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Domingo, 13 de julio de 2008

LA CRONICA QUE QUEDO AFUERA

Cómo hablar de la muerte sin ser Víctor Sueiro

 Por Cristina Civale

Fue una ingenuidad de mi parte pretender hacer la crónica de este cruce. Pasó así: a la cita vino un hombre de algo más de cuarenta y cinco años, y al que yo conocía desde cuando teníamos veinte. Había sufrido un accidente, más concretamente era uno de los sobrevivientes del accidente que sufrieron los chicos y maestros de la escuela Ecos hace dos años. Me hizo tocarle los huesos con los clavos y me dijo algo así como que se sentía un robot. Me parece que le daba vergüenza. Nos encontramos tres veces. Cada vez me contaba una versión de más o menos lo mismo: la ruta oscura, el cuerpo lleno de sangre, una médica que lo miraba fijo y le decía “quedate conmigo” y él sintiendo que se iba quién sabe a dónde hasta que la imagen de su familia, su mujer y sus hijos, lo arrebató de la muerte que se lo tragaba. Me dijo algo así como que decidió que quería seguir viéndolos y luchó para quedarse en este mundo. No vio ninguna luz, ni tampoco atravesó el minuto mítico en que dicen que se ve toda la vida como una película. No murió a pesar de los pronósticos reservados, a pesar de las múltiples operaciones, del coma que atravesó durante días interminables, de la terapia intensiva, de la larguísima rehabilitación y de la idea complicada de sobrevivir. Me atrevo a decir que en esa frontera –más bien el borde de un precipicio al que no se cae–, la de la muerte y la de la vida, lo más difícil fue lidiar con la idea de supervivencia, con la gracia inexplicable de no haber muerto y convivir con la muerte de otros seres queridos. Pero fue práctico: él estaba vivo y lo aprovecharía. Esa frontera no se puede narrar, porque quienes la cruzaron no vuelven para contarla. Al menos no para contármela a mí.

EL MAQUILLAJE DE LA TRIPLE FRONTERA

Bailar con la más fea

Lo más difícil de ese tránsito fue la frontera en que me convertí yo misma para mirar, tomar nota, entrevistar, sacar información, hacerme una idea, en lo posible más precisa que vaga, del estado de situación. Cada paso y cada descubrimiento me llevaban al lugar imposible del asco y la indignación. Lugares complicados para situarse a narrar.

Iguazú, la parte argentina del triángulo, fue la ciudad donde hice base. Y me costó vivir esa semana en la que no pude dormir nunca, donde tuve que mentir para obtener información, donde me dio vergüenza este procedimiento y el ostentoso maquillaje de una ciudad que se vende como uno de los más preciados destinos turísticos de la Argentina y donde las Cataratas del Iguazú y su imponente Garganta del Diablo son la excusa perversa que da la naturaleza para, con la bravura del agua, tapar los más variados crímenes, algunos de lo cuales sí pude comprobar y conté en el capítulo correspondiente del libro, a pesar de la frontera en que se convirtió mi cuerpo: mientras estuve allí, pero también mientras escribía sobre ello.

LA CRONICA DEL HOSPITAL CABRED

La locura automática

Alguien me preguntó cómo hablar con quien tiene la palabra desarticulada. La verdad que no sé a quién se refería: si a los internos del Hospital Cabred, algunos de cuyas historias cuento en el libro, o a mí. Otra vez el prejuicio brutal del loco como un tipo tan diferente, tan otro, tan desmarcado de cualquiera que anda por la calle: libre. Mis entrevistados tenían síntomas que yo muchas veces tuve, que muchos de mis amigos y la mayoría de mis conocidos tuvieron. Con la medicación actual ninguna persona necesita más de 40 días de internación. Las personas que conocí estaban internadas, en el mejor de los casos, desde hacía diez años. No están internados por locos: están internados por abandonados o pobres. ¿Dónde están los ricos locos? ¿En las clínicas privadas? Los ricos no enloquecen. Para ellos “la locura” es una gracia de algún exceso caro, de alguna visión envidiable, un estado místico, una traición genética. Si escuchan las grabaciones que realicé en el Cabred sólo porque soy mujer –y el hospital admite sólo hombres– notarían que no soy yo la que debe estar de ese lado de la frontera. Si un colega varón hubiese estado conmigo y me hubiese prestado su voz, estoy segura, habría sucedido lo mismo. O sea: la duda de a quién encerrar y por qué.

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