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Miércoles, 12 de septiembre de 2007

CONTRATAPA

La primavera en ruinas

 Por Jorge Isaías

Ruinas quedan de aquello que fuera el bar "La Primavera", de don Atilio Valvazón. Ladrillos comidos por un tiempo implacable, sordo, que desentona los recuerdos más antiguos y esconde a los más jóvenes las albricias de otra edad.

Allí en ese caserón que supo ser del tío Hugo Cechi, ese viejecito menudo de grandes bigotes amarillos en cascada sobre los labios, de bastón tosco, de andar cansino, que siempre veré en mi memoria caminando bajo sombras propicias del Veredón Alto, allí solían armarse las prestigiosas guitarreadas de toda la redonda.

El bar "La Primavera" ﷓huelga decirlo﷓ nunca fue apto para niños y mujeres. Allí la soledad de muchos hombres encontraba el traidor sosiego de una caña, de una buena grapa, una ginebra recoltosa.

Recuerdo﷓ creo recordar﷓ los brillantes momentos del bar de don Atilio, cuando era visitado por "cantores", que no eran otros que los últimos payadores pampeanos.

De sombreros oscuros, como el traje y que venían en el último ómnibus de la tarde, de aquellos destartalado que hacían el trayecto Rosario﷓ Corral de Bustos y viceversa.

Habían cubierto muchos kilómetros de polvorientos caminos y saltaban, al llegar, directamente sobre la alta vereda de ladrillos, en la mismísima puerta del bar.

Demás está decir que nunca pudimos oír como se debe esos duelos populares inscriptos en la más antigua prosapia tan cara al criollaje. Algunos de nosotros ﷓los más atrevidos desafiantes del cachetón o la paliza﷓ espiábamos con furtiva fruición, desde la ventana de altas rejas el rasgueo entusiasta de las guitarras, entreviendo esas mantas de vicuña o el poncho sobre uno de los hombros, el traje azul inevitable, el pañuelo "gardel", la alpargata floreada o el zapato de puntas bien lustradas.

En ocasiones algunos vestían a la usanza gaucha: bombachas, corralera o saco del mismo género, la rastra ametrallada de monedas antiguas, la bota lustrada y la guitarra con su infaltable cinta celeste y blanca, no faltaba quien colocara una calcomanía de Evita o Carlos Gardel a esa madera manoseada por madrugadas y milongas.

Al final, supeditado siempre a la generosidad de los flacos bolsillos de los espectadores, pasaban el sombrero con una humildad altiva, de artistas, como si de esa espontaneidad del parroquiano no dependiera su subsistencia. Era su única paga, amén de algún vaso de tinto espeso para refrescar esas gargantas cansadas, que iba de riguroso convite.

Todo aquello, como tantas otras cosas, murió en mi pueblo.

Pero hoy he pasado por esa vereda que es la misma, ya sin aquellos viejos árboles, y una mano de acero se me asentó en el recuerdo. El techo derruido, los pisos de madera carcomidos, el óxido de tantos años ha ido pulverizando la mayor parte de los ladrillos.

El tío Hugo ha muerto. No sé quién es el propietario actual y don Atilio Valvazó, de ademán lento, de boina pelusienta, de toscanito apagado entre los labios, es sólo un recuerdo para algunos.

El veredón, aquel viejo orgullo de niños y de novias, ya no existe. El pueblo tiene ahora luces de mercurio, asfalto, algún horrible snack﷓ bar y muchos autos último modelo, tal vez por la euforia sojera de unos años atrás.

Cuando me paré un instante en esta esquina, con mis hijas y mis años, creí escuchar por un momento el rasguido cadencioso de una guitarra, pero es seguramente la engañosa memoria, como siempre, la que se empecina tanto como ese montón de ladrillos quebrados en hacerle frente a la infamia de los años muertos.

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