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Domingo, 17 de abril de 2005

Una pequeña anomalía de Chicago

Por Juan Forn

Uno no se topaba con Bellow en castellano (tal como se topaba con otros escritores norteamericanos); no era revolviendo en una librería como uno llegaba a él. Tampoco era el Nobel. Era lo que decían de él los otros escritores yanquis, y los ingleses, y los europeos que sabían de literatura yanqui. Incidía en forma decisiva la mala suerte que había tenido en la traducción: nunca le tocó alguien (un Pezzoni, un Pitol) quepudiera siquiera acercarnos la formidable expresividad que tenía su frase en inglés. Y en Bellow la voz siempre fue el primer cross a la mandíbula. De manera que nos perdimos eso: leer esa primera línea de Augie March (“I am an American, Chicago born”), leer cualquiera de esas parrafadas gloriosas de un libro de Bellow y no soltarlo nunca más. Si lo hubieran traducido un poco mejor, nos sabríamos seguro alguna de esas parrafadas de memoria, porque Bellow era –es– de esa clase de escritores. Basta ver las necrológicas: todas las que valen la pena terminan cediéndole la palabra, y en todas se nota que lo están despidiendo de la manera más hermosa en que se puede despedir a un escritor: tipeando algunas de sus frases por el puro placer de sentir en los dedos esa parrafada gloriosa, ésa que seguro tienen recontrasubrayada en el vapuleado ejemplar donde la leyeron por primera vez, o la usaron como epígrafe en alguno de sus propios libros, o nomás se la saben de memoria y en las grandes borracheras la recitan en éxtasis.

Bellow era una anomalía en la literatura yanqui, empezando por el hecho de que era canadiense (llegó a los ocho años a Chicago, sus padres eran judíos de Petersburgo, mencheviques, se habían ido de Rusia en 1905). Se americanizó callejeando (cadeteando: repartía lo que le mandaran repartir), pero el padre le leía Tolstoi y Dostoievski en idish. Los amigos de la calle lo hicieron marxista y con ellos entró a la universidad (antropología, pero nunca terminó: el tutor de su tesis le rechazó dos versiones porque eran “pura crónica”). Hay dos novelas antes que Augie March, pero el propio Bellow consideraba que recién en Augie él fue enteramente él por primera vez. Tenía treinta y ocho años, había hecho un libro exuberante por todos lados (personajes, voz narradora y especialmente los desarrollos de ideas: las parrafadas), pero Ralph Ellison, Mailer y Donleavy habían hecho más o menos lo mismo y más jóvenes, en esos años, y ya sabemos cuánto adora Estados Unidos celebrar esas apariciones que después procede a descomponer paso a paso (Fitzgerald: “No hay segundo acto en la vida americana”). Bellow rompe ese molde: él no termina de, sino que empieza a, escribir sus mejores páginas después de cumplir cuarenta. Carpe Diem, para algunos Henderson, Herzog (antes de cumplir cincuenta), El legado de Humboldt (a los sesenta), y al año después el Nobel (lo post-Nobel tiene lo suyo, especialmente los cuentos, pero él mismo decía que eran viajes al pasado, aunque transcurrieran en esta época).

La tercera, y alucinante, anomalía de este canadiense-judío-rojo-american-Chicago-born fue esa idea loca de sentarse a escribir sus novelas tal como Dickens, Balzac, Dostoievski, Conrad y Joyce decían que habían escrito las suyas: como quien envía partes desde el frente mental del campo de batalla que es la época en que vive. Eso decía que era escribir para él. Trató de pensar adentro de sus novelas. Adentro de sus personajes: así los hacía vivos. Las ideas con que los armaba, ese caleidoscopio de anhelos y angustias de cada uno de sus personajes, venían todas de ese melting pot que era Chicago, los inmigrantes que ascendían con el estado del bienestar, socialmente, e intelectualmente –ésa era la gracia de los mejores personajes de Bellow: tenían yeca y biblioteca–. Y eran efusivos, en todo sentido: se hablaban todo y se vivían todo.

La gran Dostoievski, la gran Balzac. En 1950, en 1960, en 1970. Chicago born. Una locura. Y encima se animaba a decir que la novela había perdido su fuerza expresiva porque no había más escritores respondiendo a esa pregunta que hace la sociedad a cualquiera que se ponga a mirarla: ¿y, macho, vos qué pensás de todo esto?

A lo mejor estaba loco de vanagloria. Hay montones de cosas de él que hacen ruido: no firmaba ningún manifiesto contra Vietnam, le parecíapopulista y facilón, decía que él hablaba en los libros, a su manera, pero él mismo reconoció que el Holocausto tendría que haberlo encarado más frontalmente, y su amistad con el facho Allan Bloom no alcanza a justificarse con Ravelstein –compararlo con aquel cuento precioso basado en Isaac Rosenfeld, su amigo marxista de la juventud, o mejor no, ya no. Mejor no preguntarse si la gran Dostoievski/Balzac era o es posible, si tuvo sentido o no da. Mejor remitirse a los libros. A El legado de Humboldt, por ejemplo, esa comedia terrible sobre la muerte (Bellow decía que era una comedia sobre la muerte: un poeta fértil que se consume en alcohol y estupor y maldice desde la muerte a su mejor amigo, opaco discípulo suyo devenido escritor laureado). Y que alguno se atreva a decir que lo que dice ese libro sobre la vida y la muerte (esa mano de pintura opaca en el revés de los espejos, para que la vida nos muestre su reflejo, según Bellow) es anacrónico, o pretencioso, o pajerías que sólo interesan a escritores. Que alguno que lo haya leído niegue que lo hizo reír, pensar y querer patear puertas en algún momento. Eso es lo que tienen que seguir haciendo las novelas –eso es lo que decía Bellow, eso es lo que hacía en sus libros, y por eso hay tantos, en estos días, que recitan como borrachos alguna de las gloriosas parrafadas de esos libros.

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