejar de mirarla y que Kate Bush no dejó de sonreír toda la noche y que, a la hora de recibir el premio, declaró: “Acabo de tener un orgasmo”.
Y –por supuesto, como corresponde, así no se trata a una dama de primera– ni el más audaz se atrevió a hacerle un mal chiste sobre su apellido.

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