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Domingo, 5 de septiembre de 2010

> PETER GREENAWAY HABLA DE REMBRANDT, SU FASCINACIóN POR LA PINTURA Y EL FIN DEL CINE

La lección de anatomía

 Por Carlos Gamerro

Peter Greenaway está en la Argentina para presentar su documental Rembrandt’s J’accuse (El “Yo acuso” de Rembrandt), en el cual lleva a cabo un minucioso examen del más famoso cuadro del pintor, La ronda nocturna, para probar que lleva a cabo la denuncia del asesinato –disfrazado de accidente de tiro– del capitán de milicia Piers Hasselburg, un obstáculo a los negociados que querían llevar a cabo el capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburgh, las dos figuras centrales del cuadro y, según Greenway, los dos líderes de la conspiración –entre sus cabezas se adivina el arma asesina, todavía humeante, y una mano que la sostiene o desvía–. Otros dos conspiradores estaban representados en el extremo izquierdo y fueron cortados cuando el cuadro se trasladó a un espacio más reducido en el Ayuntamiento de Amsterdam en 1715 –según Greenaway, un intento de borrar pruebas–. Al comienzo del documental, el director inglés afirma que somos todos, en nuestra cultura, analfabetos visuales: entrenados desde la infancia para leer textos, no sabemos leer las imágenes. Siguiendo, quizás, el modelo del detective de la tradición inglesa –aquel que sabe mirar, y ve lo que a otros se les pasa por alto–, Greenaway nos enseña a leer esta imagen: a ver en el gesto de la desnuda mano izquierda del capitán Banning Cocq la invitación del demonio a que lo sigamos al infierno; a descubrir que el guante que sostiene su enguantada mano derecha es, inexplicablemente, otro guante derecho; y así, a aprender a mirar La ronda nocturna –y el arte en general–. Porque si poco importa el crimen de un oscuro burgués holandés del siglo XVII, mucho importa el no saber leer las imágenes que fundan y fundamentan nuestra cultura.

Este documental que se estrenó en 2008 fue precedido en 2007 por el largometraje Nigthwatching (La ronda nocturna) sobre el mismo tema. ¿Cuál es la relación entre ambos?

–Vamos a ir un poco más atrás todavía. Yo aprendí a pintar desde muy temprano, como adolescente; y todavía pinto: es probable que la pintura siga siendo el verdadero centro de mis actividades. He realizado más de trescientas películas, y estoy por realizar nuestro largometraje número quince. Tengo la suerte de poder escribir mis propios guiones, soy un artesano del montaje y puedo editar mis propias películas, y por supuesto, soy director y puedo llevar lo que escribo a la pantalla; aunque debo decir que estoy sumamente decepcionado de que tengamos un cine de escritores y no un cine de pintores; el cine debería ser imagen, más que texto, pero todas las películas que viste, todas las películas que yo he visto, están basadas en palabras.

¿También las suyas?

–Se ha vuelto un mal necesario. No puedo acercarme al productor con cuatro cuadros y un libro de figuritas y decirle “dame la plata”. Para armar el financiamiento de la película se necesita un guión. No es una buena situación, pero así estamos, incluso directores como Godard. Es triste, pero lo único que podés hacer es escribir el guión, asegurarte de que todo el dinero haya entrado, sacar tu parte y luego tirar el guión a la basura. Volviendo a tu pregunta inicial. Yo vivo en Amsterdam, soy, de alguna manera, un ciudadano honorario de Holanda, no hablo bien el holandés, debo admitir, pero eso es culpa de ellos: los holandeses hablan un inglés excelente. Trabajo con ellos desde hace veintidós años, mi productor es holandés, y podría describirlo como mi “papi rico” porque pone el dinero, pone la logística, y de lo único que tengo que preocuparme es de aportar la idea, escribir el guión, dirigir y editar. Una situación privilegiada. Pero, como dije al principio, lo que siempre me ha fascinado es la pintura, en todas sus manifestaciones; y mi fascinación más profunda es con el siglo XVII, porque incluye a los pintores que yo llamaría protocineastas: el italiano Caravaggio, el español Velázquez, el flamenco Rubens y el holandés Rembrandt. Estos cuatro hombres, que no son exactamente contemporáneos aunque las fechas se superponen –estamos hablando de los años 1590 a 1660, aproximadamente– me fascinan; de las quince películas que llevo hechas, cinco son piezas históricas, y tres transcurren en el siglo XVII. Así que a través de investigaciones tanto sistemáticas como azarosas –no quiero que la investigación se me convierta en una carga, me gusta disfrutarla– he llegado a saber bastante sobre el norte de Europa en el siglo XVII –y también sobre Italia–. Así que conozco bien el paño, aunque no soy ningún fanático de Rembrandt: tiene algo hollywoodense que no me convence, es demasiado espectacular, y en sus efectos mejor logrados tiende a repetirse y era además alguien a quien le interesaba sobre todo el dinero; Vermeer, para mí, es más profundo –es más tardío, claro–. Pero bueno, en el año 2006 se cumplieron cuatrocientos años de su nacimiento –1606– y yo vivo en el centro de Amsterdam, es decir, vivo en una ciudad del siglo XVII, y desde mi ventana se ve el Rijksmuseum donde cuelga, desde hace doscientos años, la obra más famosa de Rembrandt, La ronda nocturna, y está especificado que el cuadro no puede abandonar el museo; está, si se quiere, presa en él. De hecho fue construido para, y alrededor de, La ronda nocturna: si pensamos al Rijksmuseum como una catedral, La ronda está donde estaría el altar. Entonces, porque en el año 2006 toda Holanda celebraba el aniversario del nacimiento de Rembrandt, y había exhibiciones sobre su madre, sobre su perro, y sin duda hubo alguna, aunque no la vi, sobre las pulgas del lomo del perro de Rembrandt, y los holandeses, porque yo vivo entre ellos, y porque saben de mi interés en los problemas de la iluminación artificial –se podría argumentar que de eso trata también el cine, de la iluminación artificial, de su fabricación y proyección– y como Rembrandt tiene la reputación de ser el gran maestro de la luz artificial, del chiaroscuro, me preguntaron si estaría dispuesto a diseñar una instalación que resultara atractiva para la generación de la laptop, para aquellos jóvenes que creen que la pintura empezó con Jackson Pollock y el cine con Quentin Tarantino. Y yo quise entablar un diálogo entre los ocho mil años de la pintura occidental y los ciento quince años del cine. La pintura tiene una ubicuidad y una persistencia de la que el cine carece: el cine ya ha llegado a su fin. Todavía vivimos en la era de la pantalla, pero ya no es la era de cine. Todos los tropos, todos los paradigmas, todas las historias ya han sido usadas. Hoy, cuando empezás a ver una película, a los cinco minutos ya sabés lo que va a pasar: lo sabés por las reglas del género, por el principio ético-moral que se aplica, etc. Lo sabemos todo, lo hemos hecho todo. Creo que asistimos a una revolución, a la era del postcine, de los nuevos lenguajes, a un renacimiento o una reinvención del cine –aunque quizás el cine nunca haya existido–. Lo que más me molesta es la conexión ineludible del cine con la librería: la gente va al cine para que le cuenten un cuentito, y ese cuentito siempre viene de un libro. Las megaproducciones más importantes de los últimos diez años han sido Harry Potter –Dios me libre– y El señor de los anillos –Dios me libre de nuevo–. Pero esto también se aplica a Lars von Trier, a Eisenstein, a Godard: todos están atados al libro. Lo que yo quise hacer, entonces, es romper con esto, empezar con un cuadro: entablar un dialogo entre La ronda nocturna y las posibilidades de una interpretación específicamente cinematográfica. Y empecé pidiendo permiso para iluminar esta venerable obra maestra con los más poderosos y tecnológicamente avanzados sistemas de iluminación. Y como el valor del cuadro es inestimable –nadie podría asegurarlo, porque su valor no puede calcularse–, la perspectiva de ahogarlo en luz de esta manera asustó a muchos. Pero como los holandeses son básicamente gente abierta e inteligente, al final accedieron. Todo empezó, entonces, con la instalación. Concurrí al Rijksmuseum diariamente durante ocho semanas. No de día, por el público. Pasamos las noches ahí, mis cuatro técnicos y yo, y lo que hice fue mirar el cuadro, mirarlo y mirarlo. Podía acercarme cuanto quería –al principio nos acompañaban siempre cuatro policías, tres historiadores del arte y dos perros; al final de la primera semana quedaban apenas un policía y un historiador, aunque hay que tener en cuenta que el cuadro ya fue atacado dos veces, fue terriblemente acuchillado–. Así que lo observo, lo estudio a fondo –tengo entrenamiento académico, estudio arte desde los diecisiete, así que llevo más de cuarenta años en esto– y aunque como he dicho Rembrandt no es especial santo de mi devoción, no creo que a la hora de estudiar el arte contemporáneo pueda ignorárselo, es el gran héroe por ejemplo de los impresionistas y postimpresionistas, especialmente el Rembrandt tardío con su pinceladas vigorosas y su interés en la luz; él pinta la luz antes que las formas y esto es de alguna manera una definición de, no sé si de todo el impresionismo pero ciertamente de Monet. Es interesante, ¿no?, cómo estos grandes movimientos se definen a partir de la obra de una sola persona durante unos seis meses. Igual que el minimalismo en la música contemporánea: tres semanas de Philip Glass. Así que de la combinación de mi observación continua con las muchas lecturas sobre el tema empecé a individualizar e interrogar los muchos misterios del cuadro. ¿Qué hacen esas dos mujeres perdidas entre tanto hombre? ¿Por qué las picas son trece (un número significativo sin duda, y Rembrandt no hacía nada por accidente, todo en él es deliberado)? Hay al menos quince misterios importantes relacionados con el cuadro. Y en el centro del cuadro, en una situación de gran aglomeración de gente, un hombre dispara un arma. ¿Qué pasa acá?

¿La víctima, el capitán Hasselburg, en el caso de La ronda nocturna, estaría entonces donde estamos nosotros cuando nos ponemos frente al cuadro? Es muy barroca esta proyección del espacio del cuadro sobre el del espectador, como en Las meninas de Velázquez...

–Exactamente. Y todo esto está muy documentado. Sabemos quién encargó el cuadro, quién lo pagó, quiénes son las personas que aparecen en él... Sabemos que tras este desafío, este guante que Rembrandt le arrojó al rostro, la buena sociedad holandesa lo castigó retirándole su apoyo, sus comisiones y encargos, y que allí comenzó el gradual hundimiento económico de Rembrandt. Sabemos también que le llevó unos nueve meses pintarlo, el tiempo de la gestación humana.

Como en su film El vientre de un arquitecto, donde la creación de la exposición del arquitecto se desarrolla de modo paralelo al embarazo de su mujer, y él se suicida al nacer su hijo.

–También hay conexiones con mi primer largometraje, El contrato del pintor, donde los dibujos también denuncian un crimen, sólo que en aquel caso los dibujos eran míos, los hice para la película, y acá no toqué nada, soy inocente, se trata de un cuadro de Rembrandt que ha estado a la vista de todos desde hace cientos de años. Todo está, como decía, muy documentado. La holandesa era una de las sociedades más alfabetizadas de Europa, ciertamente más que la inglesa y la francesa: todas las mujeres escribían, y el servicio postal era excelente. No tenían una aristocracia en el sentido estricto, eran ciudadanos y burgueses. La edad de oro de Holanda, la que va aproximadamente del 1600 a 1670, fue una edad del dinero y los mercaderes.

En el film El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, usted vistió a los gángsters de la era Thatcher como holandeses del siglo XVI –de hecho el jefe de la banda viste como el capitán Banning Cocq en La ronda nocturna– y en Rembrandt’s J’acusse muestra a los burgueses miembros de la milicia holandesa como gángsters que ejecutan un asesinato por motivos económicos...

–Yo comparo la Holanda del siglo XVII con la Rusia de Yeltsin. Hay un nuevo sistema político, están inventando el sistema republicano y están rodeados de poderosas monarquías que envidian el dinero holandés, y tanto los ingleses como los franceses –como los españoles antes de ellos– tratan de destruir este pequeño país arribista, nuevo rico. Inglaterra surge de las cenizas de Holanda: les robamos los barcos, les copiamos la Bolsa, la contabilidad, copiamos todo de los holandeses. Aunque Holanda no cae del todo, pasa a ser una potencia menor. Pero durante cuatro generaciones es un país fuerte, donde el poder de alguna manera se comparte, al menos más que en la muy centralizada Francia, dentro de los límites de una poderosa oligarquía.

¿Usted sugiere que La ronda nocturna es La ratonera de Rembrandt, es decir, que la hizo, como la pieza que monta Hamlet dentro de Hamlet, para hacer saltar a los culpables?

–En 1642, cuando pinta el cuadro, Rembrandt es rico y famoso: yo lo definiría como una mezcla de Bill Gates y Mick Jagger: todos quieren beber con él, estar en su club, él pinta tres retratos por semana... Y el éxito se le sube a la cabeza, y decide que va a jugar el juego de David y Goliat con los poderosos de Holanda. Porque él era bastante provinciano, dejó la escuela a los dieciséis, era el hijo de un molinero, aunque no pobre, sino de clase media; rompió con sus raíces, ascendió socialmente, pero nunca se volvió parte del establishment... Sentía que le faltaba educación, y también sus superiores se lo hacían sentir: bajá el copete, sos el hijo de un molinero, nunca vas a ser uno de nosotros. Y Rembrandt, que era algo camorrero, y resentido, se decide a devolver el golpe. En ese momento de la historia los artistas quieren separarse de los artesanos, aspiran al prestigio que por ejemplo tenían los literatos, que se codeaban con los reyes. Lo que Rembrandt más ambicionaba era ser el Rubens holandés, no en tanto artista sino como cortesano. Hay un autorretrato en el cual Rembrandt se ha dibujado como un cortesano del Cinquecento. A quien es para mí el pintor más grande de todos los tiempos, Velázquez, le interesaba más ser cortesano que pintor. Una estupidez.

¿Y las mujeres del cuadro?

–Son Marieke y Marita, las hijas ilegítimas de Rombout Kemp, que figura también en él. Los asilos de huérfanos eran en la época lugares que proveían mano de obra barata para el servicio doméstico, y también, a veces, para la prostitución infantil. Rembrandt quería denunciar no sólo un asesinato puntual, sino crímenes más generales de la sociedad holandesa, y europea. El siglo XVII fue en Europa uno de demonización de la mujer. Basta ver cómo se las presenta en las obras inglesas del período jacobino: Lástima que sea una puta de John Ford, por ejemplo, una obra terriblemente misógina. A Shakespeare no se lo puede acusar de misógino, aunque haya escrito La fierecilla domada, y aunque Miranda de La tempestad sea una virgen boba que los hombres mueven de aquí para allá como peón de ajedrez... Pero Shakespeare tiene heroínas muy fuertes también. El tratamiento que hace Rembrandt de la figura femenina contrasta con lo habitual de la época, donde las mujeres son objeto de burlas malignas, o de un consumo destinado a la mirada masculina. El podía pintar a una mujer fea, pero nunca hizo una pintura fea de una mujer. Es una distinción importante.


Rembrandt’s J’accuse se puede ver en los cines Gaumont y Malba.

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