Dom 21.04.2013
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ENTREVISTAS > OSVALDO PEREDO: FúTBOL, TANGO Y LEYENDA

EL POTRERO DEL TANGO

La vida de Osvaldo Peredo tiene recorridos, curvas y vueltas que justificarían leyendas por sí solas: jugó en San Lorenzo, abandonó para cantar en la época dorada de las orquestas, volvió al fútbol para jugar en la Colombia de oro, abandonó las canchas de Barranquilla y fue un cantor soltero en la pródiga Medellín, volvió a Buenos Aires, y se afianzó con éxito y prestigio hasta que la cultura joven del rock lo pasó a retiro cuando tenía 30. Hoy, a los 82, después de haber sido encargado de edificios, vendedor de libros y taxista, es una leyenda admirada y respetada que canta con tipos 50 años menor. Aprovechando que acaba de sacar un disco con la Orquesta Típica Almagro, Radar se sentó a charlar con Osvaldo Peredo de su extraordinaria vida en el tango.

› Por Mariano del Mazo

El cantor de cantina representa una modesta institución en la historia del tango que, paradójicamente, adquiere relevancia en los períodos de repliegue del género. Desde aquel El cantor de Buenos Aires (1936) en el que Enrique Cadícamo retrató la especie (donde figura el Noy, tío de la Noy, el poeta, que llegó a parodiar ese tangazo junto con Batato Barea: “¿Dónde estarán los putos del boliche aquel?”) hasta los vecinos del Bar El Chino o el fenómeno de Luis Cardei en La Esquina de Arturito, la figura del intérprete bolichero se asoció a la bohemia y a cierta idea de pureza: una verdad tanguística barrial incontaminada, equidistante de las luces malas del Centro y de la puesta en escena para turistas. En las últimas décadas, el cantor de cantina también cumplió la función de patriarca incorruptible ante generaciones que aspiraban a dar con la piedra filosofal de la música de Buenos Aires.

Hoy el tango pertenece a los jóvenes. No es éste un período de bajamar: los patéticos años ‘70 y ‘80 quedaron lejos y sepultados junto a su emblema, Grandes valores, y en la actualidad corre otro aire y se debaten otras cuestiones. Es cierto que la salud del género es intrincada y tiene múltiples lecturas; el panorama es rebosante en músicos y discos, pero no en público. Prácticamente no hay espectadores: son todos más o menos protagonistas, que se mueven dentro de una suerte de logia que ha hecho de Almagro su base de operaciones. Sanata Bar, el Almagro Tango Club, el Club Atlético Fernández Fierro, La Catedral, Ventanita de Arrabal, Musetta y El Boliche de Roberto son algunos de los antros. Músicos, poetas, periodistas, escritores, oficinistas, lúmpenes y borrachines se mezclan en un circuito que administra dosis parejas de agite y decadencia, en un clima que hace recordar al under ricotero de los primeros ‘80. La diferencia es que la veteranía aquí es un valor. Y el trasvasamiento ocurre con una naturalidad ubicada en las antípodas de la guerra del cerdo de otras épocas.

Fue en El Boliche de Roberto donde Osvaldo Peredo se hizo fuerte. Fue ahí, en Bulnes al 300, donde una madrugada de los ‘90, a los veintipico, un Ignacio Varchausky fatigado del rock asomó a una dimensión desconocida y donde Ariel Ardit empezó a olvidar su vocación de cantante lírico. Peredo, con un fraseo nunca impostado, una voz bien puesta y una imagen escénica casual (parafraseando lo que él opina sobre Gardel, Peredo canta como si estuviera afeitándose ante el espejo), se convirtió en testigo de otra ciudad y en un bocadito arqueológico para los buscadores de mitos y leyendas. El lo admite con humor impiadoso: “No jodas... Me vienen a buscar por sobreviviente”. Cucuza Castiello –otro cantor de boliche– lo dice bien: “El secreto de Osvaldo está en la gestualidad, en la inflexión, en saber decir. Y en las historias que cuenta”. Como el último Goyeneche o, mejor, como el último Floreal Ruiz –el del precioso disco de 1977 con la Orquesta Típica Porteña–, Peredo canta con los intereses del capital que ya no tiene.

A los 82 acaba de sacar su segundo disco en la Argentina, con la Orquesta Típica Almagro y arreglos y dirección del pianista Juan Pablo Gallardo, exactos 50 años más joven que Peredo. Un puñado de piezas entrañables –“Cosas olvidadas”, “Una tarde cualquiera”, “Bailemos”, “Cuando me entrés a fallar”, “Absurdo”– rescata una esencia extraviada que sólo pervive en el sonido metálico de la radio AM. Osvaldo Peredo canta como tu abuelo en el patio. Como afeitándose. Y sí, te cuenta historias: como que pintaba para crack de San Lorenzo, pero que terminó su furtiva carrera futbolística en Barranquilla a los 23 años. La Colombia de fines de los ‘40 que con narcodólares compraba a los mejores del mundo: de aquí, players rutilantes como Adolfo Pedernera, Alfredo Di Stéfano, el Charro Moreno, Pipo Rossi, Julio Cozzi. Y también a ignotos como Osvaldo Peredo, un cinco “a lo Marangoni”, que saltó de la tercera de San Lorenzo al fútbol hiperprofesionalizado de los carteles. “Mi paso por el fútbol colombiano fue sin pena ni gloria. Jugué horrible. No estaba bien entrenado. Yo había dejado el fútbol a los 18, y me costó volver a los 23. Quedé boyando. Como escribió Eladia Blázquez, me faltó piolín. Y en un país que todavía estaba sensible a la tragedia de Medellín, me largué a cantar tango.”

Nació en 1930, en Boedo; más allá de la escuela primaria, lo único que hacía era jugar a la pelota en la calle. A los 16 se probó en San Lorenzo y quedó. El tango apenas le entraba por ósmosis. “Las madres acunaban a los pibes cantando ‘Caminito’”, dice. “Yo estaba todo el día con el fútbol: mañana, tarde y noche. Y laburaba: trabajé en un lugar donde hacían collares y después entré como empleado en el Servicio Meteorológico Nacional. Cantaba, como cualquiera, en casa, mientras caminaba, en voz baja. El tango estaba en todas partes: me acuerdo de que pasaba la hinchada de la orquesta de D’Arienzo y era temible. A veces había piñas. La cosa es que llegué hasta la tercera de San Lorenzo y a los 18 dejé. Era bueno, tal vez no supe venderme, mostrarme. En 1950, unos muchachos de Pompeya formaron una orquestita amateur y entré como cantor. Hacíamos todo Pugliese: ‘Ventanita de arrabal’, ‘La vieja serenata’, ‘La podrida’. Yo me volví loco con dos cantores: Angel Vargas y Alberto Castillo en la época de Tanturi. Y me empecé a preocupar: tomé unas clases con Eduardo Bonessi, que llegó a ser maestro de canto de Gardel. Un día, a través de un amigo llamado Perazzo –el padre de Walter, el que jugó en San Lorenzo y Boca– me vino la oferta de jugar en Colombia. Yo tenía fama de buen futbolista en el barrio. Un cinco que quitaba y tac, la pasaba; quitaba y tac, la pasaba. Que es lo que tiene que hacer un buen cinco. Alguien capaz de ser diez en algún momento, como Marangoni, como Redondo, como Gago. Era buen dinero. Hacía cinco años que no jugaba, pero igual me mandé. Me compró el Sporting de Barranquilla. Salí de Buenos Aires en junio con frío, y llegué a Barranquilla con 38 y un solazo rojo que me tumbaba. Me pude recuperar, y después de un mes de entrenamiento, cuando ya estaba hecho un avión, se terminó el campeonato y todos quedamos libres. Estuvo a punto de comprarme Junior, pero un amigo me convenció de que largara todo, que fuera a Medellín y me dedicara al tango. Y fui navegando por el río Magdalena, como si fuera el Mississippi, en un barco de esos con ruedas. Iba sin nada, sin camarote, pero ahí en el barco me puse a cantar, gusté, y el capitán me dio un lugar para dormir. Llegué del Puerto Berrío a Medellín, y comenzó una etapa formidable.”

TAL VEZ SERÁ SU VOZ

El tono que usa para hablar tiene la misma precisión de su canto. No se florea con el pasado; tampoco se refiere a sí mismo con condescendencia. Habla como quien tomó los trenes que pudo, sabiendo que perdió varios tanto en el fútbol como en el canto. No se queja. “Para bien y para mal, yo construí mi destino.” En Medellín, soltero y artista, comprobó el cariño tórrido de “muchachas que desfallecían por el acento argentino, esa musiquita medio tana que gusta tanto en Latinoamérica. Además, la demografía ayudaba: había tres mujeres por cada colombiano. Fue un momento muy especial, muy lindo, aunque tuve días que sólo me alcanzaba para comer arroz.” Grabó tres discos, inconseguibles más allá de los ejemplares que atesora para demostrar la clase de cantor que era. “Discos que pesan un kilo... Sobre todo me gusta uno que hice en 1953.” Tres años y medio girando por Colombia entre actuaciones en televisión, teatros y cabarets, hasta que se le dio la oportunidad de viajar a Venezuela (“cambié el dinero de la falopa por el dinero del petróleo”), donde permaneció otros tres años y medio. Anduvo por Maracaibo y Caracas, y jugó de local en Pasapoga, un cabaret bastante famoso donde llegó a actuar con Andy Russell, y donde se reconfiguró bolerista. “Al final, hasta los países se agotan. Vino la mala, y tuve que elegir entre probar suerte en México o volver. Y volví.”

Vencido en la casita de sus viejos, contempló la disolución de las orquestas y de los bailes. El tango dejaba de ser una música popular y masiva, y pasaba de las pistas multitudinarias de los clubes a locales con precios prohibitivos. Las orquestas se atomizaron y se reconvirtieron en sextetos, quintetos y cuartetos. Astor Piazzolla entraba al saloon pateando las puertas y muchos, con melancolía y resentimiento, veían cómo se inauguraba el concepto de “lo joven” como producto. Los tangueros se pusieron paranoicos: el mercado se les iba y consideraban al twist, el boogie y el rock and roll como el resultante de satánicas estrategias cipayas. “En 1960 tenía 30 años y era un viejo tarado porque me gustaba el tango; ahora tengo 82 y soy un pibe porque gusta el tango”, dice con algo de amargura Peredo, el rey del destiempo. Atravesó la sequía como pudo: fue encargado de edificios, taxista y vendedor de libros. En 1972 empezó a trabajar en El Rincón de los Artistas, un reducto bastante importante para la época ubicado en Alvarez Jonte y Boyacá. “Estaban el Polaco Goyeneche, Alberto Morán, Jorge Durán, el Chocho Florio... Yo abría, no me conocía nadie. Seguía trabajando de otras cosas, pero despuntaba el vicio del tango al lado de esos monstruos. Y aprendía.”

¿Qué aprendió?

–Mucho. Que el tango no es una música; el tango es... tango. Hay tipos que tocan lo que está escrito y son unos fenómenos. Pero a eso que está escrito hay que ponerle algo tuyo. Eso aprendí. Yo pienso que nunca hay que cantar para los demás. Porque es mentir, agradar. Tenés que cantar para tu propio carnaval. Además, y no es contradictorio, el cantor tiene mucho de actor: si yo canto “Sus ojos se cerraron” de la misma manera que “Mano a mano” o “Chorra”, no entiendo nada. Son diferentes pilchas. Todo está en Gardel. Vos escuchás a Gardel y sentís todos los colores, cada una de las pilchas.

Osvaldo Peredo parece francamente sorprendido ante tanta gente hablando hablando a su alrededor. Desde que ancló en El Boliche de Roberto lo buscan, lo pasean, le preguntan, le sacan lustre. “Se llenaba de pibes, y los pibes crecieron. Uno de ellos, Juan Pablo Gallardo, fue el que puso la orquesta para que yo grabara este disco. El y Lucas Furno, el violinista. Es maravillosa la cantidad de brotes que hay. Quizá no tenemos nada que ver: ellos dicen power y yo digo polenta. Pero es una locura. Te parás sobre Medrano y pasan pibes con estuches de bandoneón... ¿Dónde veías un bandoneón hace veinte años? ¿Dónde?”

La pregunta flota ante la evidente respuesta. Peredo mira con sus ojos claros, y su mirada perfora el ámbito siempre espectral de las salas nocturnas vacías. Estamos en el Almagro Tango Club, circula mate y algún cigarro. “Vos me hacés una entrevista y yo encantado, pero hay muchas cosas de las que no tengo ni idea. El tango es muy misterioso. Una vez estaba cantando en un local y había una mesita con dos chicas. Una de ellas me miraba, me miraba. Yo cantaba algo medio romántico, me costaba concentrarme ante los ojos tan atentos de una chica tan linda. Cuando terminé, me acerqué a la mesa y pregunté qué les había parecido. La amiga me dijo, señalando a la mina: ‘Quedate tranquilo. Ella no te entendió nada. Es turca’.”

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