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Domingo, 19 de enero de 2003

El hombre que jugaba con lo real

La acción transcurre en Munich en 1955. Fassbinder tiene nueve años y Adenauer setenta y nueve. Ya pasaron diez años de posguerra. La Alemania de los hermanos Walter acaba de ganar la copa mundial de fútbol y Curd Jurgens empieza su carrera de antinazi buen mozo. Muchos años más tarde, Henri Langlois dirá: “Con Fassbinder nació el cine alemán de posguerra”. Primera película en 1965, última en 1982.
Langlois tenía toda la razón. Antes de Fassbinder, en Alemania había una sola pregunta: ¿cómo pudimos vivir con esa cosa, la bestia inmunda? Después de Fassbinder, por él, la pregunta sufrió un desplazamiento insidioso: ¿cómo pudimos olvidar tan fácilmente? “En Alemania –decía– no nos enseñaron mucha historia de Alemania. Tenemos que ponernos al día en un montón de cosas.” Y también: “Nosotros no luchamos para conseguir nuestra democracia: nos la impusieron en la zona occidental”. Eso también se olvidó.
Fassbinder no olvidaba. La Alemania de su infancia, la del viejo canciller, no fue muy linda que digamos. Y esas alboradas de la UFA no fueron precisamente un gran momento en la historia del cine alemán. Todo glauco, con negros muy negros (la vergüenza) y blancos muy blancos (la amnesia). El blanco y negro de Veronika Voss, con la música y la ropa de época, las luces giratorias, la fealdad de un país atrincherado en su propio boom.
El drama de un hombre es olvidar hasta sus sueños de infancia. El drama de un cineasta es haber crecido en un país sin sueños, es decir: sin cine. Fassbinder murió a los treinta y seis años, controvertido, agotado. Se consumió construyendo una casa donde alojar sus sueños. Una fábrica propia, sólo de él. Con sus huelgas, sus automatismos, sus jefecitos, su trabajo en cadena, su marca, todo. Supongo que el sueño que había que fabricar era muy sencillo: para encarnarlo estaban las estrellas de la UFA, y algunas Veronika Voss a las que había que “salvar” de la pendiente fatal en la que las arrastraba la Historia, igual que el primer joven hitchcockiano salva a Rebecca de las llamas en una producción de Selznick. No mucho más que eso. Pero el trabajo del cineasta Fassbinder habrá consistido en recrear una por una, ex nihilo, todas esas cosas reales, demasiado reales, sin las cuales un sueño no llega a encarnarse y queda como una fabulación retro. Y en ese trabajo hizo todos los papeles. Arqueólogo de su presente, Fassbinder “materializó” su sueño y se dedicó a exhibirlo. Diecisiete años de cine para volver familiar (incluso para nosotros) esa Alemania de posguerra. Para que empecemos a sentirnos (un poco) en casa. Para que tengamos, de película en película, el placer de reconocer el mobiliario de los años 50, los estrictos trajes sastre, las costumbres pequeñoburguesas, el erotismo de los cuerpos sobrealimentados, un estilo de iluminación, una canción y, sobre todo, los actores y la tropa. Porque también había que inventar la tropa que reconstruiría por sus propios medios una Alemania entera, cotidiana y, a su manera, fotogénica. Nadie llegó tan lejos. En Alemania en otoño, Fassbinder recluta a su propia madre en un improvisado papel de “asesora histórica”. Cruel, le arranca una velada confesión: la mujer no sabe por qué hoy ya no es nazi, así como antes no sabía por qué lo era.
Sueño robado, realidad recreada, realidad vomitada. Hay dos Fassbinder en uno. El que sigue convencido (como Pasolini) de la inocencia de todo deseo y el que no retrocede cuando retorna la fatalidad de lo real y el círculo del melodrama se cierra. Los melodramas irónicos de las primeras películas se ponen serios. En las últimas películas, Lili Marlene, Maria Braun, Lola forman una turbia galería de “estrellas-a-pesar-de-sí-mismas” que se hacen cargo de los sueños de su tiempo y quedan al margen de ellos. Los hombres siempre leerán su propia maldición en la estrella (como Sternberg en la Dietrich), pero no porque la estrella les ofrezca un espejo sino porque en el momento en que lo hace piensa en otra cosa. ¿En qué? En lo que te vuelve loco, o estrella. Veronika Voss, magníficamente interpretada por Rosel Zech, es uno de los retratos más logrados de la galería.
Se ha hablado del manierismo de Fassbinder. Es algo que le han reprochado. Daba la sensación, desde hacía mucho tiempo, de hacer películas como quien hace la limpieza: estamos en casa, conocemos todos los objetos, sabemos de dónde vienen, no los usamos todos a la vez, la indiferencia es engañosa, los automatismos esconden mucho amor. En su cine Fassbinder estaba en casa. El manierismo es una manera como cualquiera de hablar del modo en que Fassbinder había preservado ese furor de filmar, de convertir lo real en algo “bueno-para-filmar”. Y ya ni siquiera le alcanzaba con “convertir”, o con “volver inteligible”. Hay en sus últimos films el frío goce de tener lo real al alcance de la cámara como un objeto que se prueba, que se testea sin contemplaciones, desde todos los ángulos y mejor dos veces que una: de cerca, de lejos, de arriba, de abajo. Lo real como juguete. El único juguete que vale la pena.

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