rosario

Lunes, 2 de agosto de 2010

CONTRATAPA

De hurtos y saqueos

 Por Javier E. Núñez

La culpa fue de Linda, que en una reunión de la escuela le dijo a la maestra de Lengua que el padre del nene era escritor. Calculo que buscaba congraciarse con la vieja, que después de la vergüenza de tener que escuchar durante media hora lo dificultoso que se hacía controlar a Joaquín o hacerle prestar atención, buscó un punto de acercamiento. Cuando la maestra alabó el potencial de nuestro hijo y propuso lo del taller literario, no pudo evitar la mención.

Un tiempo después Joaquín trajo esa nota maldita: la maestra me pedía que hablase en el taller sobre la importancia que tuvieron los libros en mi pubertad. Ella creía que escuchar la experiencia de alguien cercano, que los chicos pudieran asociar con su vida cotidiana, serviría como estímulo. Le contesté que ni en pedo, que tengo Fobia Social. No hablo en público, no importa si el auditorio está compuesto por grandes, chicos, o sordos. Me devolvió otra nota donde me proponía hacerlo por escrito para que ella pudiera leérselo a los alumnos. Pensé en negarme otra vez, pero Linda me trajo el cuaderno y la birome.

"Hacé algo porque si no quedo como una mentirosa -me dijo-. La maestra va a pensar que hablé al pedo cuando dije que eras escritor".

-Eso es lo que suele pasar cuando hablás al pedo: tarde o temprano alguien se da cuenta.

Pero ya era tarde. No me quedaba otra que preguntarme cuál había sido el beneficio de los libros para mí. Qué habían representado en mi adolescencia. Me di cuenta que no se podía explicar en forma aislada; que los libros también eran cigarrillos, plata y mujeres. Y que había que empezar por ahí.

Empecé a fumar alrededor de los trece o catorce años, mucho antes de salir a buscar trabajo. En esa época, o al menos en mi casa, no existía nada parecido a la mensualidad o mesada, y tampoco podía pedirle guita a Gloria todo el tiempo sin confirmar sus sospechas de que yo fumaba como un murciélago. Pero había métodos menos respetables para procurarse el peso y chirolas indispensables de aquellos días. Quedarse con un vuelto, por ejemplo: una práctica extendida e inofensiva que hay que saber controlar a tiempo. O perfeccionarla y procurarse un Ministerio o similar.

Había que saber dosificar estos pequeños hurtos, por supuesto. La exageración acarreaba desastrosas consecuencias, como el sopapo aleccionador cuando reconocíamos la estratagema. O peor aún, el reclamo ante el comerciante de turno (este siempre vendría seguido del sopapo cuando se esclareciera que, además, habíamos mentido descaradamente respecto al precio del pan. El sopapo, en general, era inevitable cuando nos descubrían). Por eso, la mejor estrategia era escamotear unas monedas que no despertaran recelos y bastaran, aunque más no fuera, para un atado de 10.

Claro: había días en que la plata alcanzaba justo. O teníamos la mala fortuna de que la compra arrojara como resultado una cifra redonda, cabal, imposible de dibujar. Te mandaban con un billete de veinte y te salía diez, ni un peso más ni uno menos. Tenías que volverte con ese billete de diez lejano, intocable; masticando las ganas de mandar a la reputísima madre que lo parió al carnicero y a sus precios redondos. Era como volver de la plaza con la pelota hecha mierda por un auto o levantarse para ir a la escuela después de las vacaciones de invierno; una congoja en el alma que te arrugaba por dentro.

En esas ocasiones no cabía otra que iniciar una exhaustiva búsqueda del tesoro, un recorrido concienzudo por todos los rincones de la casa mientras Gloria estaba en el trabajo. La primera opción era siempre el ropero. Ella no usaba dos veces el mismo traje, pero tampoco vaciaba los bolsillos. No era raro encontrar algún billete olvidado o un par de monedas perdidas. Por ahí incluso tenía suerte y, en el bolsillo de adentro del saquito beige, aparecía un billete de diez pesos y me aseguraba los puchos para toda la semana.

Pero en algún momento esas pequeñas omisiones dejaron de alcanzar y no podía conformarme solamente con los cigarrillos. La vida me había empezado a ofrecer otras cosas más caras y la requisa de bolsillos no bastaba para costearlas. Fue entonces cuando empecé a saquear bibliotecas: la mía primero; la de Gloria después. Iba a un negocio de compra y venta de usados que estaba en Santiago y 9 de julio, ponía la pila de libros sobre el mostrador y discutía un rato con el vendedor. Yo sabía valorar, además del estado del libro, el contenido. Regateaba durante un rato para subirle el precio si le llevaba un libro de García Márquez, de Tolstoi, de Neruda. No me pasaba, por ejemplo, con esos novelones románticos que a veces compraba mi vieja para no pensar; ni con los libros de autoayuda que tenían las palabras feliz y sola en la portada ?eran muchos, de distintos autores, pero todos tenían alguna de estas dos palabras en el título. De esos me desprendía casi con alegría, como una especie de reivindicación del criterio familiar. En cambio, me costaba mucho más con los buenos libros. No sólo por ese pequeño desvalijamiento sino también por otra vergüenza más profunda, hiriente. Me parecía un ultraje desprenderme de un buen libro por una mala paga.

Por los míos no sacaba mucho: libros amarillentos de la colección Robin Hood, algunos Elige tu Propia Aventura que había recibido en los cumpleaños de la primaria y cosas así. Solía canjearlos por otros usados mejores o historietas. Pero los de Gloria en general los cambiaba por efectivo. Billetes relucientes que más tarde, sin rastros de aquel remordimiento, gastaba en putas y marihuana. Juntaba cada peso, los guardaba en una lata de cigarrillos holandeses que nunca había probado y, cuando tenía suficiente, me iba a enfiestar como un duque.

Todo esto me vino a la cabeza en un instante, mientras la birome permanecía inmóvil sobre la hoja en blanco. Tuve que mentir, por supuesto, y decir cualquier otra cosa que me hiciera parecer un intelectual.

Creo que la maestra no lo hubiera tomado bien.

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