rosario

Sábado, 28 de junio de 2008

CONTRATAPA

UN CUENTO DIVINO

 Por Miriam Cairo

Siempre hemos sido una familia muy religiosa. Los domingos son para nosotros fiesta de guardar. Somos cumplidores porque nuestro santo patrono es exigente. La ciudad en que vivimos lleva su nombre. Mi abuelo, mi padre y mi hermano se llaman como él, al igual que muchos abuelos, padres y hermanos de la zona.

Al santo le gusta navegar, y en diciembre la prefectura le prepara una lancha y lo saca a pasear por el río. Es un gusto ver cómo las damas de la caridad le preparan un colchón de flores para embellecer el salvavidas de telgopor, porque el santo no sabe nadar. No tiene tiempo para ir ni siquiera a pileta libre. Cuando él sale en procesión las calles se estremecen y una vez embarcado, en lo profundo del río, no sabemos si los peces peregrinan tras la barcaza.

A él le gusta que las mujeres le limpien el manto en silencio y que los sacristanes le lustren el cayado. Se siente poderoso por el frenesí que les despierta la loca tarea. Los hombres le ungen el yeso dorado del cabello, le pulen las uñas, le redibujan las pestañas con finísimos pinceles de pelo de camello y lo bañan de perfume.

A las monjas las carcome un leve celo ante semejante postergación. Ellas piensan que tienen más derecho que otros a emperifollar al patrono. Esos días, si sembraran sus dientes nacerían dragones en vez de rosarios. Pero la ira se les disipa cuando el estruendo de los fuegos artificiales revientan las capas del aire. El alboroto pirotécnico las aturde hasta hacerles perder el odio que engendra el amor exigente del santo. Entonces las gana una alegría viciosa. Aplauden vivamente el pasar del patrono por el palco oficial. El intendente se pone de pie y su amada esposa arroja a la imagen bendita una flor blanca condenada a morir pisoteada. Ella cumple con el ritual, y el buen santo le retribuye. La prosperidad chorrea sus bienes en casa del intendente. Además, su discernimiento es iluminado y las licitaciones para la venta de estatuas, velas y rosarios, siempre cae en buenas manos.

En medio de la procesión, las catequistas enloquecen de felicidad al paso del patrono y agitan banderitas amarillas y blancas. En el frenesí, las monjas aprovechan a odiar a esas feligresas, que les disputan la preferencia del cura, cuando las muy mundanas ya han parido hijos y tienen el caracol maltrecho por los quehaceres previos y posteriores al parto.

Yo creo que el cura prefiere a las laicas sólo porque están depiladas. Las monjas creen que por andar peludas van a borrar de la memoria cristiana el convencimiento de que fue una mujer, la que nos llevó a la perdición al comer el fruto del conocimiento. Por culpa de su curiosidad, los hombres pagamos los platos rotos de una humanidad tenebrosamente inclinada a perderse en los oscuros caminos que evitan la tranquilizadora ignorancia.

Pero el santo se pavonea por las calles y no se preocupa por estas nimiedades pediculosas. Eso sí, si hay algo que lo pone frenético, es el mal sonido de los parlantes. Más vale que el sonidista haga bien las cosas, porque si no tiene que vérselas con la ira de este hijo de Dios. No va a ser el primero que se quede sin trabajo y ninguna explicación pueda evitar que la memoria popular lo recuerde como la persona que frustró el sermón adulatorio de las fiestas patronales.

A tal punto se ha encarnado en el pueblo el recelo del santo, que todos van a verlo pasar por miedo a que su enojo los convierta en desocupados cuando una maldición divina, bajo la forma neoliberal, les cierre las fábricas.

Cuando por fin el santo llega a la balsa, el agua del río multiplica su barrosa espuma como si enfureciera. Por los parlantes se cantan los salmos y se repiten las letanías. El ruido es ensordecedor, braman los motores de los barcos, se acoplan los micrófonos, se desordenan los vítores al santo, aplauden enloquecidos los que quedan esperando en la alameda.

Nosotros aprovechamos para rezar el rosario. Somos cuidadosos porque los santos son buenos hasta que dicen basta. Si uno no pone atención en cualquier momento le cae su ira en la cabeza con el peso de una montaña. A nosotros ya se nos murió un pariente porque no quiso prestar su lancha.

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