rosario

Domingo, 7 de febrero de 2010

CONTRATAPA

De argentinos y fusilados

 Por Sonia Catela

Y lo condenaron a grito unánime, "muerte a Carrera" en la plaza de Mendoza, esas tropas en jolgorio que querían poner su triunfo en ejercicio, sacarle el jugo, metérselo en tajos a los derrotados y descargarlo en revanchas, "muerte", dictaminaron al unísono y los abucheos lo alzan a José Miguel Carrera llevándolo hacia al banco donde lo sentarán para ajusticiarlo y aunque el general aún se encuentre escribiendo una carta o testamento ante su mesa en el cuarto de encierro, ya marcha hacia el pelotón. Ayer lo apresan hoy, le avisan; "en cuanto se arregle con el cura, será pasado por las armas". Hay que confesar al sentenciado y ejecutar esa encomienda con urgencia, me recalcan el apuro, "hágalo rápido, padre". Golpeo el marco de la puerta de su celda. Carrera sigue su escrito, afirmándolo como si una banda de aire amenazara mover su papel, y aunque me anuncie y lo interpele desde las circunstancias y mi investidura: "dígame, usted que ha cometido tantos crímenes imperdonables", él farfulla pero sin interrumpirse; el hombre no me hace caso ni me escucha, escribe sus últimas voluntades, sus disposiciones para hijos y esposa, que edúquenlos en tal lugar, que cuiden a mi mujer así asá, continúa con su lapicera pese a que hay que empolvarlo para presentárselo adecuadamente a Dios.

Llega el manotón que lo pone en su lugar; de un golpe el custodio le quita tinta y hojas y que preste atención al momento, "tiene que terminar con esto, padre, hay que fusilarlo", protesta según la orden que le han impartido y yo: "General, haga ya su revisión"; Carrera toma la palabra, habla al aire, lanza recriminaciones contra sus enemigos, perora. No hay argumento con que arrancarle un arrepentimiento, algo que lo adecente para la entrevista celestial a la que se someterá en instantes; insisto en mi misión, "usted no es inocente, Carrera, Dios le perdone los infinitos males que ha cometido, el tiempo es corto, cada minuto que pasa es un siglo de gloria eterna que usted pierde", el militar no se conmueve, inquiere: "¿Cómo se va a esta ceremonia? ¿con el sombrero puesto o quitado?", "Quitado, por reverencia; y hablemos de revencia", se lo saca y me ataja: "entonces ¿puede entregárselo como una memoria a mi buen amigo el coronel Benavente?", no reza, no se confiesa ni arrodilla, le suplico que se concentre un instante en sus faltas y obtendrá la absolución, se levanta en toda su altura, "vamos", indica; le cuelgo, en puntas de pie, el crucifijo, le otorgo un perdón que no pide por los pecados cometidos y sin más, el guarda lo empuja hacia a la plaza.

Iniciamos la caminata. Desprecia la ayuda que le ofrezco para saltar los escalones, engrillado va, no se tropieza; le observo los ojos, secos, el pulso firme, una lágrima, si soltara una oración o una lágrima, "mire para abajo, general, mire al crucifijo", aconsejo a quien calza una vista alta y desdeñosa, "padre, no se canse usted, no abandonaré mis principios", desobedece, pero si se le saltara una lágrima valdría. Le hacen dar la vuelta entera por el cuadro de la plaza para que alboroce a sus vencedores, trofeo en exhibición. Rechaza al sacerdote mercedario que le acerca nueva recomendación de que baje la vista. "Qué padre afligido", ironiza el sentenciado. Ya ante el banquillo, ante la muerte. Se quita el poncho y me lo delega "para el hermano de mi suegra". Se opone a que le venden los ojos el general Carrera y exige a quien corresponda: "Quiero mandar yo esta ejecución", pretende dar la orden de "disparen, fuego" mátenme, arrogante. Consultas. Le niegan el exceso. Se dispone a abrir la boca, "pida perdón al pueblo de Mendoza", lo urjo, le repito: "pida perdón" es lo que corresponde, pero el general Carrera desafina hasta el final y grita algo que se hace trizas bajo la furia de los balazos que no quieren escucharle una palabra más, tiros de los que casi no escapo; ahí queda, ojos semiabiertos, lágrimas ausentes, ni un rezo, sentado, muerto, queda apretando las palabras finales que nadie quiere oír.

* Relato basado en el testimonio del sacerdote José Benito Lamas, enviado para darle los últimos auxilios espirituales a José Miguel Carrera, enemigo de San Martín, O´ Higgins y Luzuriaga y derrotado en la batalla del Médano. La ejecución se llevó a cabo el 5 de setiembre de 1821. Las últimas palabras de Carrera fueron: "Muero por la libertad de América".

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