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Domingo, 24 de agosto de 2003

NOTA DE TAPA

Detrás de la pista

Empezó vendiéndoles caramelos a sus propios compañeros de colegio y hoy tiene una de las fortunas más grandes del mundo. Lo que pasó en el camino permanecía envuelto en un conveniente enigma. Hasta que Terry Lovell publicó Bernie’s Game. Ahora se sabe que subastó autos inexistentes, pergeñó el asalto al Tren de Londres, hizo trabajar a su gente a oscuras con tal de ahorrar electricidad, empujó los límites de la negociación deportiva a fronteras hasta entonces desconocidas y apretó por igual a particulares, empresas y gobiernos. Como si fuera poco, algunos creen que Bernie Ecclestone hasta consiguió ganar dinero con el mismo libro que revela cómo maneja la Fórmula 1 desde el edificio londinense que le compró al traficante de armas Adnan Khassoggi.

Por Pablo Vignone
Cuando era niño, Bernard Charles Ecclestone (Surrey, Inglaterra, 1930), comprendió que sufría dos complejos.
El primero era su estatura, inferior a la normal; el segundo era la humilde condición humilde de su familia.
El niño Bernard –que no sería conocido como Bernie sino hasta tres décadas más tarde– comprendió que para compensar el primer defecto, precisaba sobresalir. ¿En qué? En aquello que, de paso, disimulara el segundo.
¡Ah, el dinero!
Aquel niño que a los 11 años vendía golosinas a sus propios compañeros de escuela en los recreos –y sacaba un beneficio del 100 por ciento por cada caramelo que comerciaba, comprándolos a un penique y vendiéndolos a dos– fue listado este año por Forbes como el dueño de la 104ª fortuna personal del mundo, estimada en 3200 millones de libras esterlinas, algo más de 5000 millones de dólares.
Lo que sucedió en el medio era más o menos desconocido, porque nadie había juntado todas las piezas o porque los que las tenían preferían conservarlas por conveniencia, hasta que un periodista inglés llamado Terry Novell publicó Bernie’s Game (El juego de Bernie), poniendo al descubierto la fantástica escalada del business man británico hacia la riqueza, en un libro cuya concepción resultó tan extraordinaria como la historia que relata.
Ecclestone, un magnate del deporte mundial, nunca fue tan famoso como el tristemente célebre Don King, promotor de boxeo, o Ion Tiriac, el rumano disidente que ayudó a Guillermo Vilas a apuntalar sus finanzas y terminó siendo uno de los hombres más ricos de su país tras la caída del régimen de Ceaucescu. Pero se escudó en la relativa ignorancia del resto del mundo que no sabe nada de Fórmula 1 para edificar un fabuloso imperio por métodos hábiles y discutibles.
Jamás se comió ninguno de esos caramelos que vendía, y reunió su primer dinero grande comerciando en Petticoat Lane, uno de los mercados callejeros más ajetreados de Londres. Allí descubrió que lo que más amaba era el trato. Discutir y cerrar un negocio favorable (para él). Con los años desarrolló un instinto por la oportunidad para hacer esos negocios: cuando un amigo descubrió, al salir de la casa de Ecclestone, que una goma de su auto estaba pinchada, Bernie vio esa oportunidad: en lugar de ayudarlo a su amigo a cambiar el neumático, ¡le vendió su propio auto!
Su debilidad fue, desde siempre, el beneficio. Continúa siéndolo hasta hoy, en que ha convertido a su tercera mujer, una ex modelo croata 28 años menor, en la mujer más rica de Inglaterra, más aún que la propia Reina Isabel.
Esa búsqueda del beneficio jalona casi toda su vida pública y también la privada. Una vez en Nueva York acompañó a su mujer a un desfile de Versace. Ella eligió un vestido que valía 2300 dólares. A la hora de pagar, él aseguró que costaba 2000. La vendedora lo corrigió. Él insistió. Discutieron 20 minutos, mientras Mistress Ecclestone se moría de vergüenza. El vestido costó, finalmente, 2000 dólares. “Si había problemas por el costo –le reprochó ella– podríamos haber comprado algo más chico.”
–Ese no es el punto –respondió él.
Con lo que había reunido vendiendo lapiceras, compró una participación en un negocio de venta de motocicletas usadas, cuando tenía 19 años, mientras lo seducía la velocidad. Sus negocios caminaron mejor que su ilusión. Con su amigo Harold O’Connor concurrían a remates de automóviles y hacían dinero con coches inexistentes. Uno lo vendía a un tercero, por un precio determinado, y el otro terminaba comprándolo por menor valor. Con su fortuna in crescendo, compró algunos coches viejos del fenecido equipo Connaught de Fórmula 1 y se presentó a correr el Grand Prix deMónaco de 1958. Pero fue uno de los 14 que no lograron clasificarse para largar la carrera y allí terminó la incipiente carrera deportiva. Aunque el germen que produciría una de las más considerables fortunas británicas había prendido. Y en una actividad que, por entonces, era un exclusivo entretenimiento de aristócratas. El secreto de su riqueza consistió en transformarla en un entretenimiento absolutamente masivo... y ponerse primero en la cola de los que recibirían los beneficios de esa masividad.
Hasta 1968, cuando regresó al automovilismo, hizo dinero invirtiendo en tierras, comprando por monedas los grandes solares de Londres que habían sido blancos de la Blitz de 1940, y revendiéndolos con enormes márgenes en el boom inmobiliario de la década del ‘60. Lo mismo sucedió con terrenos comprados en los alrededores de Heathrow, el principal aeropuerto de la capital británica.
No pocos sugirieron que la fortuna “negra” de Ecclestone tenía un origen delictivo: se lo ha sindicado, indistintamente, como el “cerebro” del Gran Asalto al Tren Londres-Glasgow de 1963, o como el que proveyó coches y motocicletas para el atraco. Él lo niega con una sonrisa.
De vuelta a las carreras para ser el manager de Jochen Rindt –el único piloto de la historia que fue campeón mundial de Fórmula 1 después de muerto, y quien lo bautizó como “Bernie”–, Ecclestone terminó por poner un pie dentro de la F-1 que lo había rechazado una década antes. La operación regreso fue una muestra cabal de su modus operandi pro beneficio.
Se empeñó en comprar el equipo Brabham, y sugirió a sus dueños que tasaran los activos del equipo, que él pagaría lo que diera la cuenta. Esta llegó a 130 mil libras. No replicó, por lo que los dueños entendieron que aceptaba. Comenzaron a circular los rumores de que Brabham ya era suya, y la noche previa a firmar el acuerdo, llamó y ofertó sólo 100 mil libras. “Lo toman o lo dejan”, apostó. Lo tomaron. Sólo los dos coches de F-1 y los motores costaban 45 mil libras... Su primer sponsor fue YPF (todavía estatal y argentina) que bancaba la carrera de Carlos Reutemann.
Obsesionado por la limpieza y el orden, pintó los coches de blanco. Y mandó pintar todas las paredes de la fábrica de ese color, “porque una superficie blanca es más sencilla de mantener limpia”. Pronto empezaron a conocer sus arranques de furia. Los mecánicos trabajaban 100 horas por semana y a uno de ellos, que se había pasado toda la noche arreglando un coche para poder largar el GP de Bélgica de 1973, antes que felicitarlo, lo retó por estar sucio y sin afeitar... Cuando encontró a otro mecánico hablando en un teléfono público, arrancó el teléfono de la pared. Para ahorrar gastos –siempre el beneficio– apagaba todas las luces, así que los mecánicos tenían que usar linternas cuando se tiraban debajo de los autos. Y en el departamento de diseño casi no podían ver lo que dibujaban. Cambió las luces de los baños para que se apagaran automáticamente a los dos minutos, y nadie perdiera tiempo...
Cuando compró, por medio millón de libras, un penthouse en el Albert Embankment, en el Támesis, desde cuyas ventanas se podía divisar el Parlamento, lo decoró con varios Modigliani y esculturas japonesas. Para poner las alfombras contó con la “colaboración” de seis de sus mecánicos.
Abajo disponía de un espacio reservado para estacionar su auto. Una tarde llegó con su Mercedes para encontrar que estaba ocupado por un Jaguar cero kilómetro. “Vuelvo en un momento”, le dijo el dueño. Pero cuando regresó, Ecclestone le había chocado el auto hasta destruírselo.
Sus métodos siempre fueron drásticos. En 1972, Reutemann y su coequiper Graham Hill se peleaban por el uso de los motores. “No quiero más discusiones –se interpuso el manager–. Vamos a sortear todos los motores de acá a fin de año.” Consiguió una lista de los motores, otra de las carreras, y compuso el tema. Su talento para los negocios seguía encontrando víctimas. Vendía autos que no había comprado aún. Adquirió un bimotor B.125, y se lo vendió a Max Mosley, el dueño de la escudería March, en 10 mil libras, sólo que el avión no tenía certificado de aprobación y jamás pudo volar. ¿Cuál fue el comentario? “Bueno, al menos no le costó nada mantenerlo.”
Ese reingreso a la F-1 en 1972 le abrió las puertas de la Asociación de Constructores (FOCA), la organización en la que concentraría tanto poder hasta adueñarse de todos los resortes del circo. Asistió al primer meeting en carácter de oyente. Al segundo entró último, con varios sobres en la mano. Los repartió entre los otros dueños de equipo, entre los que estaba Mosley, y les dijo: “Toménse cinco minutos para leer lo que hay adentro”. Les proponía organizar todos los viajes a las carreras fuera de Europa –por ejemplo, a la Argentina–, con lo que se ahorrarían 4500 libras anuales... siempre que pagaran una comisión del dos por ciento de los premios de cada Grand Prix.
En ese entonces, la organización de las carreras corría por cuenta de funcionarios de levita, agrupados en la Federación Internacional (FIA), que les pagaban moneditas a los dueños de los equipos y a los pilotos. Ecclestone vio –como siempre en su vida– la oportunidad. Negociar con los cartas más valiosas en la mano. Y ganar. Sin los coches, que pertenecían al grupo que él representaba, no habría carreras. Y los organizadores tendrían que acceder a sus demandas. Ese esquema ha dominado, y aún domina, la estructura del Campeonato Mundial.
En 1977, un organizador le pagaba a la FOCA unos 350 mil dólares por contar con el circo. Ese derecho no baja hoy de los 10 millones de dólares. Ecclestone cerraba contratos por tres años, y a la renovación le aplicaba aumentos exorbitantes, que no pocas veces llegaban al cien por ciento. Para llevar el circo a Japón en 1976 exigió, cuatro días antes de la carrera, un aumento del 20 por ciento en el pago “para cubrir el costo del largo traslado”. Otra táctica era declarar que los pilotos estaban descontentos por la seguridad del circuito, pero que la carrera podría correrse igual si se aumentaba el pago. Con la Argentina había firmado en 1977 un contrato por diez años. Pero a fines de 1978 exigió unilateralmente un aumento del 27 por ciento para cumplir con el último año del contrato. El GP de 1979 le salió 900 mil dólares al Automóvil Club Argentino, a cuyos dirigentes Ecclestone secretamente despreciaba.
No fueron los únicos que sufrieron los efectos de esa agotadora táctica En 1997, Sylvester Stallone firmó una carta de intención con Ecclestone para filmar una historia basada en la Fórmula 1. “Pero cada vez que iba a firmar el contrato –le contó más tarde Stallone al Indianápolis Star– él elevaba el precio.” Stallone filmó su película, un bodrio llamado Driven, pero ubicó su historia en el automovilismo de los Estados Unidos.
Es que Bernie siempre fue capaz de hacer cualquier cosa por el dinero. En 1974, antes del GP de la Argentina, los pilotos descansaban en la pileta del Sheraton y apostaron a ver quién podía nadar más tiempo bajo el agua. El alemán Jochen Mass logró hacer cuatro piletas. Pero Ecclestone dijo que haría cinco si cada uno de los presentes ponía cien dólares. Hubo quórum, seguros del triunfo: nadie le conocía virtud natatoria.
–Cinco largos por abajo del agua, ¿no es cierto? Bueno, consíganme un snorkel.
Cuatro años después, en la misma pileta, el legendario Colin Chapman le apostó 1000 dólares a su piloto Mario Andretti a que no lograba tirar a Ecclestone, vestido, a la pileta. El corredor se lo contó al inglés. Y la respuesta de éste fue instantánea.
–¿Mil dólares? O.K., por la mitad de esa guita...
Y se tiró solo a la piscina.
En Bélgica, por los ‘70, se pasó toda una tarde jugando al gin-rummy con un ejecutivo de una petrolera que auspiciaba al equipo McLaren. Elejecutivo le ganó mil dólares, “suficientes para ponerlo enfermo”. Ecclestone no le pagó, pero al día siguiente pegó una calcomanía de la petrolera en el coche de Reutemann. El ejecutivo protestó: su compañía tenía un acuerdo exclusivo con McLaren y ese sticker podía causarle problemas. “No es ilegal –le respondió el inglés–. En cualquier garaje de Inglaterra le puedo pegar un sticker como ese a mi auto.” Unos periodistas le preguntaron al ejecutivo si era cierto que con la calcomanía le estaban pagando una deuda de juego: se los había dicho Ecclestone. El ejecutivo ya no sabía cómo hacer para parar la bola. Pasó lo peor: Reutemann anduvo bien, salió en todas las fotos, y el ejecutivo fue amonestado por sus superiores.
El negocio de conducir la F-1 era muy superior al de tener un equipo propio. En 1978, al costo de medio millón de libras, la Brabham produjo el BT46B, que usaba un gran ventilador para generar agarre al piso, mayor tracción y más velocidad. El auto era legal y en su primera carrera, en Suecia, ganó con Niki Lauda al volante. Los demás constructores, que no podían copiar rapidamente el invento ni declararlo ilegal, lo conminaron a archivar el auto si quería seguir representándolos en la FOCA. El BT46B no corrió nunca más. (Ecclestone terminó de deshacerse del equipo Brabham en 1988 al vendérselo a la Alfa Romeo.)

Los organizadores, ese club de aristócratas que Ecclestone consideraba amateurs y odiaba, intentaron pararlo de cualquier manera. Generalmente no lo consiguieron. Eso acentuó el mutuo sentimiento de odio entre el hijo de la clase trabajadora y los príncipes del automovilismo, entre los que se encontraban Huschke Von Hanstein, aquel prusiano que había ganado la Mille Miglia de 1940 representando a las SS con una esvástica pintada en el lateral de su BMW, o Jean-Marie Balestre, el presidente de la Federación Francesa de Automovilismo y más tarde titular de la Federación Internacional, a quien luego se acusó de haber colaborado con el régimen de Vichy durante la ocupación alemana.
Corría 1980 cuando la gran batalla Ecclestone-Balestre por el control de la F-1 dio comienzo, con episodios memorables. Antes de esa guerra, la FIA establecía el calendario y luego Ecclestone negociaba con cada organizador. Pero desde que hubo un ganador (y no hace falta adivinar) la FIA no puede incluir ningún país en el calendario si el organizador no arregló primero los números con el inglés. Y arreglar significa pagar. Un contrato común en la actualidad tiene una validez de siete años. Y la cifra inicial se incrementa un 10 por ciento cada temporada que pasa. Si la Argentina quisiera recuperar hoy su Grand Prix, tendría que asegurarse un lugar en el calendario aceptando pagar 18 millones de dólares para que las 20 máquinas de la F-1 vuelvan a bajar a Buenos Aires... si el Autódromo porteño queda en las inmaculadas condiciones que puede soportar la obsesión de Ecclestone por el orden.
Aquella guerra se libró con todos las armas que hubiera disponibles. Balestre deliraba por la pompa, así que Ecclestone lo alojaba en hoteles de menos estrellas que los que él usaba, o en algunos Grands Prix le asignaba la oficina más cercana al baño, para humillarlo, filtraba a los organizadores datos sobre el primer año de la Administración Balestre, que había aumentado un 129 por ciento los gastos de la FIA. O amenazaba con crear su propio campeonato.
Ecclestone contaba con los constructores. Balestre, con los fabricantes, como Renault o Ferrari. El Grand Prix de España de 1980 estaba en peligro a causa de estas disputas y el Rey Juan Carlos intervino llamando a un meeting. Se arregló que Ecclestone (acompañado por Mosley) se encontraría con Balestre para hallar una solución. Pero entonces el inglés vio, entre los papeles del dirigente francés, una lista de aliados de la FIA, queimaginó le sería muy útil para seguir peleando. Giró hacia Mosley y le dijo:
–Si podés dar vuelta la mesa, yo me zambullo y le saco la lista.
Al instante, Mosley simuló un tropiezo, cayó sobre la mesa, y como si ayudara al francés a juntar los papeles, Bernie le robó el codiciado papel. Balestre no tardó en darse cuenta de la jugarreta. La carrera se corrió sin los equipos que lo apoyaban.
Al final del conflicto se firmó la paz, en un documento llamado el Pacto de la Concordia. En él, Ecclestone reconoció la magistratura de Balestre para organizar el campeonato de Fórmula 1. Pero se aceptó que la FOCA era la que negociaba con los organizadores, y que de ese paquete el ocho por ciento iba al bolsillo del inglés... Lo mejor de todo era que la joya de la corona de la F-1, los derechos de televisación –un negocio apenas explotado por entonces– se asignarían a la FOCA para que Ecclestone los explotara. Esa cláusula insignificante haría, literalmente, ricos a Ecclestone y Cía. Aunque, más que nadie, a Bernie.
La derrota de Balestre quedó certificada cuando el francés aceptó finalmente que Ecclestone fuera el vicepresidente de la FIA para asuntos de marketing. Cuando quiso acordarse, el inglés apoyó la elección de un candidato en contra suya. Ese candidato era Mosley. Desde 1991 hasta la actualidad, el hijo del fundador del Partido Fascista británico es el presidente de la FIA. No cobra por su desempeño. Pero usaba para sus desplazamientos por el mundo un jet Falcon, cuya compra le costó 2,5 millones de euros a la entidad. ¿Quién se lo vendió? Ecclestone, naturalmente, que luego le alquiló un Learjet 31 y más tarde le vendió otro avión, en este caso un Learjet 60.
El tamaño de la amistad entre estos dos hombres que debían ser rivales queda certificada por la siguiente historia. En los ‘90, Ecclestone tenía por costumbre pasar una o dos horas de la mañana sabatina con amigos en un café de Londres. Un día se les sumó Max Mosley y pidió una taza de café. La camarera regresó al rato con una bandeja portando un desayuno completo, con huevos, jamón, salchichas, tomates y habas. Mosley explicó que sólo había pedido café. La camarera le dijo que podía tomarse el desayuno. No, no quiero, dijo él. Debería tomarlo, respondió ella, y no tiene que preocuparse por pagarlo. Para entonces, Ecclestone y sus amigos ya no podían mantenerse serios. Poco antes del arribo de Mosley, Ecclestone le contó al dueño del café que pronto se les uniría un amigo que acababa de salir de la cárcel, sin un penique. “Asegúrese –le pidió– que le den un buen desayuno. Y otra cosa: como es un hombre muy orgulloso, probablemente se rehúse a aceptarlo. Ignórelo y haga lo que sea porque se tome el desayuno.”
En octubre de 1977, Ecclestone aseguraba que “la televisión es la gran llave del futuro de la F-1”. Hasta ese momento, cada organizador negociaba la cesión de los derechos de transmisión de su carrera con Eurovisión, la unión de los canales más importantes de Europa. Pero el Pacto de la Concordia lo autorizaba a él a manejar esos derechos. Primero negoció con Eurovisión, y después con los equipos. De todo el dinero que ingresa a la F-1 por derechos de TV, los equipos se reparten el 47 por ciento... ¿y se imaginan adónde va a parar el 53 por ciento restante?
Las ganancias se volvieron escandalosamente altas cuando, en lugar de negociar todo el paquete con Eurovisión, Ecclestone comenzó a tratar individualmente con las televisoras de cada país. En 1990, Eurovisión pagó 3,3 millones de dólares por todo el año; el Canale 5 de Silvio Berlusconi empezó pagando un millón por cada carrera... y había 16 en la temporada. Un estimado de la propia Formula One Administration (el nuevo nombre de la FOCA, controlada por Ecclestone en persona desde el edificio de Princes Gate 6, frente al Hyde Park, que el británico le compró al traficante de armas Adnan Khassoggi) calcula que los derechos de TV entre 1998 y el 2004rendirán 1555 millones de dólares. Más de la mitad de ese dinero engrosará las arcas del británico.
Cuando el negocio de la TV quedó bajo su ala, Ecclestone posó su mirada en otro nicho inexplorado, cuando se dio cuenta de que la publicidad estática lucía mal en la TV. Fiel a su obsesión, se propuso organizarla. Así nació AllSport Management, la compañía que desde 1983 le “compra” a la Fórmula 1 la posibilidad de vender la publicidad estática en los circuitos donde hay carreras. El titular de AllSport es Paddy McNally, un ex periodista que alguna vez fue amante de Sarah Ferguson, y que muchos suponen no es más que el testaferro de Ecclestone en ese negocio. Es decir que el inglés se vende a sí mismo lo que luego comercializa por un importante beneficio... Siempre el beneficio.
Por eso, a los organizadores de las carreras de Fórmula 1 ya no les quedan para su provecho ni los derechos de TV, ni la publicidad estática, ni la venta de las entradas más caras (el “Paddock Club”, cuya comercialización es propiedad de AllSport) y, enfrentados con las crecientes demandas de Ecclestone, no resultó raro que muchos desistieran de continuar haciendo los Grands Prix en los últimos 20 años. En esos casos, el nuevo promotor pasó a ser... Bernie Ecclestone, hoy dueño de las carreras de Brasil, Holanda, Alemania y Hungría, entre otras.
Ni la política ni la ética amenguaron jamás sus constantes ambiciones por generar dinero. La Fórmula 1 fue la última actividad deportiva en plegarse al boicot anti-apartheid contra Sudáfrica, aun incluso más que el rugby conservador, porque les sacaba mucho dinero a los organizadores. Pero Ecclestone se rindió a las presiones recién en 1986, cuando los gobiernos de Brasil y Suecia les prohibieron a sus pilotos Nelson Piquet y Stefann Johansson correr en ese país, Renault decidió no mandar su equipo y los obreros de Ferrari amenazaron con una huelga si el equipo italiano competía.

Cuando alguien está tan ocupado en los negocios, le dedica muy poco tiempo al sexo. El primer matrimonio de Ecclestone, en 1959, duró muy poco. El segundo, con la asiática Dora Tuana Tan, ocupó algunas líneas en la prensa de los ‘70. Pero la verdadera historia de amor de Ecclestone tiene apenas dos décadas.
En 1982 conoció a Slavica Malic, una modelo croata que hacía una promoción para una firma de ropa deportiva en el Grand Prix de Italia. Era 20 centímetros más alta que él. Le pidió el teléfono y luego la invitó a viajar con él a la carrera de Las Vegas. Ella accedió. En la capital del juego los esperaba el presidente del Caesar’s Palace, que los acompañó a la enorme suite que le habían asignado, y se encerró con Ecclestone en un dormitorio, por un largo rato. Slavica, que no conocía en profundidad a su nuevo amigo, alimentó una desagradable sospecha: ¿sería Bernie homosexual? Del otro lado de la puerta, en realidad, se estaba hablando de negocios.
La pareja se casó en 1985, de acuerdo a un arranque de Ecclestone, que llamó por teléfono a su amigo Mosley para que le saliera de testigo. La ceremonia fue tan precipitada que ni siquiera contrató un fotógrafo para perpetuar el recuerdo, y como faltaba un testigo, convocó a la sirvienta...

Con 66 contratos individuales con otras tantas televisoras en el mundo, Ecclestone intentó hacer cotizar a la F-1 en la Bolsa. Pero el carácter secreto de la mayoría de sus contratos no resultó buena publicidad para posibles inversores, ni tampoco la investigación que llevaba adelante la Comisión para la Libre Competencia de la Unión Europea, que sospechaba un abuso monopólico en el manejo de los contratos televisivos, que, por ejemplo, obligaban a los canales a no transmitir ninguna otra categoría de automovilismo. Pero Ecclestone dio entonces un golpe magistral. Todas sus compañías habían sido reunidas en un holding denominado SLEC, por Slavica Ecclestone, su mujer, legalmente la propietaria del holding. SLEC le “compró” a la FIA, representada por Mosley, los derechos de TV de la F-1... ¡por cien años! (otra que Torneos y Competencias).
Con ese contrato en la mano, que vence en el 2101, vendió el 50 por ciento de SLEC en 1.300 millones de dólares, en septiembre de 1999. Y en febrero de 2001 vendió otro 25 por ciento en 1000 millones.
Y ahí anda.
Asegura que se retirará en 2007, cuando cumpla 77 años.
Nadie le cree.
¿Cómo va a renunciar a seguir haciendo tratos?
No hace mucho entró a una juguetería en Ginebra y discutió durante 20 minutos el precio de un juguete caro hasta que se lo bajaron en 100 francos. El amigo que estaba con él le recordó que 20 minutos de su tiempo valían mucho más que los 100 francos que se había ganado.
–Sí, ya sé –replicó– pero tengo que mantenerme en forma.

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