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Domingo, 19 de abril de 2015

EL GRAN PEZ

 Por Carlos Díaz *

El lunes 13 de abril, cuando llegué a la editorial, me sorprendió un mensaje desde España en el que me contaban que por allá la radio anunciaba la muerte de Eduardo. Se me heló la sangre. Los diarios de Argentina y Uruguay todavía no decían nada. Poco después empezaron a llegar noticias de todos lados: la prensa, las redes sociales, los mensajes de amigos y periodistas lo confirmaban. Llamé a Helena, su compañera de los últimos cuarenta años, y le dije que iría a despedirlo. El martes 14 tomé el primer barco y durante el viaje leí la cobertura de todos los diarios que había podido conseguir. Estábamos acercándonos a Montevideo y eso me hacía sentir inquieto y triste. La familia había decidido velarlo a partir de las 11 en una sala muy tradicional de la ciudad, para los más íntimos; luego se haría, en el bellísimo edificio del Parlamento uruguayo, la gran despedida para todos los que quisieran expresar su cariño o su dolor. Tenía unos veinte minutos libres y no sabía si caminar o sentarme a tomar un café; seguía algo nervioso, me sentía raro. Por las callecitas de la Ciudad Vieja me encontré con el periodista Ezequiel Fernández Moores, viejo amigo de Eduardo. No lo conocía, pero igual lo saludé. Decidimos tomar un café rápido antes de ir al velatorio. Empezamos a charlar con un tono melancólico, solemne. Enseguida aparecieron las anécdotas personales... la conversación se fue animando y, una hora después, estábamos relajados y riéndonos a carcajadas de las historias que cada uno recordaba haber vivido con Eduardo o haberle escuchado a él. Ya estábamos listos para ir a despedirlo.

Fue un día largo y completamente atípico, en el que se respiraba tristeza, pero también mucho amor. A lo largo de su vida, Eduardo supo construir un mundo propio, un “Universo Galeano”, lleno de personajes alucinantes, extraordinarios o comunes, nadies o señores de gran importancia. Casi todos ellos se colaron una o muchas veces en sus libros, en las dedicatorias o en las historias, y todos estaban ahí para despedirlo y para darle un beso a Helena y a toda su familia. A varios los conocía sólo porque Eduardo me había hablado de ellos. Incluso muchas veces dudé de que tuvieran otra vida más allá de la imaginaria. Estaban, por ejemplo, sus nietos uruguayos, que en sus relatos eran jovencitos gigantes de un metro noventa. Apenas entré al velatorio no pude evitar reconocerlos y sonreí: dos chicos que se destacaban a simple vista por edad y tamaño. Luego pasó una hermosa amazona a mi lado, y supuse que se trataba de la niña de la familia. Estaba Elbio, el remisero amigo que lo llevaba de acá para allá, porque él no manejaba (alguien me contó alguna vez que hace mil años se había comprado un auto y –¡en Montevideo!– se lo robaron; se hartó y nunca más manejó). Un ex canciller de Tabaré que aparecía en Patas arriba porque lo había ayudado a la hora de revisar datos e información. El personaje de una historia medio famosa, “Ventana sobre la llegada”, que cuenta el bautismo bien heterodoxo, como no podía ser de otra manera en ese universo, del hijito de su gran amigo Daniel Weinberg: y ahí estaba el joven Ulises, ya de veintipico de años, que había viajado desde Buenos Aires. Y una viejita hermosa que, aprovechando que su marido era embajador en Chile, había ayudado a muchos perseguidos políticos a cruzar la frontera usando el auto diplomático. Y su grupo de amigos brasileños, sus compañeros de Página/12, Joan Manuel Serrat, Macarena Gelman, su editor brasileño, que se tomó un colectivo y viajó montones de horas para darle el último adiós. Y alguna de sus nietas más pequeñas, que inspiraron tantas historias en los últimos años (Eduardo adoraba la forma en la que lo trataban, como a un abuelo, un tipo común y corriente, y cómo le preguntaban, intrigadas, por qué la gente le daba tanta bola o leía sus libros). Y por fin Helena, la protagonista indiscutida de muchas de las más bellas historias de Eduardo. Fue conmovedor ver desfilar a lo largo de todo ese largo y extraño día a muchos de los personajes de sus libros, comprobar que –como en El gran pez, la película de Tim Burton– existían, eran reales. Todos se habían congregado para no dejar solo a su amigo en ese momento final, y confirmaban que toda la solidaridad, la belleza, la sensibilidad y el cariño que transmiten sus relatos siempre fueron recíprocos.

En uno de los traslados Daniel Weinberg desvió el recorrido que teníamos que hacer sólo para pasar por el café Brasilero, esa especie de oficina que se había armado en las mesas del bar al que iba a recibir amigos, a dar entrevistas o simplemente a leer y escribir. Definitivamente, caminar por Montevideo no será lo mismo sin su presencia...

En la ceremonia que tuvo lugar en el Palacio Legislativo, pasaron a despedirlo también muchas personas reconocidas, funcionarios y políticos de distintos países. Pero estoy seguro de que para Eduardo los imprescindibles fueron los personajes y compañeros de lucha que –a fuerza de ternura, amistad y solidaridad– le dieron forma al Universo Galeano, ese mundo que todos sus lectores conocen y disfrutan, y del que Eduardo los hacía sentir parte. Creo que justamente ahí está su gran legado: haber enriquecido la vida de tantas personas.

Volví en el barco de la noche, también con Ezequiel Fernández Moores, que a lo largo del día había ido escribiendo una nota que tenía que entregar. Me la dio para leer y no pudimos evitar iniciar otra larga charla donde, una vez más, terminamos riéndonos, releyendo viejos mails que él tenía a mano y que nos recordaban más vivo que nunca a nuestro amigo. Fue un excelente cierre para un día extraño, que seguramente no voy a olvidar, en el que se mezclaron momentos de tristeza con otros de alegría.

* Carlos Díaz es director editorial de Siglo XXI, la casa que publicó a Eduardo Galeano en los últimos años y hasta su muerte.

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Imagen: Bernardo Pérez
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