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Jueves, 12 de agosto de 2010

CONTRATAPA

Nombres y viajes

 Por Jorge Isaías

Hay anécdotas, situaciones, palabras que expresan un momento y por alguna razón uno las recuerda siempre. Hay amaneceres y crepúsculos, hay noche con grillos chilladores y con sapos que persiguen escarabajos aburridos a la luz mortecina y esquinera. Débil lamparita que daba lástima en la noche cerrada de los pueblos solitarios de entonces.

Y hay nombres. Nombres que tal vez hoy no digan nada a nadie o a pocos o lo que es más importante sólo a mí. Si yo digo por ejemplo Flaivani, Contreras, Castillo, Torres, Vera, Montesi, Montaldo, Peñaloza, Cella (a quien llamaban "Los Chelitas"), Giglio, Galo, Ibarra, Correa, Spína, Balquinta, Mansilla, Zinni, Fusco, Nocino, Di Benedetto, y tantos otros que fueron devorados por la boca sin fondo del olvido, y, que me empecino en tirar de sus hilachas para traer al presente escurridizo tanta vida humilde pero no exenta de su importancia que puede ser vista en un momento antes de que el óxido arreciara sobre ella.

Sin embargo hay un largo camino polvoriento que se pierde entre kilómetros de sembrados a cada costado los alambrados que sostienen las lechuzas curiosas.

Ese camino lo transitamos con mi padre, ambos en el sulky de mi abuela, atado a él ese matungo que se llamaba "Picaso". Nunca supe que fue de él, en qué campos blanquearon sus últimos huesos, en qué frigorífico terminó esa carne cansada, hecha a los más duros trajines del trabajo rural. Hasta que devino en caballo manso y sólo apto para el sulky, una jardinera, o, eventualmente un charret si mi familia hubiese sido empecinada al extremo de gastar esos lujosos carruajes, hechos a otros gustos y sobre todo ingresos monetarios de los que nosotros, obviamente, estábamos exentos. Aunque pensándolo bien, mi familia arrendataria, semianalfabeta casi toda, muy poco podría aspirar, salvo a esa dignidad austera que venía del trabajo y que era a la postre, todo su capital.

Con esto quiero decir que un sulky, una jardinera o un pequeño carro era señal suficiente para que nos sintiéramos realmente importantes.

A nosotros, ni para eso nos daba el cuero. Pero mi viejo no se preocupaba porque siempre había alguien cercano que tenía un vehículo a tracción a sangre como llamaba el periodismo de entonces.

Cuando mi abuela y mis tíos se mudaron a Rosario, en el barrio había quien suministraba un carro con su correspondiente caballo lento, inmune al látigo en su cuero curtido. El Pelado Míguez y don Manolo Gómez, por ejemplo. Mi padre le pedía a uno u otro, y en esa solidaridad de vecinos nunca se negaban.

Entonces mi padre me subía y me sentaba en esa tabla dura que fungía de asiento y luego de treparse él pisando un estribo de hierro me ordenaba tomarme con una mano de una baranda del carro y emprendíamos el camino hacia el campo.

¡Qué hermoso se veía todo desde allí arriba!

La perspectiva cambiaba radicalmente para mis pocos años. Primero las propias calles ya solitarias ya abigarradas de vehículos según la hora. Como las casas y los árboles y la propia gente iban pasando con lentitud al costado de mis ojos que no se apartaban un ápice del lomo del caballo, que visto desde esa altura, perecía más pequeño.

Esto, hasta que alcanzábamos la últimas calles del pueblo, entrábamos en esas estribaciones donde el pueblo se diluía en campo a través de sus primeras quintas de sus terrenos amplios y a veces sin tejido y sin alambrar.

¿Por qué realizaba mi padre estos muy esporádicos paseos y por qué me llevaba a mí -tan chico ? Es un verdadero misterio.

Fue su manera un poco primitiva de hacer relaciones públicas, siendo tan intolerante como era.

Elegía muy bien a esos chacareros buenazos a quienes les concedía esa prenda de amistad como era molestarse en pedir un vehículo prestado e iniciar esas excursiones. Era la poca gente con la que se sentía bien. Los D`Allosta, los Cicarelli y sobre todo los Clérici, en cuyas pequeñas chacras había trabajado desde muy joven.

Aprovechaba estas visitas, de mates, cuando no de asados, y solicitar permiso para tirar en esos campos unos "tiros a las perdices". Eufemismo que usaba para pedir lugar para cazar. Luego también mataba liebres o patos, si la ocasión daba y todo terminaba en la olla grande donde mi madre podía hacer maravillas con esa carne que nos dejaba su olor a salvaje fácilmente.

A veces volvíamos de esos paseos con algunas bolsas de blancos y fragantes marlos que irían a engrosar la pequeña troja que mi padre año a año construía de cañas en el gallinero.

Otras veces era invitado a "cuncuñar" maíz. Una palabra cuyo origen no pude averiguar y que me preocupa bastante. Remitía al acto de recoger maíz en los rastrojos donde ya había sido levantada la cosecha. Yo lo entiendo en el sentido de "repasar" el rastrojo para recoger las pocas espigas olvidadas en las plantas, que en general respondía a los terrenos bajos, donde la planta se caía y podía pasar desapercibida al "juntador".

De todos modos la "cuncuñada" podía reportar alguna bolsa chica que iba a engrosar la pequeña troja donde se guardaba para darle de comer a las gallinas. En un cajón de manzanas se atravesaba una planchuela de hierro y se raspaba la espiga contra ella sentándose "el desgranador" con una silla o banquito donde el cajón de marras se pudiera meter entre las piernas.

Al atardecer volvíamos felices; aunque mi padre siempre silencioso. Y al entrar por la última calle del pueblo, luego de atravesar el paso a nivel alto veíamos aquella casa donde vivía esa mujer hermosa: ¿Y usted Elba Miglio adonde se fue con su cabello que era una llamarada ardiendo en la soberana abulia del pueblo?

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