Sábado, 19 de diciembre de 2009 | Hoy
Por Miriam Cairo
Medianoche. Solitario, sostenido por una síntesis lunar mira por la ventana las calles desiertas. A través de su propio cuerpo dibuja un movimiento, dibuja lo indecible de la sexualidad y de la muerte. Él dibuja mientras yo escribo. Me enmaraño en la gozosa distorsión del yo de los retratos. Tiemblo en los contornos. Tiemblo en las profundidades. Con los ojos de Egon, veo y escribo un mundo tembloroso.
Más allá de la ventana, solitario presiente la luna acunada por el río. El árbol desnudo detrás de la cerca. El yo desnudo detrás de la cerca. Aquí, en las palabras, la contorsión del cuerpo. Él dibuja. Yo escribo. Lo venero y escribo. Raro aprender a escribir desde un pincel, beber el aguarrás. Raro indagar en el capullo, la cosita del propio cuerpo para saber del cuerpo otro. Raro mirar el mundo con el ojo prohibido. Solitario cree que ese punto metafórico es un asunto de misterios. Sobre negro hinca botón rojo.
Si hubiera seguido el camino fácil y engañoso, Egon no habría mirado su propio cuerpo. Yo no habría mirado tampoco. No habría mirado la sombra. Entre falocéntricos y vaginales, no hay Lacan que resista al misterio del ser que mira el temblor del mundo desde el propio temblor. "Yo eterno niño,/me he sacrificado por otros... /que me miraron y no me vieron." Frescas amapolas vivientes pasan en grupos, susurrando encantamientos. El rabillo del ojo se me dobla como un alfiler torcido. Veo goces desabotonados. Yo escribo el temblor que no puede temblar el mundo.
No está claro si lo que ocurre en el alma es un sueño o un estrago, pero lo que la mano toma no toma la forma de la mano. Lo único que un hombre recoge es un eco hondísimo y oscuro. ¿De dónde viene ése ánima, ese derrame invisible, apenas gesticular de la amapola? Escribo. ¿El autorretrato es un sustituto del padre? Innecesario. Egon no se dibuja a sí mismo. Dibuja el temblor. Dibuja lo que no vemos. Escribo lo que no escribo.
"Mi mente me obligaba a ver todas las cosas de que se hablaba en una especie de inquietante cercanía: así como bajo la lente de aumento vi en una ocasión un pedazo de piel de mi meñique que parecía una tierra en barbecho, llena de surcos y cavidades, así veía a los hombres y sus actos. Ya no lograba abarcarlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me disgregaba en fragmentos, que a su vez se disgregaban en otros más pequeños, y nada se dejaba encasillar con un criterio definido. Palabras sueltas flotaban a mi alrededor, se volvían ojos que me miraban, obligándome a mirarlos."
Egon pinta. Yo escribo. No hay Sigmund que comprenda lo que la amapola siente. No hay antes ni después. Es un tiempo en el centro del tiempo. Escribo: un soñador sueña que en el río hay un cesto achatado, o un arca, o un cofre. Por supuesto, hay una flor de amapola en él. Sigmund podría preguntarle al soñador si en el sueño él es la flor o la canasta, pero lo único que importa es el temblor que lo mantiene con vida, fuera y dentro de la vida. El sueño avanza. Escribo. El hombre no quiere ser pétalo, sino sentir pétalo. Escribo. Tan aparatoso y evidente es el varón temblor, tan hacia fuera su fenómeno.
Como al margen de uno mismo, en una soledad propia al alcance de la mano, se produce otra realidad como alternativa, un lenguaje y un cuerpo como alternativa. Un temblor. El más grande, el más maravilloso, el más valorado, el más puro, y el fruto más precioso. El Egon temblor es el fruto que aun después de su instante deja algo eterno. Con los ojos del temblor, veo, existo y escribo.
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