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Domingo, 16 de marzo de 2003

Resistiré

Exiliado en Berlín, un grupo de polacos desalentados decidió enarbolar el Fracaso como bandera vital. Ya fundaron la Unión de Polacos Fracasados, redactaron un manifiesto, publican una revista, organizan conciertos y celebran shows en un club social. Ahora enfrentan a su peor enemigo: el éxito.

POR ARIEL MAGNUS

El escritor polaco Witold Gombrowicz cuenta que en Buenos Aires, donde residió durante más de 20 años, se sumergió “en la degradación con pasión” y que esa “caída” fue su “nuevo contrato de vida”. De esta extensa y productiva convivencia con el “anónimo fracaso” nació la convicción de que vivir conscientemente la propia ruina puede convertirse en un germen de vitalidad. Lejos de aquel Buenos Aires, aunque igualmente exiliados, un par de polacos residentes en Berlín crearon hace un tiempo la Unión de Polacos Fracasados. Redactaron un manifiesto, comenzaron a sacar una revista más que esporádica, La rodilla, y organizaron un “Concierto sólo para perros”. (Asistió un único perro, que para colmo se quedó dormido.) Hacia fines del año pasado, por fin, los lejanos parientes de Gombrowicz (que son también nuestros parientes) decidieron fundar el Club de los Polacos Fracasados. O malogrados, o torpes, o frustrados, o caídos, pues el polaco tiene tantas palabras para nieudacznik (“ése al que le sale todo mal”) como el idioma esquimal para el color blanco.
El club –dos cuartos con sillones y un mini escenario al fondo– está en el mítico centro de Berlín Este. Esta ubicación privilegiada, sumada al nombre, le valió la acusación de coquetear con el fracaso. “Encontramos esta casa por casualidad”, explica Adam Gusowski, miembro del Club, “pero como queda al lado del bar donde pasan música disco rusa, ya todos hablan de un segundo Pacto de Varsovia. En realidad, en todo esto hay mucho de improvisación. Empezando por el nombre. ‘Fracasados’ tiene algo de positivo en polaco. Mejor dicho: tenía. Ahora que Polonia se está occidentalizando, el fracaso empieza a adquirir connotaciones muy negativas, y lo curioso es que en Europa occidental se está dando el fenómeno inverso. Nuestra idea siempre fue teorizar sobre este fenómeno, tratar de entendernos como individuos a los que nada les sale bien. Sabíamos que al hacernos públicos con el Club habría malentendidos, o que alguien terminaría haciendo negocio con la idea. Es un poco lo que pasó con El show del fracaso (ver recuadro), que fue tan exitoso que hubo que buscarle un lugar más grande.”
Adam, de 29 años, es músico y taxista, tiene el pelo mal peinado o quizá mal cortado, lleva una remera azul con una remera roja arriba y un buzo de gimnasia verde arriba. Cuando habla por teléfono, en polaco, habla rápido y fuerte, y si no, baja la voz, duda, se entusiasma y de pronto se desploma en el sillón y permanece callado. El éxito de El Show del fracaso casi le causa pena.
¿Un caso de aversión al éxito?
–Depende de cómo definas “éxito”. A nosotros no nos interesa el éxito como presencia en los medios o como éxito de público. Acá vienen muchas personas que sólo quieren tener mañana un tema de conversación en su estudio de arquitectura. No nos interesa esa gente; nos interesa la que está dispuesta a enfrentarse con el fracaso.
¿Un público de fracasados?
–Eso lo decide cada uno. En este mundo hay billones de hombres a los que las cosas les salen mal. Fracasar en las pequeñas cosas de la vida cotidiana no es nada especial. La diferencia está en aceptarlo y enfrentarlo. Pero a los que vienen acá yo no les exijo que se arrodillen y confiesen sus fracasos.
Adam llegó a Berlín a los quince años, hizo la escuela y luego intentó con la universidad. Ahí se dio cuenta de que, al contrario del resto, todo le resultaba difícil: pedirles apuntes a los compañeros, hablar con los profesores, incluso comer barato (tardó dos cuatrimestres en animarse a preguntar dónde quedaba el comedor universitario). El azar lo puso en contacto con otros polacos que sufrían dificultades parecidas a causa del exilio.
Hace casi siete años de eso. ¿No están cansados?
–Ya nos cansamos al poco tiempo de abrir el Club, y nos costó mucho encontrar nuevas formas de encarar nuestro proyecto. Hasta ahora funciona, lo que no quita que quizás estemos en un callejón sin salida.
¿Tienen miedo de convertirse en fracasados profesionales?
–Tenemos miedo de vernos obligados a hacer honor a nuestro nombre en cualquier circunstancia. Si vos fundaras la Unión de los Argentinos Amantes del Triángulo también correrías el riesgo de percibir todo lo que caiga en tus manos como un triángulo, aun cuando fuera un círculo. Creo que en eso estamos todos de acuerdo.
¿En el resto no?
–Casi nunca. Somos 25, y cada uno tiene sus ideas. Las discusiones más banales pueden durar días. Cuando abrimos el Club, por ejemplo, nos pasamos una semana discutiendo si vender o no cerveza polaca. O los horarios de apertura, porque si lo dejábamos abierto toda la noche se convertía en un bar, y esto no es un bar. Discutimos por nimiedades, pero en el fondo están siempre las mismas preguntas: ¿quiénes somos?, ¿qué queremos?
¿Y por qué no vender cerveza polaca?
–Por el riesgo de hacer folklore. No queremos convertirnos en un museo de etnología. Yo no estoy especialmente orgulloso de ser polaco. Polonia es un país absurdo.
Cuando las preguntas languidecen, Adam se monta sobre el tema de los países y se interesa por el nuestro. “¿Qué pasa con Argentina?”, pregunta: “¿cómo se puede arruinar un país tan lindo?” Después comenta que un grupo de polacos canadienses fundaron su propio Club, y que en Argentina hay muchos polacos.
Fracasados del mundo, uníos.

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