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Domingo, 1 de agosto de 2010

UN FRAGMENTO DE LA MONA

Mi viejo

Mi único amigo había sido mi viejo, el Tucumano, pero recién me di cuenta de eso cuando murió. Me enseñó a tocar la guitarra, a imitar esas notas que sonaban tan lindo; me enseñó a amar el tango; me tiró al río para que aprendiera a nadar; nos compró una Estanciera. Era una persona hermosa mi papá. Es cierto que chupaba mucho, pero no merecía terminar así.

Mi mamá lo había hecho internar. Era bastante común que las mujeres hicieran internar a los maridos que chupaban. Incluso tres vecinas nuestras los mandaron a Oliva, a la colonia de los locos. Eran mujeres jóvenes y decían que los maridos les pegaban. Mi mamá no, mi mamá lo mandó al Bermann, que estaba cerca de casa, porque el doctor Caferatta dijo que lo iban a curar. Pero no lo tendría que haber mandado. Ahí lo pichicateaban, lo dejaban perdido, atontado, y mi viejo no era así, mi viejo era un tipo activo, tenía ilusiones.

Yo lo iba a ver a través de las rejas del jardín del Bermann. Llegaba y me quedaba un rato agarrado a los barrotes, hasta que aparecía hecho un zombi. Me daba lástima verlo así. Mucha lástima.

Un día entré a visitarlo y vi que una enfermera le hacía señas. Como mi viejo era simpático, entrador, seguro que se habían hecho amigos. Después de la seña, el Tucumano salió y volvió con un zapato agarrado de la punta, como si fuera una botella, con la parte del hueco en la boca. Alcancé a ver que adentro tenía una botellita verde con un líquido transparente. “Es alcohol, papi, no lo tomes eso”, le dije, pero no me hizo caso: “Es agua, Carlitos, es agua”, y se mandó media botella de un trago. Ese día le rogué a mi mamá que lo sacara.

Lo llevamos a casa y se compuso un poco, pero ya era tarde. Con el alcohol que le daban y esas inyecciones terribles, como para amansar un caballo, le adelantaron la muerte. Al poco tiempo, lo internaron en la Clínica Sucre y después del tercer día mi mamá nos avisó que el papá se estaba yendo.

Era el invierno del ’69. Con el Tito y el Yiye nos tomamos el colectivo y llegamos corriendo a la clínica. El Tucumano estaba flaco, muy flaco, y casi no podía hablar. Igual nos miró. Qué mierda, fue muy duro eso. Nos miró a los tres y nos dijo: “Cuídense mucho. Son muy buenos chicos ustedes. Y vos, Tito, no le pegués más al Carlitos. Me estoy yendo, me tengo que ir a un viaje sin regreso, pero siempre los voy a querer. Desde arriba los voy a estar mirando”. Y murió con los ojos abiertos.

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