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Domingo, 11 de septiembre de 2005

El rock después del horror

La primera convocatoria grande del rock después de República Cromañón fue el festival Gesell Rock: tres fechas donde todo transcurrió con normalidad y sin bengalas, pero en las que se sentía el peso de la tragedia. No hubo verdadera alegría. Apenas un tránsito de música que ayudara a seguir caminando hacia adelante. El hecho emotivo lo constituyó el retorno de Andrés Calamaro, al menos como invitado, en algunos temas con Bersuit. Después del hecho se suspendieron todos los recitales (salvo los festivales cordobeses) y el rock entró en un estado de debate en el que se coincidió que las bengalas debían ser desterradas de los recitales. No hubo inconvenientes en los shows de Jóvenes Pordioseros en Obras en junio, ni tampoco en los de La Renga en Vélez en julio, aunque sí hubo desmanes en los alrededores del estadio, protagonizados por aquellos que no tenían entrada.

Sin embargo, pese a cierto aire de normalidad forzada, el rock argentino no ha podido salir de la estupefacción y el dolor por las vidas perdidas en República Cromañón. Trata de reaccionar y a veces lo logra, sobre todo cuando tiene que defenderse de los ataques de afuera. Pero todavía desconoce la manera de enfrentarse a los de adentro y ahí radica su verdadero problema. Porque el rock nació reclamando mayores espacios de libertad para los jóvenes, y le cuesta pensar en cercenarla, aunque se trata de encender una bengala, matarse a golpes, o perder la razón por el alcohol o las drogas. Pero tampoco puede permitir, sin traicionar su esencia y atentar contra su supervivencia, cualquier conducta en su nombre, sobre todo si convierte a sus recitales en un decálogo de expresiones, físicas o poéticas, que representan la mediocridad, la chatura, la violencia y otras cosas que supo combatir en sus comienzos. No se trata de depurar la tropa, ni de separar las manzanas malas de las buenas. No es tampoco cuestión de que el rock tenga que ser el único que cuente sus propias costillas. Es algo aún más complicado que tiene que ver con el cuidado de su gente, no sólo para que no se lastime, sino para que crezca y pueda entender que el rock fue y tiene que ser otra cosa.

Si el rock se queda con la idea de que un recital tiene que ser “una fiesta”, no habrá aprendido nada de lo que sucedió en Cromañón. Una fiesta puede ser una sucesión de ritos mecánicos en torno de una reunión de gente sin la menor alegría. La alegría, la verdadera, surge de pozos mucho más profundos que tienen que ver con el alma y no se puede plantear de antemano. Simplemente sucede y no siempre. Para que la fiesta en serio acontezca tendrá que haber un rock capaz de desgarrar la tela de la oscuridad de Cromañón para que entre la luz; una clase de luz que no puede conseguirse ni aunque se prendan un millón de bengalas, se desplieguen las banderas más vistosas o se baile el pogo más grande del mundo. Para esto hacen falta artistas lúcidos, pero también un público dispuesto a escuchar esa lucidez y reconocerla como propia. No hay que dejar que prevalezca la idea de que en una nación tan empobrecida en todo sentido, como lo es la República Argentina, no puede surgir otra cosa que el reflejo de la miseria que se ve a diario. A esa miseria no se la vence con denuncias al poder político, a la corrupción o a la lógica mercantilista, se la derrota con la capacidad de crear otras realidades que tienen que ver con lo espiritual, cuya intangibilidad no las hace ilusorias.

Los que originaron el rock en el mundo eran más pobres que una laucha. Tenían las manos destrozadas por el trabajo y el lomo insensible por los latigazos; eran esclavos y abusaban de ellos a diario. Sin embargo, la idea de la libertad les iluminaba su alma, a tal punto que podían crear bellísimas canciones que no sólo les ayudarían a sobrevivir, sino que los conducirían a la libertad e iluminarían a las generaciones venideras. No tenían medios y se las arreglaban con lo que hubiese a mano. Tenían miedo, pero no dejaban que eso les paralizase el corazón y componían canciones que saltaban por sobre los decorados de su miseria. Los llamaban blues y en ellos convivían el amor, la tristeza, el sexo, la lujuria, el licor, la marginalidad y un enorme abanico de sensaciones cantadas y contadas con un sentimiento de artesanía, de cosa bien hecha, simple y noble. Representaban al pobre, pero también a todo aquel con un espíritu abierto a reconocer las cosas del alma profunda. Eran universales, inmensos artistas de una estrechez material inenarrable a los que no les podían robar la riqueza de sus sentimientos. Al rock argentino no le vendría mal mirarse en ese espejo.

O recordar las palabras que alguna vez Luca Prodan les dijo a tres periodistas en un pequeño ambiente del barrio de Villa Crespo en una charla sincera. “Es muy simple: yo te doy una guitarrita y vos haceme latir acá.” Y se golpeó el pecho bien fuerte. Para que el rock argentino pueda salir del horror de Cromañón, necesita más latidos que pancartas o una ideología que anestesie las sensaciones. Pero el cambio no podrá salir solamente del rock, sino que tendrá que ser generado por la sociedad toda.

En un país donde la ley es vulnerada cotidianamente, incluso por aquellos que deberían hacerla cumplir, la única verdad es el sálvese quien pueda y las costumbres de la selva. En una sociedad donde el litro de cerveza sale más barato que un litro de leche, el mensaje es claro, sobre todo en una sociedad donde hay muchísimos, demasiados, chicos con hambre. Si la Justicia admite, mediante artilugios legales o lo que fuere, que los delincuentes no vayan a la cárcel sino que anden libres por la calle, el cuadro termina de configurarse de manera horrorosa. Si la violencia es lo que rige como código encubierto y medianamente aceptado las relaciones cotidianas, todos estos temas no tardarán en agravarse. Por lo pronto, que estén presentes y se hayan enquistado también en el rock significa que el veneno es como un líquido que siempre encuentra el lugar por donde filtrar. Eso además quiere decir que los anticuerpos sociales no están funcionando.

El rock no puede quedarse en la lógica facilista de ampararse en lo podrido de la sociedad para justificar el mal interno. Pensar que la bengala o la mentalidad paleolítica que en nombre del “rocanrol” suele acompañarla es inocente de la tragedia de Cromañón es no hacerse cargo de lo sucedido y una invitación a repetirlo. Los artistas parecen haber tomado conciencia, pero cierto sector del público todavía no quiere comprender. Esperan días difíciles. Porque la competencia contra un idealismo lumpen y mediocre sólo será victoria si se cuenta con el atrevimiento de poder soñar un rock que valga la pena ser cantado.

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