rosario

Sábado, 26 de noviembre de 2005

CONTRATAPA

Segunda escena callejera

 Por Gary Vila Ortiz

"¿Quién ha perdido más?", me preguntó con una sonrisa digna de un cuento de William Saroyan. Tal vez se acuerden del título, a lo mejor con más exactitud que yo. "Como un cuchillo, como una flor, como ninguna otra cosa en el mundo". Pues bien, su sonrisa era así, como ninguna otra sonrisa en el mundo. No sé por qué me lo preguntó a mí, pero supongo que eso tenía una lógica. Aunque no nos veíamos casi nunca, sabíamos que en los últimos años se había muerto tanta gente que queríamos que simplemente estábamos esperando el turno que correspondiera. La tristeza de esa sonrisa quería decir muchas cosas que no decía, pero sabiendo que yo sabía de qué se trataba. Y cuando a cierta edad se pierde algo se pierde para siempre. Nada es recuperable y la memoria suele traicionarnos. ¿Un milagro secreto? Como el de Borges. No, creo que no, que no estábamos para eso. Estábamos en la cama y yo le había llevado de regalo un libro que quiero mucho. "Cómo andas con Drieu la Rochelle bajo el brazo sería uno de él", me dice el amigo a quien le cuento las cosas. Si era de él, sobre todo por ciertos diálogos en los que me reconozco. Alain se encuentra internado, el médico le pide que tenga paciencia: "No soy paciente, a pesar de no haber hecho otra cosa que esperar toda mi vida". Otra vez el mismo médico le dice: "¿Siente todavía aquellas angustias?" y Alain: "No siento angustias. Vivo en una angustia permanente". En otro pasaje, pero con un personaje diferente: "Brancion sonreía. Enseñaba la dentadura postiza con ostentación; a las mujeres no les daba asco". Y sobre todo aquello de "lÇesprit de l éscalier", que significa esas reacciones que se producen demasiado tarde, cuando ya se ha perdido la oportunidad. Ese es el espíritu de los solitarios. Y nadie podía dar vuelta a la manivela y volver a una escena anterior. El no tendría que haber permitido que ella hablara y preguntara lo que preguntó. Ella volvía a insistir con sus preguntas. Iba y venía por caminos conocidos y desconocidos. Era como si no me diera cuenta con quién estaba hablando. Era como un pájaro que se golpeaba donde fuera sin amortiguación alguna. Pero nada se quebraba en ella. Solamente seguía sonriendo y diciendo que no era tan frágil como parecía. Por suerte no estaban en un hotel. Podían mirar por la ventana y caminar hasta la cocina para hacer un café o un té, o simplemente tomar un vaso de agua helada. Me sentía mejor tomando un vaso de agua helada. Pero cuando ella volvió lo hizo con dos vasos llenos de whisky y de hielo. Volvió a salir y regresó con la botella. Yo sabía que la historia, sin saber cuál sería la historia, comenzaba en ese momento. Pero no era yo en realidad. Yo era como un cronista invisible demasiado involucrado. A determinada hora ella volvería a lo que llamaba su trabajo. Él (esta era su última despedida) se mataría durante esa madrugada. Pero ninguno de los dos habló de eso. Todo se había vuelto confuso. Todo terminaría dentro de poco. Pero el problema consistía en que los personajes, si se puede hablar de personajes, se habían entremezclado, allí, en esa casa, y en las cosas que pasaban en la memoria. Habían llegado a un estado de indeterminación tal que no sabían qué hacer, parecían no saber qué habían hecho, hasta en algunos momentos olvidaban sus nombres. Las notas del cronista se habían transformado en parte de lo que podríamos llamar realidad. En ciertos minutos, o mas que minutos, eran cuatro las personas que se veían envueltas en un vértigo sobre la cama que crujía. ¿El cronista era una quinta persona en la habitación? No podía saberlo hasta que se sintió ajeno a lo que pasaba. Se lavó la cara con agua bien fría, tomó unas aspirinas, trató de tomar café. No podía dejar de mirar lo que ocurría en el dormitorio, pero trataba de recordarlo para describirlo. ¿Lo describiría? Decididamente no. Se sentó en un sillón esperando vaya a saber qué. He estado siempre esperando detrás de una puerta que sabía no se abriría nunca para él. Podía ser Kafka o podía ser Philip Marlowe. No le interesaba demasiado la literatura, no en esos momentos. Esta vez tampoco la puerta se abrió (en realidad no estaba cerrada del todo). Pero escuchó con claridad, con terrible nitidez, cuatro disparos. Esperó lo suficiente para comprender que si alguien quedaba con vida, no le quedaba mucho tiempo para morir. Salió y se fue a su pequeño departamento. Puso un disco de Coltrane, unos blues para ser estúpidamente exacto. Escribió automáticamente lo que fue saliendo de su cabeza, como si alguien se lo dictara. Apenas había amanecido. Puso todo en un sobre. Escribió el nombre del amigo que le publicaba las notas y salió para el diario. Puso el sobre en el buzón, cosa que nunca había hecho. Después empezó a caminar. Después comencé a caminar, pero no sabía hacia dónde. ¿Me importaba? No, de ninguna manera. Lo único que comprendía perfectamente bien era que no tendría regreso alguno.

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