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Domingo, 2 de octubre de 2005

UN FRAGMENTO DE FAN-TAN

Un hombre encerrado

Bajo una nube negra, la prisión. Y dentro de la prisión, un rebelde inteligente. La paredes eran extremadamente altas y, aunque esto es imposible, parecía que se inclinaban hacia adentro al mismo tiempo que surgían hacia fuera, y estaban coronadas por una luminosa escarcha de vidrios rotos. Desde lo alto de la breve colina llamada Victoria Peak –desde la residencia de verano del gobernador de la Colonia Crown de Hong Kong–, la prisión debía verse muy bien. “Si el sol brillara”, le dijo Annie al Portugués, “el vidrio probablemente brillaría. Se vería como un collar de diamantes, Lorenzo. O una gran margarita en una taza cuadrada.”

El sol no brillaba desde noviembre. Ahora era el 2 de marzo de “el año del Señor” (según las palabras de Annie), 1927. La vasta nube, de varios cientos de millas de diámetro y muy compacta, cubría la isla desposeída y goteaba sobre su prisión. Annie Doultry (llamado Anatole por Monsieur France, el novelista) estaba negociando el día ciento dieciocho de una sentencia de seis meses. Nacido en Edimburgo en 1876, parecía de su edad, cada minuto de ella.

Su padre había sido un tipógrafo, un escocés romántico cuyas manos jugaban con las palabras, un hombre que amaba las heridas y la tragedia, el rey Lear y Edward Lear. Su madre era una mujer inusual, hermosa y querida, pero no muy respetable. Era una Mac Pherson, pero tenía un costado volátil. Había tenido amantes como otras familias tenían mascotas. Aunque criada en la lógica, el sentido común y la estricta economía, asumía riesgos absurdos con una persona: su marido. Más tarde los Doultry emigraron a Seattle, primero el hijo y después la abuela materna, como muchas familias de esos días, cuando al menos había dónde emigrar. Toda la historia era vaga, sin embargo, y Annie no era muy propenso a reflexionar sobre su infancia. Su memoria era un desastre, tan llena de agujeros como una media vieja. Escocia era un acento que amaba.

Por otro lado, pensaba mucho en el futuro. “Esa es una de mis características, Lorenzo”, le dijo con firmeza al bulto del Portugués que ocupaba el camastro de arriba, un pantano hecho y derecho en todos sus reflejos. Annie hablaba en voz alta así por una cuestión de principios, como una manera de resistir el peligro de pensar en silencio sobre sus propios pensamientos. Eso sólo podía llevar a pensar más, y a entrar en un espiral azaroso de regresiones, el tipo de cosa de la que uno tenía que cuidarse en la prisión Victoria. Los hombres se volvían locos ahí.

“Si uno piensa como prisionero –dijo Lorenzo–, termina siendo un prisionero de por vida.”

“A mí no me va a pasar”, dijo Annie Doultry.

“Pero estás acá”, dijo el Portugués, y era innegable. El siempre despreocupado Annie, amante de la libertad, impredecible, espontáneo, estaba tan confinado como todos los demás en la prisión.

“Pronto serás viejo, hombre”, se burló Lorenzo. “La gente crece muy rápido aquí.” Esa advertencia llegó a destino. Ayudaba a explicar la mirada pensativa de Annie. Una vez en la prisión era suficiente. Annie Doultry había tenido poco tiempo para preguntarse “¿Dónde estás en la vida? ¿Vas a ser un pájaro enjaulado o un hombre hecho y derecho?” Había tomado esta última esperanza por descontado, pero ahora era demasiado viejo para seguir perdiendo el tiempo. Se podría decir que la prisión lo había convertido en un fatalista sanguíneo –y lo había hecho peligroso–.

El hombre tenía la nariz un poco torcida hacia la izquierda. Esto es lo que había escrito con lápiz bajo la fecha 1º de marzo, su día de ayer: “Me dicen ‘seguí tu nariz’. Si siguiera la mía, supongo que sería un bolche. Pero la mía es una nariz que sabe quién es el jefe”. Allí sus propias palabras dieron la pista: a un nivel apenas sobre la mera ironía la nariz se alzaba sobre su castigado cartílago como una especie de homenaje a la burla de un nombre que podría haber agraciado a una pálida mujer escocesa. “Annie Doultry rima con ‘poultry’ (aves)”, repitió varias veces, testeando sus tapones de oído hechos con cera de vela antes de introducirlos. Nada malo con las orejas, los lóbulos como péndulos en el estilo que indicaba sabiduría de acuerdo con los chinos, pero los órganos principales ajustados de forma compacta bajo una quijada notable por su insensibilidad. “Un rostro que hundiría mil buques”, exclamó Annie como juicio final, y con la satisfacción de alguien que ya no podía escucharse a sí mismo excepto como notas de cello en sus propios huesos.

Para cambiar de la vida interior de un hombre a sus dimensiones tridimensionales: el camastro inferior de una celda en el bloque D, de dos por dos con las usuales aberturas lúgubres, una ventana pálida y diminuta, sin vidrio pero con anchos barrotes, y más de un metro y medio del suelo de concreto, lo que hacía mirar al exterior terriblemente dificultoso para un chino. Pero no era tan difícil para Annie Doultry, porque era un hombre grandote, de pecho ancho, anchos pulgares y anchas cejas, gruesos tendones en las muñecas y bajo las rodillas, algo valioso para un hombre violento que ya había dejado atrás la resistencia de la juventud, cuando ser arrojado tras las rejas y las escaleras que acompañan el presidio es una excursión risible. También tenía una barba tupida. Habían intentado que se la afeitara, pero había luchado una batalla moral con ellos, desde el barbero hasta el gobernador, y la había ganado. Así que le habían rapado la cabeza, pero le habían dejado la barba para que jugara. En consecuencia cada pelo había crecido más áspero, y claramente más gris. Era un gris inusual, con el tinte que desarrolla el bronce cuando toma lo que los trabajadores del material imperial llaman pátina acuosa.

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